X Festival Punto de Vista

Recuerdos de un pas(e)ante

Non exiguum temporis habemus sed multum perdidimus». Esto lo dijo una vez, o quizá lo escribió en la pizarra, mi profesor de filosofía. En realidad tuve más de uno (dos o tres), pero cuando hablo de mi profesor de filosofía, siempre me referiré a él. Porque es el que me proporcionó más memorias que habitar. Esto ya lo he contado, pero da igual: un día llegó y escribió en la pizarra la palabra Eraserhead y nos dijo que nunca viéramos esa película, que era como decirnos que corriéramos a por ella. En algún momento empecé a grabarle películas de Bava y de Argento que emitían en La 2, pero vamos a dejarle aquí, a mi profesor de filosofía, porque como reza la frase: «no es que tengamos mucho tiempo, es que perdemos mucho». Muchos años después, no frente al pelotón de fusilamiento sino frente a una pantalla de cine, en Pamplona, me encuentro con otra voz que me dice que «la mejor manera de convertirse en especialista del tiempo es perdiéndose en él». Acaba de empezar una película que se llama, precisamente, Contretemps. La dirigió Jean-Daniel Pollet y vio la luz en 1990, diez años después del Contratiempo (Bad Timing, 1980) de Nicolas Roeg, con la que no guarda otra relación que la que yo estoy generando ahora, poniéndolas la una junto a la otra, igual que he emparejado a esas dos frases, oídas a mucha distancia la una de la otra, aunque ahora mismo, es lo que tiene la escritura, es lo que tiene la memoria, parece como si fuera ayer o, qué digo, es hoy mismo, es ahora mismo.

Son dos frases que puede parecer que se anulan, porque una nos conmina a no perder el tiempo y la otra nos viene a decir que perder el tiempo es de algún modo esencial. La de Pollet fue, para mí, una especie de consuelo esa noche, la tercera que iba a dormir en Pamplona tras haber dormido las noches inmediatamente anteriores, excepción hecha de un breve parón de dos días para repostar, en un hotel holandés. Pareció como si Pollet me dijera algo así como tranquilo, que todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar.

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«En efecto, toda actio consecuente debe combinar las dos temporalidades contradictorias de la prudentia y la occasio: frenar para pensar las cosas, pero darse prisa para atrapar al vuelo lo que nos ofrece la ocasión una sola vez al pasar»

George Didi-Huberman, Seis fragmentos sobre el tiempo

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jean-daniel pollet

A morte de J.P. Cuenca

Otra frase, la escribe George Didi-Huberman en su texto para el libro colectivo Time, que es el que Punto de Vista edita este año. El resto de citas del texto pertenecerán también al libro. Y ahora, convendrá que me apresure, o como mínimo, que ponga por escrito de una vez todo lo que recuerdo, todo lo que creo que merece ser recordado, de mi paso por la décima edición de este festival indomable, que ha caído algunas veces por el pedregoso camino, pero siempre se ha levantado para seguir mirando, hacia atrás para no olvidar pero sobre todo hacia adelante. Cantaba Carlos Berlanga que ser prudente de más es casi tan malo como no serlo y yo no es que haya pecado de excesiva prudencia sino que, como me pasa a menudo, me duermo en los laureles y no me sé organizar o quizá no quiero organizarme y hoy es diez de marzo (cuando lo leáis, ya no será diez de marzo) y hace un mes que cogí un tren para plantarme en la capital navarra.

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La muerte —como tema, como impresión, como vacío insoslayable— parecía haber asumido, sin preguntarme antes al respecto, el papel de guía sibilina durante mi paso por el Festival de Rotterdam. Fue un poco por eso que decidí que la primera película que vería en Punto de Vista fuera A morte de J.P. Cuenca (Joao Paulo Cuenca, 2015), a cuyo director y protagonista conocería después en una fiesta, alargando la experiencia del filme ya que no cabía duda de que el tipo que bebía una cerveza y me decía que sabía hablar español en una capilla que era un antro pero también una capilla era el mismo J. P. Cuenca al que había visto antes deambulando por las calles de alguna ciudad brasileña intentando desentrañar el misterio de su propia muerte. De eso trata A morte de J.P. Cuenca: de alguien que encuentra un papel que parece indicar que está muerto, pero está vivo, y sale a la calle a preguntar qué pasa cuando mueres, va a ver a un policía, a un tipo que hace ataúdes y hace gestiones para averiguar dónde está si es que no está ahí, y eso que al mismo tiempo que la película se proyectaba él estaba también en Pamplona, a los dos lados de la realidad. Le dije, y no mentí aunque tampoco me atreví a más, que me había gustado la premisa de su película; no me atreví a decirle que, sin embargo, el filme en sí no había acabado de interesarme. Simpatizaba con su espíritu lúdico de película de detectives en la que el caso se lo saca de la manga el mismo detective, porque investigar es, en último término, un estado mental, la realidad hecha laberinto porque sí, porque nos gustan o nos pueden los laberintos. Y no sabría decir cuál fue el problema, pero trasladado el asunto a la pantalla, no sé, conecté sólo a ratos, las intenciones estaban ahí pero en este caso concreto eran harto evidentes, aunque hacia el final la película mute y se haga más abstracta y me ponga un poco caliente.

Pero me dije a mí mismo que hasta aquí con la muerte, no sé si me lo dije pero resultó que a la mañana siguiente vi una película producida por Tim Robbins sobre una pareja que va a traer un niño al mundo y no saben si lo tienen claro. Olmo & the Seagull (Petra Costa & Lea Glob, 2015) es realidad intervenida o una ficción basada en hechos reales: narra lo que ocurre a partir del momento en que Olivia se entera de que va a ser madre, y tiene que renunciar a seguir ensayando la obra que su compañía está preparando, y la noticia de su estado se da cita durante una cena, con otra noticia, la de que les ha salido una gira americana. A partir de ahí, inquietudes, dudas, algunos amigos y la película que fluye amable, sencilla, aunque durante una discusión las cineastas opten por evidenciar su presencia pidiendo a la pareja que vuelvan a empezar la conversación, un gesto que no se va a repetir pero supongo que nos da una clave para saber más o menos donde estamos respecto a lo real.

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jean-daniel pollet

Ceux d’en face

Pienso en el quizá y en la pareja protagonista de Olmo & the Seagull, que no saben si lo tienen claro. Pienso en el cortometraje The Tree (2015). Su autora, la iraní Roya Eshraghi, encuentra un árbol que ha echado raíces y crece en el quinto piso de un destartalado edificio de La Habana. Y la cineasta nos lo muestra brevemente al principio del filme, un plano de la única vez que pudo penetrar en el edificio, y luego se lo cuenta a su padre y, en un momento dado, nos dice que, en realidad, tampoco tenía muy claro por qué estaba haciendo ese cortometraje o qué era lo que quería contar, que quizá sólo era una forma de hablar con su padre, que se encuentra a muchos quilómetros de distancia.

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La tarde que llegué a Pamplona, antes de meterme a ver películas, di una vuelta por los alrededores del hostal donde me alojaba y entré en una de estas tiendas de segunda mano, diciéndome a mí mismo que no iba a comprar nada y confiando en que no hubiera nada que comprar. Pero medio disimulado encima de otros libros, en horizontal, en una repisa estrecha, di con un libro de relatos de Juan José Saer titulado Lugar. Y pensé que acababa de llegar a un lugar, a una ciudad en la que nunca antes había estado, y ahora se me ofrecía un libro llamado Lugar y que quizá ese libro podía hacer las veces de manual de instrucciones. Había leído y disfrutado un libro de Saer tiempo atrás, La pesquisa. Todo eso era más que suficiente para hacerme con él, pero llevo meses sintiéndome culpable porque se me amontonan los libros en casas y en cajas y en estanterías y decidí que ya lo pensaría más adelante, o mañana, que es cuando se piensa las cosas Escarlata O’Hara.

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«Buscar en una película significados en lugar de una experiencia sensorial es una triste solución de reemplazo. Las cosas se nos escapan, la experiencia directa es tan salvaje como el LSD y todo el mundo no puede estar al tanto de todo»

Ken Jacobs, citado por Nicole Brenez en Temporalidades críticas

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La segunda tarde la pasé, de las cinco hasta prácticamente las doce de la noche viendo películas, con apenas media hora de receso, para comerme un par de pinchos pagando muy poco dinero, entre la segunda y la tercera. Creí que me saldría cara la jugada, la de los pinchos pero sobre todo la de verme, del tirón, La région centrale (Michael Snow, 1971), Hortensia/Beancé (José Antonio Maenza, 1969) y Decasia (Bill Morrison, 2002). Pero el tiempo quedó como suspendido o más bien pareció ausentarse durante un rato para que fuera yo, y no él, quien marcara el ritmo. Empecé pegado a la cámara prodigiosa que el ingeniero Pierre Abeloos diseñó siguiendo las indicaciones de Snow, una cámara que pudiera moverse en 360 grados, en todas las direcciones posibles, trazando todos los recorridos habidos y por haber para escrutar un paisaje. Tuve el habitual acceso de sueño y luego me repuse y me quedé por un tiempo en la tierra o en mis cosas, para luego volver a volar intentando elucidar el esquema secreto del filme, su centro oculto, su cadencia, y durante un movimiento que era como una cenefa horizontal al anochecer pensé que era el movimiento de cámara más hermoso que había visto nunca y luego se hizo la oscuridad y apareció un círculo blanco y no caí en que era la luna hasta que luego alguien habló de la luna. Y salí y me metí corriendo en Hortensia/Beancé, que ya estaba empezada y la sala estaba muy llena, así que tuve que sentarme prácticamente bajo la pantalla para ver algo que no era exactamente una película, sino la mitad del copión, sin sonido, de lo que pudo haber sido una película. Y estuve allí una hora y cuarenta y cinco minutos más o menos, que parecieron media hora, no sabría decir exactamente por qué.

jean-daniel pollet

L’ordre

Luego, ya lo he dicho, salí y encontré un lugar donde me comí dos pinchos y un zurito de cerveza y me cobraron, diría, tres euros con setenta, y volví para terminar la maratón con Decasia, de Bill Morrison, que no es sinfonía de ninguna ciudad, o quizá, la ciudad en el abismo de los fotogramas, la ciudad de las imágenes que caminan en fila india hacia la descomposición, y ahí es donde entra Morrison, que encuentra y monta esas imágenes, imágenes que son fantasmas y están a su vez pobladas de fantasmas, de presencias que una vez pudieron pertenecer a narraciones que bien poco tenían que ver con esa atmósfera de invocación, de espiritismo, que desprenden el filme de Morrison y la letanía herrumbrosa, la música de puertas mucho tiempo cerradas y de baúles en sótanos de cines perdidos compuesta por Michael Gordon.

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Sobre Hortensia/Beancé escribí en mi libreta, a modo de somera descripción de cosas que iba viendo en el filme, lo siguiente:

“Un peine. Una bandera de los Estados Unidos de América. Una granada (probablemente, de broma). Un libro de poemas de Pessoa, consumido por el fuego. La Carta al padre, de Kafka. Este libro no arderá, al menos en nuestra presencia. Torsos desnudos, tanto masculinos como femeninos. Nos han dejado un desierto y lo llaman paz. Un rostro que sopla y otro que saca la lengua, quizá son el mismo. Blancura cegadora, que envuelve una localización porticada y amenaza con engullir a las figuras que caminan por ella. Alguien que se tumba en la vía del tren. Un niño que trata de mantener a buen recaudo un extraño fluido plateado, que se desliza por una sábana. Un niño que llora mientras los adultos hablan. La mayor parte del tiempo, creo recordar, hablan dos mujeres. En esa escena. Desnuda sigue la encina, pero se aferra a su peñasco. Un film imposible pero indispensable (está escrito en la montaña, y mi venganza, en el polvo de las rocas). Secuencia para ser montada por ti. Una mano que sobresale de la arena. Una mano que pinta sangre en una pared con una brocha. Cuerpos que desaparecen y cambian de lugar”.

Cuando lo escribí pensé que lo modificaría, que lo puliría, pero lo he transcrito tal como lo escribí, alterándolo únicamente sobre la marcha. Ya lo transcribí una vez, en otro documento que perdí o que no está en este ordenador. Puede que entre la primera y la segunda versión haya cambios. La frase en cursiva es la que clausura la traducción de Julio Cortázar de La narración de Arthur Gordon Pym de Poe, transcrita de memoria. No aparece en la película. El resto de cosas diría que sí aparecen en la película.

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Writing on the City (Keywan Karimi, 2015) describe la evolución del grafiti como medio de expresión en las paredes de Teherán, la capital de Irán, desde que empieza a fraguarse la revolución islámica del 79, que hizo huir al sah para que Jomeini tomara las riendas del país, hasta nuestros días. Sobria pero cargada de razones, la película documenta cómo la gente de Jomeini descubrió que el grafiti era una arma de agitación y contrainformación que era necesario controlar, y procedió a apoderarse de las paredes de la ciudad, eclipsando y marginando a los grafiteros locales en pos de una especie de arte gubernamental (sic) que pasaría por distintas etapas y estrategias. Y sin embargo, si hubo una imagen que sintetizó la importancia de esa sesión, ya lo conté de pasada en mi crónica del Festival de Rotterdam, fue la de la ausencia: la pantalla negra y los subtítulos que traducían al español las palabras de Keywan Karimi antes y después de la proyección, que primero presentó y luego contextualizó a través de una entrevista, grabada previamente, con el director del festival, Oskar Alegría. Karimi ha sido condenado a seis años de cárcel y 223 latigazos por realizar esta película.

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jean-daniel pollet

La région centrale

Y he dejado a Jean-Daniel Pollet para el final, aunque fue nuestro faro entre las nubes y la lluvia intermitente de Pamplona, o nuestro refugio, como apunta en su conciso texto para Cinemanía Daniel de Partearroyo. Me encontré con Dani la primera noche, en la proyección de Ceux d’en face (2000), la última ficción de Pollet, y ya fuimos compañeros de travesía, hasta esa última madrugada en que acabamos hablando de cine y de no sé qué más con Pablo García Conde y una tal Flamenca Stone en un antro en el que primero la música era bastante mierda pero luego mejoró. Yo no sabía nada de Pollet, y la primera noche me fui abriendo en canal con Ceux d’en face: o quizá yo era el canal, las imágenes estaban a un lado y la palabra al otro, aunque en Pollet las imágenes son palabras y son más todavía, son islas que se resisten a hundirse en el mar de las imágenes. Lo que ocurrió es que fui cediendo al cansancio y fui agarrándome a la película como podía, aunque ya se quedaron conmigo algunos rostros y algunos lugares que iban a volver a mí, porque llega un momento en la filmografía de Pollet, en el que para mirar hacia adelante, mirará hacia atrás, hacia las imágenes que registró en películas como Mediterranée (1963) o L’ordre (1973) para refrescarlas, para revivirlas.

En el cine de este francés al que el tiempo ha convertido en algo así como un hermoso secreto, un archipiélago que no siempre aparece en los mapas, persiste una conciencia de la duración, de la finitud de los hombres y de las cosas. De ahí que, como explicaba Guillermo G. Peydró, el responsable de la retrospectiva, a partir de la bellísima Contretemps Pollet, temiendo su propia desaparición tras ser arrollado por un tren, empezara a ordenar las imágenes, del mundo, de su mundo, tarea que le encomendará una década después, en la ficción de Ceux d’en face, a Linda (Valentina Vidal), quien vendría a ser una especie de alter ego del cineasta. Para Dani y para mí, Contretemps fue algo así como un final de trayecto soñado, como la película hacia la que nos habíamos estado dirigiendo esos días: se podía decir que la habíamos atisbado, literalmente, en sus otros filmes. Tanto fue así que, cuando días después, me puse en casa Mediterranée el hechizo ya no fue el mismo; podía deberse a no hallarme ya en Pamplona, a no estar en una sala de cine, pero, aunque me cautivó como sabía que me cautivaría, al mismo tiempo noté que faltaba algo o quizá sentí algo así como la tristeza de las fiestas que se terminan.

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Pero antes de llegar a Contretemps, esa última estación, la misma tarde vimos Jour après jour (2006), el incombustible testamento vital de Pollet, su último largometraje, que tuvo que completar su colaborador y amigo Jean-Paul Fargier, ya que el cineasta falleció pocos días después de aprobar el plan de montaje de la película. Y digo incombustible, que es un adjetivo que puede sonar pesado, incluso bélico, porque así de firme fue la voluntad de Pollet, ya prácticamente paralizado entrada la década del 2000, de seguir registrando imágenes, de seguir escribiendo poemas visuales encima de la huidiza superficie del mundo. Se comprometió consigo mismo a tomar una fotografía al día, y le pidió a Fargier, habiendo tomado ya un montón, que hiciera algo con ellas; le sugirió que allí podía haber una película, una poesía final. Algunas de las fotos, y las frases que las acompañan, se suceden en el libro sobre el tiempo que ha editado el Festival, al principio, al final y entre capítulos. Salí de Jour après jour conmovido, porque es una película que se respira esa voluntad de seguir existiendo, de seguir diciendo cosas hasta el último aliento, hasta que ya no se puede más, y pensé en mí, en nosotros, y en cómo nos las tenemos constantemente con ese tiempo que se nos escapa y parece que nos apremie a ser felices o, como mínimo, a ser, pero si algo nunca cambia es que siempre tenemos algo que reprocharle, al tiempo, o a quien sea, para no reprochárnoslo a nosotros mismos.

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“El tiempo no pasa. El tiempo es inmóvil. Somos nosotros los que lo atravesamos”

de Jour après jour