El intercambio

Terror y esperanza

Hace tiempo que las tramas de los films de Clint Eastwood no se cierran completamente, por ello quizás adoptan en ocasiones estructuras circulares, al menos en cierto sentido. El intercambio arranca con una toma, ejecutada con grúa, que desciende hasta la casa de un barrio residencial de la protagonista y concluye con otra similar pero en sentido contrario desde las escaleras de la comisaría de policía en plena ciudad. Han pasado unos ocho años entre ambos instantes y por el camino Christine (Angelina Jolie) ha pasado de perderlo todo o casi todo a recuperar aquello que necesitaba para continuar adelante: esperanza. Esta conclusión expone la imposibilidad de encontrar soluciones a determinados problemas invitando a la vez a mantener la creencia en algo. Idea que propone a primera vista una lectura sorprendente en tanto en cuanto resulta contraria al nihilismo presente en sus últimas películas. Además sería lógico argumentar que tiene algo de contradictoria dentro del propio relato. Sin embargo su formulación (y el cómo se ha llegado a ella) tiene una coherencia y sensibilidad decisiva: Eastwood observa el mundo y a sus personas con una honesta subjetividad que mezcla repugnancia, atracción y ternura. En El intercambio Christine es una víctima (como su hijo Walter, Gattlin Griffith, que ha desaparecido) en parte del azar, en parte de la maldad, que trata en todo momento de mantenerse fiel a sí misma y luchando contra ese sentimiento de culpa que nunca se expresa abiertamente pero es bien visible en sus comportamientos. La esperanza a la que alude al final deviene en la justificación perfecta para prorrogar su búsqueda, su creencia aferrándose a cualquier signo, por mínimo que sea, para la duda, ignorando lo razonable, los propios hechos, el tiempo transcurrido. Más allá del sentido religioso que se pueden extraer y el cuales se compartirá o no, lo más interesante de este final no cerrado, a modo de resumen de la historia, es el componente humanista, afín a toda la obra del cineasta americano si bien matizado por la melancolía y dolor que pueblan sus narraciones, que surge de forma natural, con sus contornos y pliegues, para desde la cotidianeidad alcanzar lo trascendental

Los andamiajes de El intercambio son transparentes. Hay personajes que siguen un modelo fabulesco donde hay malos y buenos de una pieza, arquetipos que se mueven en el relato para cumplir una función específica caso del jefe de policía Davis (Colm Feore), el reverendo Gustav Briegleb (John Malkovich) o el doctor Montgomery (John Harrington Bland). Otros, los más interesante, poseen dobleces pero no dejan de mostrarse de manera clara tal como (no) son desde un principio: el asesino Gordon Northcott (Jason Butler Harner), el joven Arthur Hutchins (Devon Conti) que se hace pasar por Walter, el capitán Jones (Jeffrey Donovan), el detective Ybarra (Michael Kelly), el joven Sanford Clark (Eddie Alderson) y la propia Christine son mostrados como auténticas personas con todas las implicaciones que la naturaleza de cada uno lleva consigo. Análogamente, la narrativa está desnuda de tropos, retruécanos o digresiones adoptando una linealidad predecible, trasladando la complejidad a otros campos. Las reacciones inminentes ante la desaparición de Walter, la reclusión de Christine en un centro de salud mental, la primera aparición del asesino o los flashbacks (los cuales tampoco rompen la linealidad apuntada) que rememoran diferentes episodios en la granja de este último son ejemplos significativos del funcionamiento narrativo de un film provisto de un tono a media voz que rehúsa lo altisonante y se asocia con un minimalismo que tiene su correspondencia en unas imágenes límpidas. Estas se construyen sobre un aparato visual de alta densidad e intensidad el cual Clint Eastwood ha desarrollado y aprehendido a lo largo de su extensa trayectoria y que en los últimos años parece que esté en continúa fase de depuración, que tiene una de sus claves recientes en Poder absoluto (Absolute Power, 1997), película reveladora por cuanto se sitúa, como en cierto modo El intercambio e incluso Millon Dollar Baby (id., 2004), en un lugar inclasificable entre lo aparentemente convencional (de sus engranajes narrativos) y la profundidad de su discurso (cinematográfico y vital). El intercambio, por tanto, conmueve por la atención que pone en sus detalles, por la elaborado utilización de el espacio filmico, por la sinceridad de su mirada: los planos relacionados de Christine mirando por la ventanilla del autobús en la que se dirige siempre al trabajo, en los primeros instantes y tras la tragedia; la escena en la que el detective Ybarra descubre la granja donde vive el asesino (al cual se lo ha cruzado poco antes en la carretera y se nos advierte que puede tratarse de un criminal) en la que se insertan inquietantes planos de hachas, cuchillos y herramientas; la confesión que narra el joven cómplice de los crímenes en la que importa tanto su propia declaración como las reacciones del policía Ybarra; el breve encuentro entre Northcott y Christine en la prisión donde este aguarda su sentencia de muerte, en la que deja, inundado en contraluces, sin la solución el posible paradero de Walter; la violenta ejecución de Gordon Northcott que hiela el ánimo de algunos de los espectadores, familiares de las víctimas, que acuden a ella…