Eastwood parece traspasar así de la carnalidad a la leyenda. No es un personaje concreto el que se pasea o se arrastra por el relato, sino un mito reencarnado. Su vagar crepuscular adquiere notas paradójicas entre la épica y el humor. Incluso algunos de los momentos más estridentes e improbables —cuando es objeto de la seducción de la madre de Rafo, o cuando intenta domar un caballo salvaje— tienen un aura de egocentrismo sarcástico que los trasciende
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