Lo que el tiempo se llevó
Comenzaré diciendo que no me gusta Australia. Creo que se trata de un auténtico catálogo de tópicos y lugares comunes, un filme aquejado de una absoluta carencia de propuestas propias e, incluso, con algunas escenas directamente ridículas. ¿Por qué me planteo, entonces que, en cualquier caso, no deberíamos despachar tan rápidamente esta película? Porque, aunque se trate de una obra indiscutiblemente mediocre, la desinhibición con que maneja ciertos códigos cinematográficos, considerados “vulgares”, nos debe alertar sobre su autoconsciencia; y, además, su éxito nos obliga a realizar algunas reflexiones sobre el estado general del cine contemporáneo.
Y es que este año 2008 ha sido el tiempo en el que, mientras las mentes pensantes de Hollywood —y de algunos independientes— pergeñaban el modo de sacar al público de sus casas y reconstruir de nuevo un futuro para el séptimo arte, en Europa nos peleábamos por ver quiénes éramos los más “duros”, quiénes éramos capaces de defender películas más largas, más lentas y más crípticas. Es más o menos la historia de siempre, aunque, a medida que pasan los años, cada vez más contaminada de un artificio inane por el lado europeo. No estamos, bajo ningún concepto, en la época en que el cine de Ingmar Bergman era capaz de lograr colas interminables en los cines de Gran Vía, en Madrid; y, no nos engañemos, no estamos en las buenas épocas de nuestros Antonioni, Dreyer, Buñuel o Malle. En los días que corren, las más de las veces, no se realizan filmes difíciles como expresión de un mundo personal, sino como una inmensa ambición por epatar, como un deseo de los cineastas por poner de su parte a los “duros” y, en fin, como una consciente ruptura de puentes con el espectador, ese “vulgo ignorante y deficiente” cuya distancia, al parecer, dignifica en sí misma.
Así las cosas, el cine de Hollywood ha sabido recuperar este año buena parte de su hálito perdido, mientras el cine independiente (estadounidense, europeo, oriental o español) no encuentra su lugar más allá de guetos cada vez más aislados y de la lamentable amalgama de píxeles propia de las descargas alegales y las pantallas de ordenador de quince pulgadas.
Australia bebe de la larga e irregular tradición del western estadounidense, del impacto popular del melodrama épico y de la mitificación de Hollywood mediante la eficaz inmersión del cine dentro del cine. Lo que el viento se llevó, ese irregular y globalmente mediocre clásico del gran melodrama, se esconde debajo de cada fotograma de Australia, hasta el punto de que sería un ejercicio interesantísimo el análisis comparativo de ambas películas, plagios (como se quiera: homenajes, parodias) incluidos. Y El mago de Oz hace las veces de trasunto metalingüístico de algunos de los temas principales del filme de Luhrmann y, de paso, nos recuerda la grandeza y, sobre todo, el poder de fascinación del cine que Hollywood hizo en el pasado (lo que enlaza con la obra maestra WALL·E y su homenaje al musical, así como multitud de guiños al cine clásico de Hollywood que se han realizado durante 2008 dentro y fuera EE.UU., en el cine, la televisión y la publicidad).
El guión de Australia no está mal construido, porque sus largas dos horas y media no parecen tan largas. Y tiene una gran virtud, propia de los escritores con talento: que va, progresiva e imparablemente, de menos a más. Tras una primera hora de estupefacción ante la voluntaria inmersión en los códigos cinematográficos de otro tiempo, la película logra sumergir al espectador en esa extraña mezcla de tributo y caricatura que supone el filme respecto a buena parte del cine mítico estadounidense, el de las largas listas de Oscar logrados y el de las interminables colas de espectadores ante las taquillas. Encontramos, incluso, algunas escenas excelentes, como la de la larga pelea entre “buenos” y “malos” (el maniqueísmo rampante es uno de los tópicos asumidos sin complejos por el filme) por salvar a las reses del precipicio y por lograr que se despeñen por él, respectivamente.
Sin embargo, como decía, no hay modo de sostener una película que nos presenta escenas directamente copiadas de otras (el incendio de Lo que el viento se llevó), que construye unos personajes meramente estereotípicos y hueros, que nos ofrece uno de los peores trabajos de Nicole Kidman, que reconstruye –sin ánimo de originalidad– la épica de la creación de los Estados Unidos de América para narrarnos la creación de Australia, que abusa de la música sinfónica hasta el vómito; que somete, en fin, cada una de sus opciones estéticas, a un intento de dar interminables vueltas de tuerca sobre la emoción superficial y el mero impacto visual hacia un espectador que se supone permanentemente sobrecogido, pero que la película encuentra a ratos riendo, a ratos estupefacto y la mayor parte del tiempo sufriendo una insoportable indiferencia.
Australia, sin embargo, es interesante (además de por los detalles cinematográficos comentados antes), porque cierra el año 2008 convertida casi en paradigma del modo en que Estados Unidos ha entendido la crisis del cine contemporáneo. Ese modo de entender que, ya en sus grandes épocas, dio lugar a un sistema de trabajo que propició multitud de películas prescindibles para poder permitirse el lujo de financiar algunas de las mejores obras de la Historia del séptimo arte. No he sido nunca defensor de Hollywood, más bien al contrario, pero hay que reconocer que el cine ha llegado hasta nosotros gracias a su capacidad para adelantarse a las grandes debacles creativas e industriales. Y, como si se tratara de un reflejo involuntario, Europa intenta mientras tanto recuperar el sesentayochismo, como si esa fuera su época dorada por alguna extraña razón mágica. Ocurre en política: el ascenso de Obama supone no sólo el reconocimiento de errores y la voluntad de enmendarlos, sino también una mirada radical al futuro; del mismo modo, el cine hecho en Estados Unidos recoge sus tradiciones poniéndolas al día mediante manos como las de Luhrmann, quizá poco dadas a la originalidad, pero dotadas de un innegable sentido del espectáculo y capacidad de enganche con el espectador contemporáneo, como demostró en la notable Moulin Rouge. Mientras, en Europa, Berlusconi es reelegido, Alemania se enroca en los errores de un sistema financiero exhausto y Francia pretende reverdecer laureles del pasado; igualmente, en el cine, y principalmente desde ese mismo país, Francia, se alienta una vuelta a una utopía sobrevalorada, caduca e irrecuperable. Pero, mientras, lo único seguro es que Bergman y Antonioni ya no harán más películas. Sin embargo, Eastwood sigue ahí. Cuestiones de relevo generacional.