Tras Mula (The Mule, 2019), que parecía ser su despedida de la interpretación (no así de la dirección), Clint Eastwood ha vuelto en su doble faceta como director y protagonista. Su nuevo filme, Cry Macho (íd., 2021), es un título que se mueve en las mismas coordenadas que aquel, planteando una elegía amable con estructura de road-movie fronteriza, al tiempo que indaga de nuevo, como en Gran Torino (íd., 2009) o Million Dollar Baby (íd., 2004), en las relaciones intergeneracionales entre personajes solitarios carentes de afecto. A estas alturas, solo por la admirable osadía de Eastwood que con más de noventa años vuelve a colocarse delante y detrás de la cámara, el filme merecería atención y reconocimiento. Pero es que, además, pese a la fría acogida crítico-comercial y sus puntuales desaciertos, Cry Macho es una obra verdaderamente apreciable, que roza la excelencia en diversos momentos, y que vuelve a dar muestra de la enorme sabiduría cinematográfica de su artífice.
El filme, que adapta una novela de los setenta, firmada por N. Richard Rush, y con guion de Nick Schenk, se ambienta en los años ochenta. Eastwood encarna a un cowboy de rodeo en el ocaso de su vida, en lo que parece la extensión de algunos personajes anteriores de su filmografía, como Bronco Billy. El personaje absorbe de modo natural los atributos del mito, por lo que no necesita excesiva presentación. Nada más empezar la película, un viejo jefe y amigo (encarnado por el cantante country Dwight Yoakam) le encarga que busque a su hijo en México. La excusa para el viaje es rebuscada e inverosímil —realmente Eastwood resulta demasiado mayor para el papel—, pero una vez iniciado el desarrollo, se asume con naturalidad por el espectador. El cowboy cruza la frontera y tras una chirriante escena —la más fallida del filme— en que discute con la madre del chico (una madura seductora espídica y millonaria que parece salida de una telenovela, encarnada de modo muy sobreactuado por Fernanda Urrejola) se encuentra con Rafo (Eduardo Minett), el joven coprotagonista, y con su gallo de pelea, Macho. Los tres inician el retorno, en lo que supone un desarrollo argumental convencional, acosados por los matones contratados por la madre del chico, y por la policía.
Los dos protagonistas, el viejo sin familia, que perdió a su esposa e hijo en un accidente, y el adolescente cuyos padres son inservibles, aunque se lo disputen como un trofeo, vagan por los desérticos paisajes mexicanos. En su huida, los personajes encuentran su particular refugio en una aldea mexicana, donde el joven aprende a domar caballos y parece enamorarse de una chica de su edad, y el viejo encuentra el amor entrañable en una tabernera viuda (Marta Traven). Como en Peckinpah o en Ford, los héroes cansados buscan simplemente el retorno a una suerte de paraíso perdido o no encontrado, aunque esto les conduzca a nuevas batallas. Las escaramuzas con los villanos o con la policía resultan escollos anecdóticos, que impulsan levemente el relato hasta su desenlace, y que permiten ver a Eastwood soltando su penúltimo puñetazo, pero que no vehiculan el trasfondo poético. La historia central es la de dos personajes que se encuentran y se complementan. Eastwood opta por un relato más esperanzado que en ocasiones, aunque en parte esconda una amargura latente si se mira con atención. Basta para ello contemplar el mejor momento de la película: la confesión del viejo cowboy al niño en un santuario, en penumbra total, tapado por el sombrero y dejando que el brillo de una lágrima conforme el único movimiento del plano. Una escena tan austera como emocionante, que solo está a la altura de los grandes.
El viejo Eastwood, en la piel del vaquero desastrado y extemporáneo, se desplaza lenta y torpemente por el encuadre, pero a pesar de todo lo llena de forma total. Su presencia fantasmagórica, a veces esquelética, encierra todavía una presencia incólume, llena de autoironía. El personaje (y el actor) mira de frente a la muerte, mientras se burla de los vivos. El antihéroe encarnado por Eastwood se refugia en su Inisfree particular, polvoriento y fronterizo donde encuentra la paz. Su muerte figurada se ha producido antes, de manera metafórica, cuando en uno de los más bellos planos de la filmografía del director, el personaje, filmado a contraluz, se tumba en el ocaso del desierto y se confunde con el paisaje. Eastwood parece traspasar así de la carnalidad a la leyenda. No es un personaje concreto el que se pasea o se arrastra por el relato, sino un mito reencarnado. Su vagar crepuscular adquiere notas paradójicas entre la épica y el humor. Incluso algunos de los momentos más estridentes e improbables —cuando es objeto de la seducción de la madre de Rafo, o cuando intenta domar un caballo salvaje— tienen un aura de egocentrismo sarcástico que los trasciende. Eastwood se niega a aparecer como un anciano impotente: camina, se arrastra, golpea, baila boleros y monta a caballo. Su historia plantea que la vejez no tiene por qué ser una barrera para la acción, sea en el plano físico o en el sentimental, al menos en su caso.
Pese a sus limitaciones, la película, aupada por la solidez de una puesta en escena transparente, con una fuerza visual que se aprovecha de la integración de las figuras en el paisaje rocoso, con un ritmo sostenido y un pulso narrativo que ya querrían muchos, sumado a un puñado de secuencias memorables, demuestra que Eastwood sigue siendo, esperemos que por mucho tiempo todavía, el mejor autor americano vivo y que como los viejos maestros clásicos, como Hawks, realiza una nueva variación sobre sus temas predilectos, quizá en tono menor, pero aportando siempre notas transparentes y lúcidas.