La mujer rubia / La mujer sin cabeza

Hecha pedazos

Se ha comprobado que cuando algunas comunidades primitivas han accedido por primera vez a una proyección cinematográfica, y en particular al espectáculo tan común de un primer plano del cuerpo humano sobre la pantalla, el ingenuo público lo interpretaba de un modo muy diferente al del ojo resabiado del espectador contemporáneo: no como una ampliación óptica de uno de sus miembros, sino como el despedazamiento de ese cuerpo, su amputación del mundo. Con la escala humana como principal referencia, aquel espectador asimilaba de esa forma la novedosa estrategia de puesta en escena que, de un salto, le instalaba frente a un fragmento separado de la totalidad de su cuerpo, quedándose pegados al campo de visión literal que imponía la cámara. El efecto era, pues, algo pavoroso aunque curiosamente más cercano a lo que en el fondo es la imagen cinematográfica de lo que la costumbre nos ha hecho creer. La argentina Lucrecia Martel parece ahora querer experimentar con esa sensación engañosa —la de una cabeza que empieza a actuar con independencia de su cuerpo y, por tanto, del mundo— para construir La mujer rubia, su tercer largometraje y el mejor de una carrera en ascendente exigencia e inventiva.

Pero la afición a presentar los cuerpos fragmentados y abstraídos de su contexto por el rigor del encuadre no es algo nuevo en el cine de esta realizadora. En La niña santa (2004) destaca el uso de los planos que aislan pedazos de los personajes al mismo tiempo que parecen azuzar la atracción sexual a su alrededor; como la nuca del Doctor Jano que persigue Amalia o la espalda desnuda de su madre Helena que —recortada por el marco de una ventana— es lo primero que ve Jano de ella al llegar al hotel y el detonante de su impulso pasional. Coherentemente con esta práctica, la acción se reduce a lugares cerrados que cercenan el movimiento de los personajes pero favorecen la circulación de los deseos subterráneos: la residencia de La Mandrágora en La ciénaga (2001) y el hotel donde se celebra un congreso médico en La niña santa, cuyos interiores contienen además otras localizaciones de estrechos límites donde se clausuran los personajes, como la piscina termal o la cabina de audición. El último film de Martel —por cierto, ignoramos las razones que han motivado el cambio del enigmático título original, La mujer sin cabeza, por el más anodino La mujer rubia para su distribución en España— da un paso más en esta exploración cinematográfica de los espacios que constriñen a las personas, haciendo aún más indefinida la separación entre la exterioridad que habitan y la interioridad que ocultan.

La película comienza con un acontecimiento traumático que condicionará el comportamiento de la protagonista durante el resto del film: cuando va con su coche por una solitaria carretera, Verónica se distrae y atropella algo que no podremos distinguir bien en el único plano que, desde el retrovisor, se le dedica; quizás un perro, quizás también el niño que jugaba con él hace un instante. A partir de este momento, se abrirá una brecha entre la realidad de Verónica y su entorno; un extraño desajuste entre lo que pasa alrededor y cómo reacciona ella. Sin embargo, no podemos decir que antes del accidente no existiera ya otra fractura en su mundo. En las primeras imágenes de La mujer rubia sobresalen las diferencias de dos realidades —cercanas pero lejanas a la vez— que se mantienen latentes durante el relato: unos niños de rasgos indígenas corren y juegan con un perro, echados a su suerte en el borde de una carretera, mientras que, en otro lugar, unos niños sobreprotegidos de clase media están atrapados en el interior de un coche; sirvientes y servidos en el particular reparto social de la comunidad salteña que retrata la película. Verónica forma parte del segundo grupo y estrena teñido rubio en su melena poco antes de asistir a una inauguración y poco antes de que, tras el accidente, se derrame sobre sus hombros cuando sale del coche a recibir la tormenta en una suerte de baño bautismal, única referencia temporal que estará clara en su cabeza cuando quiera recordar el atropello más adelante.

Como ya hemos señalado, los lazos de la protagonista con los elementos de el mundo se irán tornando progresivamente laxos, en todos los sentidos, a nuestros ojos —idea sugerida visualmente a través de los primeros planos con teleobjetivo de la cabeza de Verónica en los que la vida a su alrededor queda en segundo término y parece afectarla muy débilmente. No sabemos, por ejemplo, qué relación la une al conocido que se encuentra casualmente en la cafetería del hotel donde se aloja tras el accidente —ni lo que él desea—, y con el que mantiene un encuentro sexual; después, se cruza con otro hombre del que huye sin que tampoco sepamos por qué. Ese ensimismamiento de cada acto, esa languidez con la que se nos instala en su percepción de la realidad, resulta, finalmente, una manera inequívoca de comunicar la interioridad distorsionada del personaje: siendo todo exterioridad. Como todo lo interior se hace exterior —y no al contrario—, corporeizándose ante nosotros, acompañamos a la mujer rubia en su deriva de manera natural mientras los cimientos de su mundo se desmoronan. En este sentido, destaca por ejemplo el modo en que, sin que se haya mencionado aún la posibilidad de haber atropellado al niño cuando jugaba con el perro, se nos coloca al mismo tiempo que al personaje ante ese temor. Verónica recorre un campo de fútbol y, de repente, escucha un golpe; cuando mira hacia el campo, uno de los chicos yace caído en el suelo. Sin transiciones ni subrayados psicológicos, accedemos de ese modo al mecanismo de una cabeza que no deja de estar presente aunque su dueña no esté en la pantalla.

Desde que la protagonista de La mujer rubia pierde los asideros que sostenían su acomodada ficción personal, Verónica se sumerge en un registro disociado en el que la velocidad de la mente y la de los cuerpos corren disparejos, y así lo percibimos, maravillados y no sin cierto pavor —pese a que sean personas que no nos son en absoluto extrañas— como el indígena que descubriese una lejana película. Como si, efectivamente, se separara en pedazos el mundo que antes se creía cohesionado y el espectador, desde su butaca, no pudiera reconstruir cabalmente la solución ni, además, encontrase las razones para ello.