Integridad autoral y estados de ánimo
Hay una persona muy cercana a mí que considera El empleo del tiempo como una de las mejores películas de los últimos tiempos. Hasta hace muy poco no había tenido la oportunidad de verla y, cuando por fin me sumergí en ella, me sorprendió comprobar que no tenía mucho que ver con el tipo de cine que suele consumir mi amigo. Por eso le pregunté que por qué era para él una película tan especial. Me contestó que le impresionó la soledad del personaje, y que en cierto sentido le recordaba a la vida que durante un tiempo había llevado alguien a quien quería mucho. A partir de ese momento, no he vuelto a ver El empleo del tiempo con los mismos ojos con los que la vi la primera vez. Lo he vuelto a hacer de nuevo, y mi impresión ha sido totalmente diferente. A veces vemos el cine despegado de la realidad que nos rodea, como un ente abstracto que apenas llega a rozar la superficie de nuestras pupilas para desaparecer en el vacío del olvido para siempre. Sin embargo, cuando por una u otra razón traspasa la barrera de nuestra interioridad, suele quedarse ahí para siempre. En todo caso, el cine que permanece, las películas que más nos terminan conmoviendo, son aquellas que son vividas desde una óptica experiencial. A veces no hace falta que la experiencia sea propia, como me ha ocurrida a mí en este caso; a veces basta con que la reconozcamos de una manera cercana. Quizás se trata sólo de la necesidad de tener un anclaje emocional o reconocible. No lo sé. Pero sí sé que, después de volver a revisar algunas de las películas que conforman la filmografía de Laurent Cantet, me he dado cuenta de que su cine se cimenta también sobre este material de base: la experiencia como aventura de conocimiento del ser humano cuando éste se encuentra a la búsqueda de encontrar preguntas a su alrededor; preguntas que a su vez nos hacemos nosotros al acercarnos a sus películas, porque mientras que los personajes de ficción buscan respuestas acerca de ellos mismos y del mundo que les rodea, nosotros también hacemos lo propio con la realidad tangible que tenemos a nuestro alrededor, estableciéndose un diálogo único con la pantalla. Y esa es, al fin y al cabo, una de las mayores recompensas que nos proporciona ver cine.
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1999, el año en el que se estrenó Recursos Humanos, película con la que se daría a conocer Laurent Cantet, se caracterizó por la coincidencia en la cartelera de varias películas de ámbito francés que nos acercaban a otra manera de entender el cine social. Entre ellas se encontraba la fábula-realista-educativa Hoy empieza todo de Bertrand Tavernier, el poema desgarrador de Erick Zonka La vida soñada de los ángeles y el doloroso itinerario vital de Rosetta de los hermanos Dardenne, ganadores ese año de una sorpresiva Palma de Oro. Por supuesto, el impacto de Recursos Humanos fue mucho más limitado que el de estas tres cintas, aunque Cantet logró alcanzar varios valiosos galardones, como el de Mejor Director en el Festival de San Sebastián y el César a la Mejor Ópera Prima.
Ese mismo año, Ángel Fernández Santos escribía en El País que estas películas eran un diagnóstico de la Europa que se nos venía encima, en el borde de una mutación histórica. Es curioso que diez años después nos encontremos sumergidos en un panorama incluso más siniestro que el que adelantaban alguno de estos films, un panorama de nuevo de cambio e inflexión que también ha dado lugar a otro buen racimo de films que intentan plasmar el malestar de nuestros días, como es el caso de La clase, la última película de Cantet, que no sólo proyecta una imagen del presente, sino también del futuro. En definitiva, estamos igual que antes y probablemente estemos siempre de la misma forma, tanto si estamos en período de auge como de crisis, con desigualdades sociales, males endémicos morales, infiernos cotidianos y reivindicaciones de los sectores más deprimidos por la economía.
Recursos humanos venía a insertarse dentro de un contexto social muy específico, el debate sobre la jornada laboral de 35 horas semanales, que en aquél momento era un tema de enorme trascendencia dentro del panorama laboral francés ya que había llevado consigo la huelga y la inestabilidad económica en diferentes sectores, siendo su resolución uno de los grandes logros políticos a lo largo del mandato del gobernante de izquierdas Lionel Jospin. Sería la primera vez que Laurent Cantet centraría el dispositivo argumental en un hecho específico y real inserto en la realidad de nuestros días para después trascenderlo y dotarlo de una espesura emocional y humana capaz de desbordar los límites del relato «social» arquetípico. Después repetiría las mismas intenciones a través del desempleo representado en la crisis de valores del urbanita medio en El empleo del tiempo, de la insatisfacción vital de las mujeres que marchan al Caribe en busca de turismo sexual en Hacia el Sur y del cuestionamiento del sistema de enseñanza en La clase. En todos los casos las parcelas temáticas se encuentran extremadamente definidas desde el principio, siempre discurriendo a través de una cadencia muy marcada que dota de una fuerte personalidad (y casi podríamos decir rigurosidad) a cada uno de los films que conforman su carrera y en los que ha ido mutando su estilo (cada vez menos rígido y más flexible, libre e incluso poético) sin necesidad de cambiar la máxima que le ha definido como director desde el principio: ser capaz de condensar con la menor cantidad de recursos expresivos, la mayor cantidad de información vital posible en cada una de las escenas.
Recursos humanos ya resulta un film ejemplar en lo que se refiere a la mecánica de trabajo que aplica Cantent a sus films. A través de una inusual madurez expositiva (que no aleccionadora en ningún momento), se va desgranando el núcleo cordial narrativo a través de las relaciones entre los personajes, sobre todo la que se establece entre padre e hijo en el seno de una fábrica en el que el primero ha ejercido su labor de obrero durante toda su vida y en el que el segundo acaba de llegar recién licenciado para colaborar con la junta directiva en la reestructuración del departamento de «recursos humanos». De esta forma, el film se convierte no sólo en una encrucijada de valores entre lo nuevo/lo viejo o la lucha de clases, sino en un emocionante relato de aprendizaje acerca de la toma de conciencia que cada uno escoge tener en este mundo. El personaje que interpreta Jalil Lespert, Franck, quien se siente en un principio confiado de poder poner en práctica la teoría estudiada en el ámbito universitario, pronto chocará con una realidad mucho más siniestra cuando se sumerja en los intrincados intereses que mueven a los altos cargos directivos de la empresa en la que se encuentra haciendo las prácticas. Sin embargo, lo que le terminará de poner los pies en la tierra, lo que le hará de verdad tomar conciencia de la situación será el «factor humano», una variable no siempre contemplada en las estadísticas y que a través de los vínculos filiales que le unen a su padre será determinante para abrir su mente hacia una nueva perspectiva de la realidad. Cantet retrata de manera metódica la rutina diaria de los obreros pero su aproximación en ningún momento resulta victimista. Todo lo contrario. Recursos humanos no es un film de lamento, tampoco es panfletario (aunque algunas instantáneas de la huelgan puedan llevar a equívoco). Su naturaleza no tiene que ver con el manifiesto programático, y sí con la presentación clara y precisa, sin sensacionalismos, de una serie de cuestiones básicas que chocan cuando entran en conflicto unas con otras: obrero/ patrón, padre/hijo, pueblo/ciudad, integridad/traición a uno mismo y a los que lo rodean, honestidad/hipocresía, valores culturales/valores éticos y morales… y de esta forma no sólo se construye el relato sino que se también termina por asumirse un punto de vista.
No es casual Recursos Humanos nos vuelva a remitir a la actualidad a través de otro film francés como es La Cuestión Humana, de Nicolas Klotz (otro director atento a las pulsiones de su tiempo y en constante investigación de las fricciones culturales y sociales). El personaje que allí interpreta Mathieu Almaric sería un estadio evolucionado del Franck de Recursos Humanos, quizás el espejo en lo que sin duda hubiera estado abocado a convertirse éste dentro de una gran empresa en la que únicamente hubiera desempeñado la función de títere al servicio de una causa mayor, demasiado inaprensible y abstracta, demasiado lúgubre y, a la postre, aterradora.
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2001 fue un año totalmente diferente dentro de la producción de cine francés, eclipsada toda ella a causa del éxito internacional de Amelie. El realismo fue sustituido por el falso optimismo naïf de la película de Jean Pierre Jeunet y casi no quedó lugar para nada más. Quizás por eso la repercusión de El empleo del tiempo tuvo un efecto más limitado a pesar de que meses después se estrenarían dos filmes de temática similar aunque de alcance mucho más reducido como serían El adversario (Nicole García, 2002) y la española La vida de nadie (2002, Eduard Cortés).
El empleo del tiempo constituiría la primera colaboración de Cantet en la escritura del guión junto a Robin Campillo (el director de Les Revenants) y en ella logran erigir la descripción de los paisajes internos de los protagonistas como verdadero foco de la acción. Y no sólo eso. Cantet abandona por primera vez la construcción metódica del relato y comienza a otorgar más espacio y libertad tanto a los seres que se mueven dentro de él como a su manera de filmarlos dentro del plano. Su trazo, cada vez más poético e introspectivo también se mantendría en su siguiente film, Hacia el sur (2005) y de una forma más evolucionada hacia los territorios que separan la ficción del documental en La clase.
Cantet plantea en El empleo del tiempo la historia de una farsa, la que inicia Vincet (Aurélien Recoing) cuando decide ocultarle a su familia que se ha quedado sin trabajo. Por orgullo, también por cobardía, prefiere convertirse en un embaucador profesional a través de la mentira y el engaño. Se erige de esa forma su otro «yo», un alter ego oculto que se destapa tanto para él mismo como para aquellos que lo rodean, atrapándolo dentro de un entresijo de implicaciones que lo van envolviendo en una tela de araña de la que es incapaz de escapar. Hay algo obsceno en su mentira, pero al mismo tiempo también algo conmovedor. Su soledad, su deambular constante por las carreteras, las estaciones de servicio, los parkings de hoteles de mala muerte, desolados, fríos, lugares de paso impersonales en los que se refugia como un fugitivo, escapando del calor de su hogar y de las responsabilidades que este acarrea. Vicent tiene algo de fantasma, de alma en pena que transita por un inhóspito purgatorio que se encuentra entre el cielo (la vida perfecta que podría tener junto a su familia) y el infierno que él mismo se ha creado. Cantet focaliza casi en su totalidad el punto de vista en la figura de Vincent, pero de manera silenciosa también proyecta su mirada en los miembros de su núcleo familiar, en especial en su mujer Muriel (Karin Viard) y en su hijo mayor Julien (Nicholas Klasch). Ambos son testigos mudos que presencian desde la lejanía el progresivo ensombrecimiento existencial del patriarca de la familia hasta el momento en el que se destapa la mentira y se sitúan como jueces con el poder perdonar o sentenciar moralmente su actitud. Tras el asombro viene el reproche y la decepción se dibuja en sus rostros. Quizás, la mirada que Julien lanza a su padre antes de que éste escape por la ventana para no dar explicaciones a su familia, representa muy bien el daño irreparable, la brecha que se ha abierto en su interior.
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En la última secuencia de El empleo del tiempo, Vincent finalmente acepta su situación y se enfrenta a una entrevista para conseguir trabajo. Sin embargo, en sus ojos podemos vislumbrar un vacío insondable. ¿Cuál es el precio de la felicidad? ¿Conseguir un trabajo respetable? En este caso supongo que la propia felicidad ha de supeditarse a la de aquellos que rodean al personaje. Es un acto de amor, pero también de renuncia. En cualquier caso Vincent se convierte en el prototipo de antihéroe insatisfecho del universo del cineasta francés, personajes vulnerables incapaces de estar a gusto consigo mismos y condenados a hacer sufrir a los que se relacionan con ellos. De alguna manera también se comporta de igual forma el personaje que interpreta Charlotte Rampling en Vers le sud, sólo que ella se refugia tras una máscara de hipocresía mucho más refinada, estudiada, utilizando la superioridad como arma avasalladora. Sin embargo, el vacío y la frustración siguen siendo los mismos. La soledad sigue siendo la misma.
Ellen (Charlotte Rampling) viaja a Haití cada verano para saciar su necesidad de cariño a través de sexo pagado. Como en el caso de El empleo del tiempo, vuelve a haber algo obsceno en el planteamiento narrativo, esta vez enfocado inevitablemente desde la perspectiva del turismo sexual: mujeres maduras con dinero detrás de jóvenes mulatos que contonean las caderas al sol y se dejan acariciar por un puñado de dólares al día. De nuevo, es el espectador el que juzga a los personajes. Sin embargo Cantet va desplegando cada una de las capas del relato hasta llegar al núcleo cordial de los seres que lo conforman. Cada mujer tiene su historia (que cuenta a la cámara) y también la tiene cada uno de los nativos del lugar. Unos y otros juegan a construirse un artificial paraíso de bienestar y placer. Aunque en el fondo sepan que todo es mentira. Ellas volverán a sus respectivos países solas y ellos continuarán sobreviviendo como pueden por medio de la picaresca y de los amores fugaces. En realidad uno no puede dejar de sentir lástima por ambas partes. Todos son víctimas.
Cantet vuelve a demostrar que es un excelente constructor de espacios fílmicos en Hacia el sur. El paisaje tropical se convierte en un personaje más, salvaje, indomable, acogedor pero al mismo tiempo peligroso, apacible pero también misterioso. Un paisaje que termina por no actuar como elemento liberador de los personajes, como era de esperar, sino que actúa como su prisión o, más bien, otra vez como en el caso de Vincent en El empleo del tiempo, como su purgatorio. No me interesa tanto que Cantet ubique la acción en los años ochenta durante la dictadura de Jean- Claude Duvalier. La historia de Ellen, Brenda (Karen Young) y Sue (Louise Portal) continuará sucediéndose seguramente en la actualidad, no necesariamente en Haití, puede que en Punta Cana o en cualquier otro sitio. Y eso es lo interesante. Hacia el Sur como El empleo del tiempo habla sobre la inútil búsqueda del paraíso perdido, sobre la fragilidad del alma humana, la desorientación vital y la pérdida de perspectiva.
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2008 es el año en el que la Palma de Oro del Festival de Cannes vuelve a recaer en una película francesa después de mucho tiempo y Laurent Cantet es el afortunado. De alguna forma parece repetirse el efecto Rosetta: película pequeña de corte social que pasa desapercibida proyectándose uno de los últimos días, que no aparece en la mayor parte de las quinielas y que termina erigiéndose en la triunfadora por sorpresa.
De repente Laurent Cantet se sitúa en el foco de todas las miradas, alcanzando por fin el reconocimiento como director. Así son las cosas.
La clase es una película modélica, de eso no cabe la menor duda, y pone de manifiesto la meticulosidad con la que Cantet siempre ha trabajado la materia fílmica, sin apenas filtros, a través de una cámara que registra pero que no estorba, que se introduce en un espacio minúsculo y que se mueve dentro de él con la destreza propia de una ardilla, de manera que los personajes y el espacio, de nuevo cobran un nuevo sentido, una nueva razón de ser. Me gusta que no sepamos casi nada de esos personajes y que su radio de acción se circunscriba en torno a las paredes de esa clase. Me gusta que la substancia fílmica se mueva con tanta ubicuidad por las estrechas fronteras que separan el cine de la realidad, la ficción del documental, la representación de la vida. Y sobre todo, me gusta La clase porque de alguna manera también la he sentido desde una óptica experiencial, como le pasó a mi amigo con El empleo del tiempo.
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Fui a ver La clase cuando ya tenía avanzado la mayor parte de este texto y lo hice en compañía de mi padre, que es profesor de secundaria. No podía ir con nadie mejor que con él. Mientras la veíamos me iba contando algunas acciones con las que se sentía identificado, que le habían ocurrido durante su experiencia laboral y me pareció revelador que la parte que menos le interesara fuera la conformada por las diferentes reuniones de profesores que se dan a lo largo del film: «están llenas de tópicos«, me dijo. En realidad pronto me di cuenta de que François Begadieu (el protagonista del film) no me había enseñado nada que no me hubieran contado mis padres a través de anécdotas en los últimos diez años. Trabajando mis padres en la enseñanza, se podría decir que ya iba con la lección aprendida. A decir verdad las historias de mis padres superan en crudeza a los retazos y microrrelatos que se cruzan en La clase. Quizás, muy acertadamente el film de Cantet haya preferido centrarse más en el complejo proceso de integración cultural en el que se encuentran embarcadas buena parte de las sociedades europeas en la actualidad y no complicar todavía más las cosas. En realidad, muchas de las fricciones educativas, de las inquietudes del profesorado y de la creciente desorientación y falta de expectativas vitales del alumnado ya se encuentran espléndidamente plasmadas en el film.
Me parece curioso que François Begadieu se configure como la antítesis de la mayor parte de los personajes moldeados por Laurent Cantet. Podríamos decir que es también un antihéroe, pero en este caso no parece albergar en su interior demasiadas dudas sino que parece tener las ideas muy claras y la determinación suficiente como para llevar con firmeza las riendas de una clase repleta de adolescentes. Eso no quiere decir que no tenga dilemas morales, que en ocasiones su constancia se quiebre y que su paciencia se agote. Pero si de algo me he dado verdadera cuenta tras ver La clase es de que hay que tener mucho valor para enfrentarse todos los días a semejante campo de batalla, quizás porque al verla he sentido un guiño cómplice de comprensión hacia mis padres, dedicados toda su vida a la enseñanza.
La clase es un film de lucha. Un film de lucha en todo su sentido, y con eso me refiero a que su valor, además de ser social, qué duda cabe, también tiene una connotación un tanto guerrera: los alumnos se enfrentan contra François como a su enemigo en un encarnizado combate dialéctico que tiene como objetivo la lucha por alzarse con el poder dentro de «la clase». No es por eso de extrañar que la materia narrativa del film simule los rounds de una pelea: ataque- contraataque, pregunta- respuesta y vuelta a empezar en una dirección y en otra. Al final los dos bandos quedan en empate. Aprenden los unos de los otros, pero también hay muchas cosas que, tanto el profesor como los alumnos, pierden por el camino.
Si los demás films de Cantet versaban alrededor de vidas estancadas, La clase habla sobre el futuro. Y éste no puede ser más desesperanzador. Me da la sensación de que la vida de muchos de estos «próximos hombres y mujeres» parece encontrarse truncada desde el comienzo, desde la raíz. El balance de fin de curso no parece muy alentador: un alumno expulsado por motivos de conducta, muchos otros que probablemente le sigan por el mismo camino el año siguiente y la mayoría reconociendo que apenas han aprendido nada durante los meses de clase. A pesar de que he leído reseñas resaltando lo positivo de la dialéctica en el film y la forma en la que los alumnos construyen su pensamiento, no soy de la opinión de que La clase sea precisamente optimista al respecto. Yo diría que todo lo contrario, aunque, en todo caso, teniendo en cuenta que nos encontramos dentro de un film basado en la confrontación de opiniones, me parece muy saludable que éstas se trasladen también fuera de la pantalla. Mientras, seguiré pensando que La clase es un estupendo test sobre el estado de las cosas y que el resultado deja un poso de preocupación. Cantet, como director inteligente que es, deja lugar para el pensamiento individual. Sí, hasta en eso La clase es un film modélico, pero eso ya lo he dicho antes. Casi podríamos decir que está hecho en estado de gracia, porque todo fluye de manera armoniosa y natural dentro de él. Y, además, aunque esto sea lo menos importante, tengo la sensación de que de alguna manera ha sido una película cuyo significado todavía no estoy preparada para abarcar en toda su intensidad de matices. Sólo si alguna vez, sigo el camino de mis padres.