La teoría de autor y el cine americano

Resulta especialmente significativo que una de las teorías que mayor incidencia ha tenido en la valoración de la importancia y prestigio de los cineastas, cuente con un complicado proceso de nacimiento y desarrollo, y, sobre todo, haya dado lugar a abundantes —y relevantes— equivocaciones y falsos prestigios, muy evidente en su aplicación a la estimación del cine americano y sus responsables. Quizá habría que empezar por un planteamiento general que explicase como la mayor parte de los innumerables errores de valoración que se han cometido, provienen de una literal y errónea trasposición de los planteamientos europeos al cine americano, fruto del escaso conocimiento de sus autores-críticos respecto al funcionamiento del cine americano.

La teoría de autor se gesta en Europa entre finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta y alcanza ya una formulación más elaborados a los pocos años de la aparición de Cahiers du Cinema, que vio la luz por vez primera en 1951. La creación de la teoría de autor supone una curiosa mezcla, de planteamientos elementales y excesivos. Elementales porque parte del trasvase al campo cinematográfico de planteamientos autorales perfectamente establecidos y reconocidos en el campo literario desde muchos años antes. Excesivos porque dicha trasposición llevada a cabo sin matices, incurría en groseras simplificaciones que acabarían generando errores de grueso calibre.

Convendría recordar que, aunque relativamente colateral, hay un tema que casi nunca se toma demasiado en consideración, consistente en que los redactores de Cahiers —con la única excepción de André Bazin— querían todos ellos entrar a formar parte de la industria como directores y por lo tanto defendiendo la postura del director como autor, estaban de alguna manera reivindicando su voluntad de ser autores y posibilitando y facilitando su asalto a la industria, que era, obviamente su verdadero objetivo primordial. Los autores de algunos artículos, claramente tendenciosos, que rápidamente adquirieron notoriedad a causa de su virulencia, han reconocido, con el paso de los años, que esa era realmente su verdadera finalidad.

François Truffaut en el rodaje La noche americana (1973)

Pero entremos en el verdadero núcleo de la cuestión: A tenor de lo publicado en el diccionario de la RAE se dan de la palabra autor cinco acepciones entre las cuales parece que la tercera es la que nos puede resultar de mayor utilidad: “Persona que ha hecho alguna obra científica, literaria o artística”.

Curiosamente un poco más abajo aparece otra acepción que nos parece pertinente puesto que se refiere, ni más ni menos que, al cine de autor: “El realizado por un director que además es guionista, y procura imprimir a su obra un estilo propio”. De nuevo resulta imprescindible enmarcar este nacimiento en su época y en los planteamientos de sus responsables. Los redactores de Cahiers poseían una notable cultura literaria y de forma subsidiaria una cierta cultura teatral. Obligatoriamente serán por tanto esas las referencias que utilizarán como base a la hora de plantear sus propuestas. De acuerdo con la definición de la RAE estaríamos en la segunda (por referencia) —pero fundamentalmente en la tercera posibilidad (por aspiración y futura profesión) de las acepciones de autor transcritas más arriba—. Quizá también merezca la pena detenerse en este punto. Recelosos ante la escasa consideración intelectual y cultural que el cine —que se inició como atracción de barraca de feria, conviene no olvidarlo— los críticos cahieristas defendían que el cine era un arte absolutamente equiparable en importancia y trascendencia a la pintura o a la literatura. Ahora bien, al llevar a cabo esta equivalencia surgían algunos problemas que era preciso resolver: Indisolublemente unido al concepto de arte estaba lógicamente el concepto de artista, responsable de la obra de arte. En el caso de la literatura o de la pintura no surgían demasiados problemas, puesto que difícilmente se podría plantear, ni siquiera concebir, que el editor, o el marchante, fueran considerados los máximos responsables de una novela o un cuadro. La cosa no parecía tan sencilla en el caso del cine. Los citados previamente son fundamentalmente oficios individuales, mientras que una película es el resultado de un conjunto de aportaciones, que con frecuencia ha sido considerado como un trabajo colectivo. Pero el hecho de ser un trabajo colectivo dificultaba enormemente la posibilidad de asignar un único responsable a la película, que se vería investido por tanto de la consideración de autor y por elevación de la de artista. Un breve repaso a otras artes más o menos similares tampoco ayudaba a resolver el problema. Nadie —en aquella época— se atrevía a plantear la posibilidad de que el director de orquesta pudiera parangonarse al músico, y por lo tanto pudiera ser considerado coautor. Más cercano —tanto en sus planteamientos como por el conocimiento que de él tenían los críticos— era el teatro. Si de nuevo —en aquella época— nadie discutía que la autoría recaía sobre el escritor de la obra teatral, tímidamente se alzaban voces que pretendían dar una cierta relevancia tanto al adaptador —algo que el planteamiento cultural anglosajón de la fidelidad como máximo valor restringía notablemente— como sobre todo al director de la obra, que vendría a ser el equivalente más cercano del director de cine. Pero siguiendo este modelo aparecía un problema: por pura lógica habría que concluir que el guionista tenía que ser responsable de la película y por lo tanto la autoría habría de recaer en él, lo que evidentemente estaba muy lejos de ser lo que pretendían e interesaba a los futuros cineastas, cuya aspiración no eran en absoluto convertirse en guionistas, sino en directores. Aunque, con el paso del tiempo, parece evidente que hicieron trampas en el proceso —porque eran perfectamente conscientes de la hipertrofia de la importancia del director que suponía semejante planteamiento— un hecho parcialmente cierto en Europa, pero absolutamente falso en EE.UU., vino en su ayuda. En Europa —y probablemente en Francia sucediera con mayor frecuencia— no era excesivamente extraño que el director tuviese mayor o menor intervención en el guion, y esta situación permitía que se asignase al director el calificativo de autor y por lo tanto se consiguiese alcanzar lo que estaban buscando, convertir al director en máximo responsable de la película y por lo tanto en autor. Pero semejante construcción presentaba algunas debilidades bastante obvias. La primera, evidentemente era: ¿qué pasaba con aquellas películas en las que el director no era el guionista? Eso obligó rápidamente a que junto a los autores se acuñase otro termino que podríamos traducir como artesanos que englobaría —por exclusión— a todos aquellos que no cumplieran esos requisitos, lo que vendría a establecer dos compartimentos estancos: las de los autores que eran los únicos que merecían la pena, y la de aquellos que no eran autores, que resultaban automáticamente descalificados. Pero tampoco esa división despejaba todas las incógnitas, ni resolvía los problemas, puesto que existían directores que les gustaban, que no cumplían los requisitos, y por lo tanto no podrían ser considerados autores, y otros que, cumpliendo los requisitos, no entraban dentro de sus preferencias. Entonces solo quedaba una solución y era concluir que para alcanzar la autoría ya no era imprescindible la simultaneidad de las tareas de guionista y director, sino que, aunque solamente se fuera responsable de la dirección se podía ser autor, si la mise en scene poseía una serie de cualidades —nunca explicitadas— que fueran lo suficientemente trascendentes para que sus responsables pudieran entrar por derecho propio en el olimpo de los elegidos. Y de paso se resolvía el otro problema: aquellos que cumplían teóricamente los requisitos, pero no gustaban a los de Cahiers, podían simplemente ser excluidos a causa de su errónea mise en scene, y por consiguiente debían ser rechazados ya que carecían de las virtudes que les permitirían ocupar un puesto en el tan codiciado olimpo de los cineastas.

Cluade Chabrol

Claude Chabrol

Cualquier persona sin excesivas cualidades de observación, puede darse cuenta de que, si se analizan las ceremonias de entregas de premios en un certamen europeo y en uno estadounidense, puede llegar a la conclusión de que existen notables similitudes, pero también algunas diferencias. Si comparamos los más famosos entre los existentes en ambos continentes, es decir el Festival de Cannes por parte europea y la entrega de los Oscar por parte americana, podemos llegar a la conclusión de que coinciden en el que el más importante de los premios, es el que se otorga en último lugar. En Cannes La Palma de Oro premia a la mejor película presentada en la sección oficial del festival y en el caso de los Oscars se entrega a la mejor de las películas producidas en el año anterior. Pero a la hora de recoger el premio aparecen algunas significativas diferencias. En el caso del festival francés es el director el que habitualmente recoge el premio, mientras que en los Oscars es el productor el encargado de recibir el trofeo. Semejante diferencia ¿es únicamente una costumbre, o responde a algo más importante? La verdad es que responde a algo mucho más significativo porque escenifica parte de las diferencias de concepto existentes entre el cine estadounidense y el europeo, en lo referente a quien es su máximo responsable. Para los académicos que conceden los Oscar es evidente que es el productor el máximo responsable de la película, mientras que en Europa se da por válido que el responsable último de una película es su director. Este diferente planteamiento tiene su justificación por una parte y su repercusión por otra. Su justificación porque siempre, aunque de una manera mucho más evidente durante la época del star system, la forma en que estaban diseñados las grandes productoras estaba perfectamente claro en el cine USA y caminaban en esa dirección. La estructura de los estudios y las funciones de quienes estaban al frente de cada uno de ellos no dejaban la más mínima duda de cuál era la jerarquía. El máximo responsable del estudio en el campo de la producción tenia a sus órdenes a toda una serie de trabajadores fijos que se encargaban de llevar a término los deseos (órdenes) del productor. De una manera esquemática el planteamiento era el siguiente: el gran jefe decidía que película iba a producir el estudio y designaba a un productor de su confianza entre los que tenía contratados a sueldo, para que pusiera en marcha el proceso. Este productor encargaba a uno o varios guionistas —juntos o por separado— la confección de un guion a partir de los presupuestos ya establecidos. Una vez que los guionistas —también a sueldo— hubieran llevado a cabo su trabajo, el productor decidía si era necesario modificarlo. Se hacían tantos cambios como fuera preciso —por los mismos o, con bastante frecuencia, por otros guionistas— hasta que el productor decidía que el guion estaba terminado y se pasaba a la fase siguiente en la que se elegía el equipo encargado de filmar la película, lo que incluía el reparto, y el equipo técnico. Este equipo técnico incluía al director, que recibía el guion ya terminado y el reparto decidido —al menos en los principales papeles—, y que se limitaba a ser una pieza más en el engranaje de la cadena. Lo que acabo de describir era el sistema general, lo que no quiere decir que no existieran excepciones. Pero a nadie se le oculta que sobre estos presupuestos era absolutamente ridículo plantear que el director era el verdadero autor de la película. Parece ser que la única razón residía en un total y absoluto desconocimiento del sistema de funcionamiento de la industria cinematográfica de EE.UU. Pero la interrogante persiste: ¿Cómo unas personas inteligentes —aunque inequívocamente implicadas y sesgadas— podían equivocarse de forma tan grosera y elemental? No resulta fácil dar una respuesta definitiva a esta pregunta, pero puedo adelantar algunas circunstancias que quizá contribuyeran de forma notable a que esto sucediera, y confirmar que, en la última entrevista que tuve la oportunidad de hacer a Claude Chabrol —uno de los directamente implicados en el planteamiento— en 2009, poco antes de su muerte, me confesó que mis suposiciones estaban fundadas y podían acercarse bastante a la verdad de lo sucedido. Pienso que sustancialmente el origen del error estaba en dar por supuesto que la estructura de la industria en EE.UU. era similar a la europea. Eso supone que, por regla general, el director está en el origen de la película, que tiene posibilidad —otra cosa es que la ejerza— de colaborar en el guion, y que por lo tanto es la persona que realiza el seguimiento de todo el proceso, por lo que cabría la posibilidad de pensar en él como un posible autor. Pero en muy poco se parece este proceso al descrito para el cine americano, con lo que la transposición de los planteamientos del cine europeo al cine americano no podía producir otra cosa que una enorme distorsión, que acabó por traducirse en clamorosos errores de perspectiva y de valoración.

La diferencia de funcionamiento entre ambas industrias tiene también su repercusión. En la legislación cinematográfica estadounidense el propietario de una película es, a todos los efectos, el productor, sin que exista ni remotamente algo que normalmente se denomina propiedad intelectual. En Europa —aunque la legislación es diferente en los distintos países—, existe una regulación de los derechos de autor —que engloba a diferentes responsables de una película, pero que tiene en común que incluye al director— que protege el trabajo del director, le adjudica un dinero por cada exhibición pública, y sobre todo le asegura un control sobre su trabajo y una forma legal de defenderse contra las imposiciones o interferencias de los demás en su trabajo. Pero hay mucho más. Casi siempre —aunque quizá se pudiera ahorrar el casi— en Europa el director es el que se encarga —antes en la moviola, ahora en el ordenador— de dar las órdenes a un técnico especializado —el montador— a la hora de decidir que planos, en qué orden y qué duración deberán tener cada uno a la hora de incluirlos en el montaje final que será exhibido ante el público. En EE.UU. el productor, una vez terminado el rodaje, enviaba el material al montador del estudio que él había elegido y le daba las instrucciones necesarias para que llevase a cabo la tarea bajo su supervisión. En numerosísimas ocasiones el director no pisaba la sala de montaje y frecuentemente no llegaba a conocer al montador encargado de la película. Hay numerosos casos documentados, pero no me resisto a traer a colación lo ocurrido a José Luis Borau cuando estaba rodando Río abajo, y que se publicó en su momento en la entrevista que le hice con motivo del estreno de su película en nuestro país. Como la historia es suficientemente larga remito al lector a la entrevista en la que el realizador aragonés lo contó con todo lujo de detalles [enlace], pero que cabría resumir de una forma muy somera en que los montadores —ayudantes o auxiliares de montaje dadas las circunstancias—, estaban dispuestos a trabajar sin cobrar, —o al menos aplazar su estipendio— pero se negaban rotundamente a que Borau les dijera como había que montar la película. El realizador tuvo que prescindir de seis de ellos antes de encontrar alguien que aceptase sus condiciones. Si los críticos de Cahiers hubieran sido un poco más rigurosos, habrían encontrado una gran cantidad de datos que les hubiera llevado a ser más cautos a la hora de aplicar su teoría al cine americano. Que lo ocurrido con Borau, no suponía un hecho aislado, es evidente si se conoce algo tan significativo como era la existencia del final cut, una especie de recompensa que la industria americana concedía a sus más preclaros directores, consistente en que el estudio aceptaba incluir en sus contratos ese llamado final cut, que suponía que el director tenía derecho a ver el montaje final y expresar su opinión sobre dicho montaje, lo cual no suponía en absoluto que su manera de pensar fuera tomada en cuenta, sino que era el productor quien decidía si la tomaba o no en consideración. Pues bien, semejante prerrogativa únicamente la alcanzaron muy escasos directores a lo largo de la historia del cine americano —algunos aseguran que no pasan de cuatro: Frank Capra, John Ford, George Stevens y William Wyler— lo que no permite la más mínima duda sobre en quien residía la capacidad de decisión en cada uno de los momentos de la fabricación de una película.

Quizá desde ese punto de vista se puede entender la reacción de Samuel Goldwyn ante algunos que hablaban de Los mejores años de nuestra vida como una película de William Wyler, que exclamó indignado: “¿Como que una película de Wyler? ¡Si el solo la ha dirigido!”.

La teoría del autor y el cine americano

Rodaje de Misión de audaces (1959) de John Ford (sentado con gafas)

Pero existen datos mucho más contundentes: la última huelga —excluyendo la de los guionistas de 2007/2008— que se recuerda en Hollywood en la que los directores participaron y que incluía reivindicaciones profesionales, se remonta a 1952. En ella los directores de serie A mantenían que, aunque por contrato tenían derecho a tener el guion de la película 48 horas antes del comienzo del rodaje, consideraban que debía aumentarse el plazo a 72 horas. Equivalentemente el resto de directores —series B, C, etc.— a los que el contrato garantizaba poseer el guion con 24 horas de antelación, pedían que se ampliase a 48. La guinda del pastel la pone el hecho de que en ambos casos las peticiones de los directores no fueron atendidas ni aceptadas. Quiero que quede muy claro que estoy hablando de la situación general, de la normativa que utilizaban los estudios, lo cual no quiere decir que no existieran excepciones, pero siempre tenían la consideración de excepciones. El problema viene porque los defensores de la teoría de autor tomaron la excepción como regla, y la regla como excepción. El caso más claro fue precisamente el debut de Welles con Ciudadano Kane en 1940. Pero la gran noticia —dentro del ámbito de la industria— era que por primera vez un estudio firmaba un contrato en blanco para poder incorporar al cine al niño prodigio del teatro y de la radio. Pero incluso en ese caso el contrato solo era por tres películas y todos conocemos cómo acabo el tema, visto que los resultados económicos no se correspondieron con las expectativas previstas por los productores. De todas formas, cada contrato particular explicitaba las condiciones para cada película y podían ser diferentes de unas a otras. De hecho, fue mucho más tarde cuando los directores que tenían pretensiones de expresar un punto de vista propio en las películas comprendieron que la única posibilidad de conseguirlo era convirtiéndose en su propio productor, y a partir de ese momento ese fue el camino inevitable por el que todos ellos se vieron obligados a transitar.

Pero hemos obviado hasta el momento un problema de enorme gravedad, que los partidarios del cine de autor resolvieron de forma tan simplista como falta de rigor. Ya hemos comprobado que, al tratarse de un medio de expresión colectivo, es muy discutible que quepa asignar la categoría de autor al director. Pero es que —y siguiendo el ejemplo literario que les sirviera de modelo— incluso aceptando la premisa previa, es bastante evidente que podrían existir autores buenos y malos. Nadie puede poner en duda que tan autor es Dostoievski como Marcial Lafuente Estefanía, pero parece bastante difícil de aceptar que, puesto que ambos son autores, sus obras tienen, por consiguiente, un valor similar. El triple salto mortal que los cahieristas llevaron a cabo fue que acumularon dos planteamientos diferentes en su concepción de la autoría. Por un lado, sería la constatación de un hecho, en el sentido de que el director es el máximo responsable del producto terminado. Pero si esto en numerosas ocasiones podía ser discutible o incluso claramente erróneo e inexacto, mucho mas grave fue conferir una valoración necesariamente positiva al hecho de ser considerado autor. Llegaron a afirmar en numerosas ocasiones que la peor película de un cineasta al que ellos adjudicaban la condición de autor era siempre más interesante que la mejor obra de un cineasta que ellos consideraban que no era autor. La endeblez de semejante argumentación es obvia al establecer una equiparación automática entre calidad y condición de autor, a todas luces desprovista de lógica y carente de sentido. Aun aceptando la primera parte de su propuesta, a nadie se le puede escapar que —siguiendo el ejemplo literario ya expuesto— existen autores buenos y malos, y que lo importante es ser capaz de explicitar aquello que distingue a uno de otro. Pero semejante planteamiento es escamoteado ya que el solo hecho de ser considerado autor implicaba ya una valoración extraordinariamente positiva, lo que conducía al absurdo de que no existieran autores malos.

Hasta aquí, todo podría resultar mas o menos aplicable tanto a la producción europea como a la de EEUU. Pero en la segunda opción, en muchas de las ocasiones, esos autores tan admirados no tenían ni remotamente el control de las películas, por lo que resultaba absolutamente imposible que pudieran ser los responsables de ellas. En su afán de defender el cine americano, no podían aceptar —pese a la existencia de precedentes como los de F.W. Murnau, Viktor Sjostrom, etc.— que directores que ellos admiraban por su trabajo en Europa, dirigieran luego películas decepcionantes en EE.UU. El caso de Fritz Lang es paradigmático, pero podríamos añadir los de Max Ophuls, Jean Renoir y tantos otros. Ni siquiera las declaraciones de los dos primeros cineastas sobre sus condiciones de trabajo en la industria americana lograron abrirles los ojos. Pero los reveses mayores los habían de sufrir con aquellos que trabajaron en ambas industrias en distintos momentos de su carrera cinematográfica. Los ejemplos son muchos, pero voy a ceñirme a dos que considero especialmente significativos, fundamentalmente por su trayectoria, pero también porque tuve la oportunidad de hablar extensamente con ellos de este tema. El primero corresponde a Alexander Mackendrick, director escoces nacido en Boston, hombre de extraordinaria lucidez, que tras una fructífera carrera en la Ealing inglesa con títulos tan excelentes como El hombre del traje blanco o El quinteto de la muerte, recaló en EEUU donde tras una experiencia lamentable —El discípulo del diablo— rodó su primera película americana con el título de El dulce sabor del éxito. Respondiendo a una de mis preguntas en su casa de Los Ángeles, cuando ya retirado —más o menos a la fuerza— se dedicaba a la enseñanza de cine, declaró:

—La pregunta es obligada, ¿tenías control sobre los guiones que rodabas?

—Desgraciadamente, muchas menos veces de las que yo hubiera querido. En algunos casos sí tenía control de los guiones, pero en otros —y probablemente en ésos nunca debí hacer las películas— no. En el caso de El hombre del traje blanco sí tuve control del guion, porque el primer argumento o el primer tratamiento del guion lo hice yo. Pero la verdad es que, como forma de trabajo, siempre he intervenido en los guiones con el escritor. Y me he encontrado con bastante frecuencia con que se me ha atribuido determinados méritos que pertenecían al escritor, o en todo caso al trabajo conjunto del escritor y mío. Y eso me parece horrible. Esa hipertrofia de la importancia del director, que hemos venido padeciendo en los últimos años, me parece siniestra, engañosa, falsa y perjudicial para el desarrollo de las películas. El dulce sabor del éxito es una película de Clifford Odets y no mía, al menos en lo fundamental.

El otro es Dassin, que en su primera época en USA suscito la admiración de Cahiers, fundamentalmente por La ciudad desnuda (The Naked City, 1948) y Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, 1949) cuando Fuerza bruta (Brute Force, 1947) y La noche y la ciudad (Night and the City, 1950) estaban muchísimo más logradas. Como consecuencia del desencadenamiento de la caza de brujas, Dassin, militante del Partido Comunista se ve obligado a ir a Londres a rodar La noche y la ciudad y a continuación permanecer en Europa exiliado. Como Dassin se queda durante un tiempo a vivir en Francia, contó, con pelos y señales, tanto su etapa en la MGM —conmigo se negó a hablar de ello por dos razones: «porque fue una mierda y porque fui muy desgraciado en aquella época»— como que las insuficiencias de La ciudad desnuda fueron consecuencia del montaje que hizo el estudio en contra de su voluntad, y la rabia e impotencia que sintió cuando vio el film. Pero cedámosle la palabra:

—La gente puede pensar que al menos fue una forma de educación ser director bajo contrato en la MGM, aprendiendo donde colocar la cámara….

—Quizá, pero ¿puede figurarse que salvo dos o tres films de los que hice, nunca conocí al guionista? Te encontrabas en la siguiente situación: Louis B. Mayer te llamaba a su despacho, y te enseñaba un guion: «Te estoy confiando a mi estrella más importante: Joan Crawford». Alargabas la mano hacia el guion y decías «me gustaría leerlo». Le enfurecía que quisieses leerlo lo primero. Recuerdo haber intentado durante semanas tener una reunión sobre el guion de Reunión en Francia, con Joan y los ejecutivos del estudio, porque el guion no tenía ningún sentido. Al fin tuvimos esa reunión, y la única cosa que se discutió fue como podríamos arreglarnos cuando Joan Crawford lo perdía todo por su generosidad con la Resistencia, para vestirla de manera que gustase a sus fans. Esa fue toda la reunión sobre el guion y duró horas y horas.

La teoría del autor y el cine americano

Night and the City (1950), de Jules Dassin

Cuando Jules Dassin llega a Europa a comienzos de los años cincuenta, se le saluda como un director comprometido y padre de un cierto neorrealismo americano. De forma que cuando Dassin llega a Francia, es un director de moda, al que la prensa apoya incondicionalmente. Así, cuando en 1953 se le impide rodar L’Ennemi public nº1 debido a que su nombre aparece en las listas negras de Hollywood, la reacción inmediata de la crítica es defenderle. Dassin realiza posteriormente Rififí —un encargo que se salda con otro éxito rotundo—, y tras ésta El que debe morir, según el propio Dassin su primera película libre, y de la que —por primera vez— sus antiguos defensores dijeron barbaridades como estas:

Hay que reconocer que nos equivocamos al felicitarnos, hace algunos años, por la emancipación del cine americano, porque en realidad era el comienzo del fin, empezando por Stanley Kramer y la desaparición de los métodos tradicionales de fabricación de películas.

Nos decíamos: el cine americano nos gusta, y sus cineastas son esclavos. ¿Cómo será cuando sean hombres libres? Y a partir de que son hombres libres hacen películas de mierda. A partir de que Dassin es libre, va a Grecia y hace El que debe morir. En definitiva, nos gustaba un cine de pura fabricación en serie, donde el director era únicamente una pieza más del engranaje durante las cuatro semanas de rodaje, y cuyo montaje era llevado a cabo por alguien diferente, incluso en el caso de un gran autor. Era lo que nos dijo Ophüls en el número 54, pero nosotros no nos dimos cuenta de hasta qué punto era vital para el cine americano trabajar en esas condiciones. Puesto que la libertad en el cine la merece muy poca gente: supone un control de demasiados elementos diferentes, y es muy raro que la gente tenga talento en todos los estadios y momentos de la fabricación de una película. (Truffaut)

Eran prisioneros y trataban de evadirse. Se hicieron mucho más cautos y tímidos de lo que eran antes. Es algo alucinante. Estoy seguro de que hoy Dassin no podría ni pensar en hacer Mercado de ladrones. (Chabrol)

No es la película que querría hacer un hombre libre. Tienes que estar en la nómina para hacer esa película. Era buen cine a sueldo. (Truffaut)

Más vale un buen cine de asalariado que un mal cine de autor (Pierre Kast)

Se trata de una de las ocasiones en que hay muy poco que añadir a lo que dicen los integrantes en este coloquio con motivo del numero doble extraordinario que Cahiers dedicara al cine americano. Pero resulta extraordinariamente significativas esas palabras de Truffaut y de Kast, que ya a comienzos de 1964 venían a reconocer gran parte de los errores que pretende poner de relieve el presente texto.

Especial interés reviste las concluyentes palabras de Truffaut: «En definitiva, nos gustaba un cine de pura fabricación en serie, donde el director era únicamente una pieza más del engranaje durante las cuatro semanas de rodaje, y cuyo montaje era llevado a cabo por alguien diferente, incluso en el caso de un gran autor, que resultan muy difíciles, de conjugar con su defensa a ultranza del cine de autor, y que prueba que se cambiaba la argumentación según convenía en cada caso concreto. Finalmente prueba que —aunque muchos años después— eran perfectamente conscientes del funcionamiento de la industria USA, con lo cual la hipótesis del desconocimiento queda seriamente puesta en cuestión.»

Como final un mal gesto muy frecuente en el caso de Truffaut, como es tratar de justificar los errores propios con una explicación tan ridícula como absurda: la culpa de todo la tiene “que la libertad en el cine la merece muy poca gente” y que trataba de trasladar su responsabilidad a los demás. Curiosamente, entre las numerosas contradicciones que estas líneas ponen de relieve, es de destacar que —al parecer— algunos de los autores que ellos defendían eran ciertamente unos grandes artistas, pero no tenían “talento en todos los estadios y momentos de la fabricación de una película”. ¡Y solo eran capaces de conseguir obras maestras en cautividad!

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