Nocturna 2016. Volumen 2

Fantástico enajenado

Si entendemos un festival como termómetro de la actualidad cinematográfica, Nocturna 2016 ha constatado la glaciación que muchos veíamos avecinarse sobre su espacio más fértil: la sección Dark Visions, dedicada al cine de género más personal y menos atado a la comercialidad. Al respecto decía el año pasado (y que me perdone el lector la autocita) lo siguiente:

«Por desgracia Nocturna no ha podido mantener el nivel de su edición inaugural. Dos años después Dark Visions parece un contenedor de vicios autorales, oportunidades perdidas y promesas one-shot que le retuitean a uno en la triste madrugada de su premiere. […] merece la pena abrir un debate sobre hasta qué punto la ruptura de lo convencional está sirviendo de excusa para la pereza, el exhibicionismo o el refrendo de agentes culturales al albor de un público habituado al desconcierto y amedrentado por los pactos de silencio en la esfera crítica.»

A pesar del diagnóstico, cuando Nocturna anunció la programación de este año había esperanzas de repunte, motivadas bien por sugerentes premisas, bien por las credenciales de los trabajos presentados, algunos de los cuales venían de exhibirse en el Fantasporto. Pero la cosecha ha superado los peores augurios, evidenciando la cronificación de aquellos males incluso más allá del marco programático de Dark Visions.

El más imperdonable, como adelantábamos en la entrega anterior de esta crónica, es la pobreza formal. De la autoproclamada escena independiente no se espera fidelidad a las convenciones estéticas comerciales; menos aún, no obstante, la renuncia a proponer una alternativa consistente, acomodándose en el interregno de la inexpresividad.

Es el caso de Abduct (Ilyas Kaduji, 2016), cuyo ambicioso guion pretende abarcar varias ramas de lo paranormal simplemente porque así lo enuncia: su puesta en escena sangra desconocimiento del lenguaje cinematográfico, a excepción de la belleza abstracta, lumínica, que alcanzan ciertos efectos visuales. Sorprende que Kaduji, técnico en este campo en Sweeney Todd (Tim Burton, 2007) o Harry Potter y el prisionero de Azkaban (Harry Potter and the Prisoner of Azkaban, Alfonso Cuarón, 2004), no haya asimilado que la planificación de la toma y el montaje hacen tanto por un efecto como la técnica empleada, si juzgamos por los tropiezos con lo sobrenatural que nos brinda. Por descontado fracasa en la tarea aún más compleja de asentar un tono, tambaleándose entre la comedia, el misterio y el drama de notas sentimentales que arroja una narrativa hiperpoblada de personajes y traumas mal definidos, los cuales terminan desfigurando el relato y, en consecuencia, la propia realización que se asienta sobre él. Sin nada sólido a lo que aferrarse, Kaduji termina de abortar su debut con una bochornosa aclaración verbal del argumento a modo de pliegue de descargos.

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El desfile de imágenes sin huella continuó con Embers (Claire Carré, 2015), otra obra primeriza la cual, sin embargo, demostró mayor talento adaptativo al ajustarse al patrón  Sundance en boga de relato distópico. Su fabulación sobre una humanidad que pierde su memoria personal (y por ende la histórica) se traduce en atonalidad rampante, tanto en su despliegue coral de personajes-cáscara, sin vida fuera del esbozo del guion —excepto una alienígena comparecencia de la olvidada Dominique Swain—, como en una dirección que se distrae con ellos entre los restos de la civilización. Una expresión canónica de la subjetividad, concretada en cámaras flotantes y entornos desenfocados, en planos cortos a la caza desesperada de alguna verdad en los ojos de los actores o en codas dramáticas que corren a suavizar los brotes de violencia —en las antípodas de la crueldad lúcida de las distopías de los años 70 y 80—, ¿contrasta? con la igualmente preceptiva desolación de ruinas o decorados hipertecnológicos. Es interesante comparar su hondura impostada con el corto Graffiti (2015), en el que el español Lluis Quílez nos invita a otro cuento futurista de desierto urbano. A diferencia de Carré, Quílez desdeña la baza filosófica para jugar en todo momento la emocional, quizá consciente de hallarse en un subgénero que hace tiempo que dejó de ser alegoría de nuestro presente para convertirse en todo lo contrario: una de las muchas máscaras ficcionales con que hurtarnos de la simple vista sus horrores y extrañezas.

Frente a la tabula rasa formal de los films mencionados es sencillo valorar lo que intentaba la ópera prima ganadora de Dark Visions, Patient (Jason Sheedy, 2016). Sheedy encara con valentía el reto de contar una historia entre las cuatro paredes de una habitación de hospital donde su protagonista se halla inmovilizada, a la par que enmudecida por un influjo espectral que pone en peligro a quienes escuchan su voz. Refuerzan el claustrofóbico punto de partida planos cerrados que privilegian los rostros sobre un espacio elusivo y fragmentado, contribuyendo a una asfixiante atmósfera puerta con puerta con lo onírico. Por desgracia todo se viene abajo vez que hace acto de presencia lo sobrenatural, incómodo elemento cuya dificultad de integración por parte de Sheedy denota una deficiente comprensión de los mecanismos de funcionamiento del relato fantástico. Si Patient sobrevive a duras penas al visionado se debe al gran trabajo de Anney Reese, quien pareció entender mejor que el director las limitaciones que imponía la condición de su personaje; el premio a la película debería considerarse, ante todo, un reconocimiento a su labor.

En todas las obras citadas se aprecia el planteamiento común de un núcleo dramático fuerte vencido finalmente por los problemas de guion y dirección. Pero en ninguna como en Sensoria (Christian Hallman, 2015) —Premio del Público en el Fantasporto— se visibilizó esta contradicción entre trasfondo grave y costuras expresivas deshilachadas. Su atractivo concepto, nada menos que un relato de fantasmas como vehículo de estudio de la soledad de una mujer y la travesía social y existencial que lleva aparejada, es arruinado por un burdo intento de instrumentalización de los códigos del género y por el clasicismo mal entendido que, por ejemplo, veíamos en el último Amenábar (Regresión [Regression, 2015]). Como en Patient, se percibe una voluntad de elegancia visual relacionada con el tratamiento del espacio (p. ej. el aprovechamiento de una localización a priori tan limitada como el rellano de una escalera) o la atención al lenguaje corporal de su protagonista, expresión de una autonomía vulnerable. Y, también como en Patient, la obra del dramaturgo deviene barraca de feria, soterrando bajo pinceladas gruesas y sustos de manual un trabajo que se prometía más psicológico, de cuyas reiteraciones e infortunados extravíos cómicos podemos, además, inferir una fase de preproducción colmada de reescrituras e indecisiones ejecutivas.

Llegados a este punto parece que Nocturna 2016 descubriera fuegos que apagar en lugar de talentos por prender, a tenor del manejo apolillado de las claves del fantástico por parte de autores jóvenes, incapaces de conciliarlas con sus propias inquietudes generacionales. En los peores casos, a a estas insuficiencias se les añadió la soberbia de creer la propia visión por encima del género al que invocaba.

Es el problema central de The Lesson (Ruth Platt, 2015), a priori interesante recurrencia al torture porn como núcleo central de un drama de jóvenes británicos de suburbios. El potencial subversivo del contacto de esta temática con un sustrato real dramático —hibridación, recordemos, ya explorada por Pascal Laugier o Julien Maury & Alexandre Bustillo entre otros— se jibariza en simple toque de distinción de ese cine social que satura festivales y cines de V.O.S. con aroma a frapuccino. La indiferencia que, una vez se sale del túnel de lavado de conciencia, suscitan tales dramas en el público y en sus propios artífices, queda patente en la esquematización histriónica de los tropos del género que secuestra: Platt no se toma en serio sus materiales, ni siquiera aquel que tendría mayor recorrido en la escena independiente, una historia romántica en línea con la dictadura imperante de lo emocional. Su aptitud para el storytelling y la alternancia entre registros graves y ligeros, no obstante, anuncia una estrella del firmamento indie que acabará probando suerte en otras aguas… eso sí, siempre cristalinas.

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Esta invasión de ultracuerpos fílmicos que se servían de las formas del fantástico como medio de propagación no solo se dio en trabajos con marchamo autoral, sino también en otros sin vocación de prestigiarse, para pasar el rato, que, al igual que The Lesson,  tuvieron cabida en la sección Madness. Night of the Living Deb (Kyle Rankin, 2015), por ejemplo, es un golem animado a partir de las cenizas de la comedia de muertos vivientes, subgénero en combustión inexorable, recordemos, desde Zombies Party (Shaun of the Dead, Edgar Wright, 2004), la cual hizo de la temática uno de los nichos de fantasía consensuada en que se segmentó el mainstream de los 2000. Realista respecto a sus posibilidades, Rankin carece de propósito renovador, no digamos ya subversivo, negándose a trabajar con el material de derribo que le proporciona el trasfondo zombi. Sin interés en el gore creativo o el apunte sarcástico, la comicidad se sostiene sobre los fundamentos de la sitcom, apostando por un humor blanco que ni se molesta en cortejar a los zombiehounds —de los menos exigentes de todo el fandom cinematográfico, por otro lado—, consciente de poder llegar a un abanico más amplio de espectadores. Es en esta clave mixta de fantástico enajenado y comedia de plató televisivo como se entienden una inexpresiva fotografía o unos movimientos de cámara que semejan volantazos, sin sentido de construcción interna de la secuencia; rasgos que ultiman una desestetización menos inocente de lo que parece, dado que socava el carácter revulsivo propio del género en su nombre.

Y de enajenación de toda una época puede calificarse lo de la holandesa Scream Week (Sneekweek, Martijn Heijne, 2016) con el slasher de dos décadas atrás, al que remite un planteamiento anacrónico de whodonit en torno a un grupo de jóvenes fiesteros y un serial killer que los va diezmando sin salpicar apenas —recuérdese la sensibilidad del público de aquellos 90. La inmersión acrítica de sus primeros compases en el fenómeno de la Sneekweek abre un cielo de posibilidades que va desde Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) a Donkey Punch (Oliver Blackburn, 2008); algo que parecen confirmar las interacciones primarias pero bien dibujadas del grupo protagonista, así como un diseño de producción que se sumerge en fantasías retronormativas de música techno, regatas en pos de la territorialidad masculina (acuática y terrestre) y apartamentos acristalados con vistas a la nada. Las expectativas se esfuman en cuanto se confirma la determinación de Heijne a seguir adelante en su remembranza de uno de los periodos más infaustos del cine de terror, como evidencia su interminable acto final plagado de absurdos twists: suficiente para sospechar del film como fría operación comercial, cuya mímesis de códigos obsoletos acaso se deba más a los escasos referentes culturales de sus responsables que a su aprecio sincero por ellos.

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De entre estos calcos interesados, transversales a todas las secciones del festival, un cineasta preocupado por medrar llegaría a la conclusión de que las visiones distópicas y los dramas de estética cifi cotizan más alto que el terror en el circuito de festivales, dado que favorecen una proyección de los problemas actuales directa, reconocible y, ante todo, respetuosa con las contradicciones internas de un espectador sofisticado del primer mundo. Por otra parte, será más sencillo para tal autor incrustar en dichos contextos un conflicto convencional, manejable en términos de realización, que violentarlo con unos tropos del cine de terror que ni comprende ni le interesan. A un director novel sin un discurso especialmente original, en suma, le convendría hacer algo como The Open (Marc Lahore, 2015), el título estrella de Dark Visions.

Galardonada en la Semana de los Realizadores del último Fantasporto, se trata de una reflexión sobre los mecanismos de la evasión que ya exploró de manera más atrevida Sucker Punch (2011). La de Lahore parece el reverso formal y ético de la película de Zack Snyder, y no me refiero a su coherente sobriedad en los efectos especiales: la apagada fotografía nos abre la puerta a composiciones igualmente grisáceas, funcionariales, las cuales contradicen la pintoresca fantasía (un torneo de tenis imaginario sin pelota y con raquetas agujereadas) de personajes autoexiliados de la guerra apocalíptica que se abate sobre su mundo. La monotonía de sus imágenes —inesperada en un trabajo publicitado por su teórica audacia experimental— se cierne sobre la voluntad de Lahore de imprimir connotaciones telúricas en un paisaje indiferente al viento que le azota, sinécdoque de la intrascendencia de la propuesta. Todo lo contrario a la película juguetona y acaso osada que vendía su teaser: entre las hechuras de The Open se vislumbra un buen cortometraje que acaba a la deriva, enajenado de sus propios postulados. Seamos comprensivos, le puede pasar a cualquiera. Incluso a un festival de cine fantástico.