Sergio Leone

Las pistolas cantaron a muerte

Para muchos cinéfilos, Sergio Leone no es más que un amor de adolescencia. De aquéllos que te descubren lo que es querer, la dulzura del tacto ajeno, la suavidad húmeda de los besos y, con un poco de suerte, el sexo primerizo. Ese mismo tipo de amor que uno desecha al madurar —«Era muy joven», «No sabía lo que hacía», «Entonces no sabía nada de la vida»—, porque parece que uno no sólo tiene que matar al padre, sino también a aquél que fue, a ese niño con esperanzas y la mirada limpia que una vez fuiste. Todo sea en pos del cinismo que parece exigirnos la sociedad actual, y de sentirnos así más adultos, más maduros. Yo no creo, sin embargo, que la madurez equivalga a renunciar al legado de quienes un día fuimos, sino todo lo contrario: considero que lo lógico, lo enriquecedor, es saber integrar el niño que fuimos en nuestro yo adulto, comprendiéndolo, asimilándolo, y sobre todo aceptándolo como un paso más hacia quien hemos llegado a ser.

Es fácil, gratuito y, la verdad, poco interesante desechar a Sergio Leone por considerarlo un simple director comercial, superficial y poco estimulante a un nivel intelectual. Es entretenido, pero, oh qué vacío, qué falto de fondo. Y en ese sentido voy a darle la razón a algunos de sus detractores: puedo estar de acuerdo en que, seguramente, los spaghetti westerns —me permitiréis que me niegue a usar esa abominación de lo políticamente correcto que es la denominación eurowestern— de los otros grandes Sergios del cine italiano, Sollima y Corbucci, tienen una mayor carga política y psicológica en sus entramados argumentales, pero a cambio, ninguno de ellos ofrece una puesta en escena tan cuidada, tan calculada hasta el más mínimo detalle, como la de las obras de Leone. Ahí reside, en realidad, el mensaje, el legado del director italiano: en su forma de encuadrar, en sus movimientos de cámara, en sus figuras de montaje y, sobre todo, en el exquisito cuidado puesto sobre la dirección artística. Para Leone, cada detalle visual estaba encaminado a crear un riquísimo universo propio, un concepto renovado y fresco del western, mucho más crudo y más directo que su versión clásica, directamente filtrado por la espectacularidad exploit del peplum italiano.

Lo excitante de Sergio Leone es que lo suyo es puro cine. Sin dobleces ni vacuas intenciones artísticas —al menos al principio de su carrera—, sino puro placer de contar historias de género, de reflejar sobre la pantalla su salvaje imaginación visual. El italiano es uno de los primeros cineastas conscientemente posmodernos de la historia del cine, un experimentador incansable, un auténtico animal cinematográfico que prácticamente nació entre cámaras —hay que recordar que sus padres fueron el director de cine mudo Vincenzo Leone y la actriz Edvige Valcarenghi— y que con los años, y tras ejercer de ayudante de dirección en producciones de todo tipo, desarrolló un tremendo talento innato para narrar historias a través de imágenes. Eso sí, el mejor Leone —el que yo considero el mejor, vamos— es también el más puro, el menos contaminado por los halagos y por los esfuerzos de buscar una profundidad innecesaria en sus películas: sigue atrayéndome más la frescura matizada, bien trabajada, de La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), que esa necesidad, autoconsciente y pedante, de trascender todo su cine anterior y rodar el western más grande jamás creado que resulta evidente detrás de las imágenes de (la, aun así, apasionante) Hasta que llegó su hora (Once Upon a Time in the West, 1968).

¿Por qué quitarle importancia a su cine, cuando es uno de los que ha tenido una mayor influencia en el audiovisual del último medio siglo? Si me pusiera a hacer un listado de obras y directores que han absorbido, de una forma u otra, las figuras retóricas de Leone dentro de su propio lenguaje —sobre todo dentro del propio cine de género—, probablemente necesitaría todo mi espacio, y el de mis compañeros, para poder resultar mínimamente exhaustivo. Y no hablo solamente del séptimo arte, sino también de la televisión, los videojuegos y cualquier otra obra relacionada con lo audiovisual. Esa retórica de la pausa dramática, de los clímax hinchados hasta la impaciencia, que el director italiano absorbió y potenció a partir de la influencia sobre su concepto del western del chambara japonés —y, muy especialmente, de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), a su vez muy influenciada por el cine de John Ford—, se han convertido en un tópico recurrente, parodiado y exagerado hasta el hastío, pero que aun así sigue funcionando como el primer día.

En este punto culminante es donde, según los tópicos sobre Leone, debería decir que, además, para aquéllos que no creían en su grandeza como cineasta, éste demostró lo que podía dar de sí con Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984). Y que el ataque al corazón que se lo llevó por delante a los 60 años le impidió alcanzar el cénit de su arte. Pues bien: no es cierto. El punto álgido de su carrera ya se había producido, y fue El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), sin duda la película en la que mejor equilibra su sentido del espectáculo y sus ganas de ir unos pasos más allá del subgénero que había aprendido a crear. Y aunque puedo reconocer la grandeza, el talento cinematográfico que hay tras las imágenes de las magníficas correrías gangsteriles de Robert De Niro y James Woods, no puedo evitar, aunque sólo sea por llevar la contraria, sentir mayor simpatía por dos proyectos mucho menores, e infinitamente más despreciados, como ¡Agáchate, maldito! (Giù la testa, 1971) y Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno; Duccio Tessari, 1973). Sendos retornos de Leone —uno como autor, el otro como productor y codirector en la sombra—, aunque sea a regañadientes, o para reírse de sus propios hallazgos dentro del western, a su arte original como narrador de historias de género.

Se dice que, aparte de producir Un genio, dos compadres y un pollo (Un genio, due compari, un pollo; Damiano Damiani, 1975), Leone también dirigió de forma no acreditada la escena inicial de este modesto spaghetti cómico. Y lo cierto es que la secuencia funciona como una versión low cost, de aire jocoso, de la presentación de Henry Fonda en Hasta que llegó su hora, pero conservando el pulso narrativo y el manejo de la tensión que siempre caracterizó al director italiano —los movimientos de cámara y el uso de los entornos naturales son brillantes: no es por despreciar a Damiani, pero ese uso del scope está algo por encima de sus posibilidades—. Ahí resurge, alejado de la presión de sus admiradores, de las expectativas creadas por sus films anteriores, el Sergio Leone fresco y divertido, capaz de mezclar el western con la novela picaresca, que yo he acabado echando en falta en sus obras más ambiciosas.

Con motivo de los 100 números y meses de publicación, hemos elaborado un recorrido personal por los directores históricos y contemporáneos más importantes para nosotros: Cien miradas de cine, un libro colectivo del equipo de miradas.net, del cual este artículo es un avance.