Demolition, de Jean-Marc Vallée

“¿Tengo herramientas?” Imaginar tu propia cura

“Dejarse llevar suena demasiado bien. Jugar al azar, nunca saber dónde puedes terminar… o empezar.”
Extracto de la canción Copenhague (Un día en el mundo, Vetusta Morla, 2008)

El éxito de Dallas Buyers Club (íd., 2013) residía, básicamente, en la (premiada) fuerza de sus dos actores protagonistas (igual que en la siguiente Alma Salvaje —Wild, 2014—). Una historia real, un problema sensible, y dos héroes encantadores a los que se les cogía cariño a medida que avanzaba la historia. Y aunque allá Vallée pecaba ya de un sentimentalismo forzado aplicado a una verdad que no lo necesitaba para atrapar (y concienciar) al espectador con su sencilla narración, la fuerza del film era, y es, incuestionable.

Ahora, con Demolition, Vallée pasa de hablarnos de alguien que ayuda a los demás, y a sí mismo, en la cura de una enfermedad física (y la lucha contra la industria farmacéutica), a hablarnos de alguien que se ayuda a sí mismo, con la ayuda de los demás, en la cura de una enfermedad mental (transitoria). Mismo tema central, distinto enfoque. Las dos películas, en este sentido, pueden ser completamente comparables y, de hecho, su evolución es prácticamente la misma: pasamos de estar recelosos con un protagonista que se apoya en otro personaje fuerte para evolucionar (en el caso de Dallas Buyers Club, el travesti que remueve sus cimientos morales; en Demolition, el niño con el que conectará perfectamente), a encariñarnos con él y su “cruzada”. Y aunque la cruzada de Davis en Demolition puede parecer mucho más sencilla que la de Ron Woodroof, la realidad es que es tan importante como la anterior.

Demolition no es un melodrama. Tampoco es un thriller psicológico, ni una comedia. A veces, lo es todo a la vez. Porque Demolition es un estado mental del que su protagonista debe ser consciente, consiguiendo salir de él. Sí, es una historia sencilla, con metáforas sencillas e ideas sencillas. Sin Gyllenhaal, seguramente no funcionaría. Pero el actor toma el control del film, igual que McConaughey. Se lo hace suyo, y consigue atraparnos.

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Pero, además, con Demolition Vallée da un paso de gigante. La autoría del director impregna las escenas, habiendo sabido escoger la técnica que mejor va a ensalzar cada momento clave. La escena que abre el film es una muy buena muestra de ello: no nos hace falta ver nada. El impacto emocional es mucho mayor. Y, a partir de ahí, la decisión de que casi todos los planos sean cámara en mano cuando debemos sentir las vivencias del protagonista, sus sentimientos no expresados (una cámara que sigue casi todos sus movimientos, a veces cercana, a veces mostrando el entorno en el que se mueve para comprender sus reacciones), y que estos planos evolucionen hacia planos fijos, iluminados, cuando ya empieza a salir del bache y se da cuenta de los fallos que él mismo cometió en su prefabricada vida anterior al terrible suceso… es una gran baza que claramente otorga al film el no poder ser calificado de sencillo.

Ahora bien, algunas decisiones lastran la película. Comenzando con que se quiera demostrar que Davis es una persona que no conecta con sus sentimientos para provocar ese recelo que citábamos previamente. No es necesario, para mostrar exactamente lo mismo, y de la misma manera, el argumento del film. Ni Vallée ni Gyllenhaal consiguen que nos podamos creer esta parte, y es básicamente porque se pasa demasiado rápido a introducir elementos convencionales dentro de la caótica vida (mental) del protagonista. Al fin y al cabo, una persona que sí muestre sus sentimientos puede bloquearse exactamente igual que Davis. Esta parte, únicamente sirve para que comparemos innecesariamente al protagonista con Patrick Bateman.

Por otro lado, el film se estanca, dando vueltas en círculo sobre la misma idea, la demolición, cuando Davis está evaluando su vida junto a sus nuevos amigos. No obstante, sí es verdad que el (demasiado sentimental y previsible) giro argumental que provoca el cambio de actitud en Davis vuelve a empujar el film hasta su (demasiado sentimental y previsible) desenlace.

Y, en este punto… recupero una idea: Caos mental (y, de rebote, Patrick Bateman).

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Personalmente, y para mejorar una historia, como decíamos, demasiado común, prefiero pensar que gran parte del film está en la cabeza de Davis, y que imaginar que conoce a la responsable de atención al cliente de la empresa de vending es su forma de reconectar con su yo real, luchando, así, contra el inesperado horror que ha dado un vuelco a su estudiada, envidiada, aburrida y en realidad poco deseada vida de niño rico. Pensadlo: La película de Vallée se convierte en mucho más realista si esas escenas son producto de su imaginación. De hecho, sólo hace falta acudir a la escena en el médico. ¿Es la única imaginada por el protagonista? ¿Tiene sentido que alguien, por mucho que le haya afectado el texto de una carta enviada, le llame a casa de madrugada? ¿Nos creemos que su secretaria le envía las cartas (fijémonos en su cara cada vez que le da una…)? La teoría cobra fuerza…

Luchar contra las obligaciones autoimpuestas, encontrarse a uno mismo, darse cuenta de que se vive en una mentira, pero también reconectar con unos sentimientos ya olvidados hacia tu pareja… En definitiva: Imaginar la cura, usando las propias herramientas (“¿Tengo herramientas?”, dice en un momento clave Davis, también…). Y ser libre.

Analizando el film de esta manera, Demolition se convierte en un ejercicio de introspección para Davis, pero también para Vallée, tal y como muestra su técnica, y para el espectador. Es una oda a sentirse libres, a reconectar con el niño que llevamos dentro, y a convertir en manejables muchas de nuestras decisiones. Demolition no es, ni mucho menos, una obra menor.