Qué difícil es ser un dios, de Aleksey German

Cómo ser un dios y morir en el intento

Qué difícil es ser un dios

Resumen 2015. TOP 14

Antes de saber si es difícil ser un dios, habría que preguntarse si merece la pena. Sobre todo si tus súbditos —reconociendo así que el poder de un rey es de origen divino, donde solo existe la servidumbre— son de lo peor que hay. Cuestionarte tu propio pasado, que es aquello que estás observando, y decidir si hay un futuro solvente para la civilización que vendría después de este desastre en el que estás metido. Ante este panorama, el susodicho ser superior caería irremediablemente en la frustración, odiando sin remisión a sus vasallos. Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, Aleksey German, 2013) solo puede ser contemplado como un milagro, atendiendo al difícil, vulgar y banal paisaje que nos rodea. Su diseño remite a los tiempos de la Mosfilm, cuando el cine era cuestión de estado y, más allá de su trasfondo de adoctrinamiento ideológico, la factura de las películas no dependía de las demandas de un supuesto —por inexistente— espectador medio. Que su guión haya sido construido durante tres décadas, su rodaje se haya extendido durante los primeros trece años del siglo XXI y su director haya muerto ante de ver terminada su gran obra podrían parecer anécdotas para rellenar una pregunta del Trivial Pursuit (quesito rosa). Pero son parte indefectible del espíritu indomable de esta producción: el espíritu kamikaze que, como bien puntualizó José Francisco Montero en la obra que él mismo coordinó: A tumba abierta. El cine kamikaze (Macnulti Editores, Madrid, 2014), define a las películas que ciertos cineastas sentían que debían realizar sí o sí, por encima de todas las dificultades habidas y por haber.

Las concomitancias entre esta película y la filmografía de otro director soviético, Andrei Tarkovsky, son abundantes. El director de Solaris (Solyaris, 1972) ya realizó una adaptación de los hermanos Strugatski, transfiriendo el peculiar universo de Picnic extraterrestre (Piknik na obochine, 1977) a los desolados paisajes de Stalker (íd., 1979). El misterio de sus imágenes, sus largos planos secuencia, la potente fotografía en blanco y negro y la cadencia de la acción tiñen Qué difícil es ser un dios como también lo hicieran en Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966), otro ejemplo de que la Edad Media era un lugar sucio, húmedo, apestoso y desapacible. Recorremos espacios opresivos, moldeados por los jirones de una sociedad que parece rechazar el título de civilización. Todo es tan matérico y son tantos los personajes que miran a cámara que nuestra presencia nos hace ser los verdaderos extraterrestres de la función —y no ese científico convertido en dios / señor feudal, del que solo sabremos su verdadero origen más por las notas de prensa, que no cesan de mencionarlo, que por el propio argumento de la cinta, que deja caer muy hacia el final ese asunto como Gene Wolfe introducía ciertas rarezas en sus novelas fantamedievales. Para ver Qué difícil es ser un dios hay que ponerse literalmente en el lugar de la cámara, en el set de rodaje: explicar lo que ha llevado meses de planificación, coreografiar actores que se pierden en el horizonte del escenario, sincronizar acciones y efectos para conseguir el necesario verismo, convencer al protagonista para que se cubra de mierda hasta las cejas… Hay que imaginar el proceso de una producción cuyo objetivo es transmitir la dificultad de ser un dios. O, como en nuestro planeta lo llamamos, un director de cine.

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