Grandilocuentemente grandilocuente
La épica es uno de los registros narrativos de mayor tradición artística en nuestra cultura occidental. Desde luego, no es este el lugar para profundizar y debatir sobre sus bases estéticas; no obstante, sí me interesa incidir aquí en la dimensión moral que, entre otras muchas más, singulariza al género. Las grandes narraciones épicas suelen partir, como presupuesto esencial, de una intensa preocupación moral en torno a sus personajes y a aquello que nos cuentan, en un nivel que prácticamente roza la abstracción. Hasta tal punto es así que, tanto sus personajes como su historia y su argumento, discurren en el ámbito de lo radical, de lo primigenio, de lo proto-típico. Aquí el problema (y la solución estética a ese problema) reside en dotar de textura humana a esos proto-tipos (en su humanidad reside su naturaleza intrínsecamente moral) y de lograr un aceptable grado de verosimilitud argumental y de agilidad narrativa para la obra en cuestión. Es a partir de ahí de donde surge la auténtica dimensión moral de la creación pretendidamente épica; cuando ésta es en verdad grandilocuente, como digo la aspiración moral última del género. De sobra es conocido que, en el ámbito del cinematógrafo, géneros como el western, el cine bélico o el negro, por poner algunos ejemplos, se mueven en general bajo las coordenadas de lo épico, aun cuando (también hay que decirlo) la épica, la grandeza moral de la obra, pueda surgir también de planteamientos genéricos a priori no tan ambiciosos en este sentido, como por ejemplo la comedia o el melodrama.
De planteamientos épicos parte Pozos de ambición, la última película de uno de los cineastas más interesantes de la última generación de directores estadounidenses: Paul Thomas Anderson. Desde los angustiosos primeros minutos de su metraje (los mejores, a mi juicio, de toda la película) se deja claro que se nos pretende hacer partícipes de una historia épica contada a través de personajes épicos, en un filme que, ante todo, se nos presenta como cine moralista. Y digo moralista porque es cine que reflexiona sobre la condición humana en su más profunda naturaleza, sobre la ambición, la infelicidad, la insatisfacción, la tragedia y la soledad del individuo en abierta contraposición con unas circunstancias existenciales extremas, y con instituciones sociales y valores tan fundamentales para el sujeto como la familia, la religión, el amor, la amistad, la educación y las relaciones sociales. Todo ello en el contexto histórico de la Norteamérica profunda de principios del siglo pasado, en el marco de los primeros explotadores y magnates de la incipiente industria petrolífera.
La apuesta, desde luego, no es vana y en este sentido la película viene a confirmar la idea de que si hay algo que no puede reprochársele a su director, a lo largo de toda su filmografía hasta el momento (recuérdense especialmente las estupendas Boogie nights, —1997—y Magnolia —1999—), es su tenaz, coherente y honesta pretensión de ubicar su discurso cinematográfico en el ámbito de lo moral desde una perspectiva épica, lo cual no es poco en los tiempos de indiferencia ética en que vivimos. Resultan de una gran audacia por el enorme riesgo que entraña, en la industria norteamericana actual, planteamientos como los de Anderson y por ello, de entrada, merece ser respetado. Sin embargo, en Pozos de ambición el cineasta no está tan inspirado como en sus filmes anteriores. El espíritu épico que persigue queda desvanecido en muchos momentos, hasta el punto de que llega a tornarse en un mero envoltorio vacío, articulado sobre personajes que a menudo parecen de cartón-piedra, sin la más mínima (como dicen muchos ahora) fisicidad, y trazados de manera gruesa, sobre un guión excesivamente discursivo, y sobre una puesta en escena, una dirección de actores y una interpretación actoral histriónicas, desajustadas y, a veces, erráticas; de ahí que su supuesta grandilocuencia no sea otra cosa que pura impostación bajo una apariencia estética moderna y presuntamente rompedora.
Para ello, la habilidad de Anderson ha estado en recurrir a determinados referentes cinéfilos para componer su estilo, como por ejemplo cierto cine mudo (el expresionismo alemán, Stroheim) en la dirección de actores, en la puesta en escena y en la consecución de una cadencia narrativa similar a la de filmes como El último (Das letzte Man, F.W. Murnau, 1924) y Avaricia (Greed, Erich von Stroheim, 1924); empero, la película carece de la grandeza que ostentan los dos casos anteriores. En este aspecto (en el cine silente la música cumplía una función expresiva muy importante), es especialmente significativo el uso de la extraña y sugestiva música de Jonny Greenwood, en mi opinión muy desproporcionado. La música en el cine es un recurso muy eficaz para enfatizar lo que nos muestra la imagen, sin embargo su empleo excesivo o poco equilibrado puede ser contraproducente en relación con la función que inicialmente pretende cumplir, de manera que la mejor música en el cine es aquella cuya presencia no se nota a primera vista, y que, a su vez, si se eliminase, disminuiría la fuerza expresiva de las imágenes. En Pozos de ambición la música, con demasiada frecuencia, se erige en la auténtica protagonista de la escena (tal vez por la vocación hacia lo excesivo, entendido aquí como sinónimo de lo épico, que preside gran parte de su metraje), hasta el punto de que las imágenes quedan eclipsadas y relegadas a un segundo término o, en el mejor de los casos, componen un cóctel con la partitura muy difícil de digerir, creando la impresión de que estamos asistiendo a una especie de video-clip.
Pozos de ambición es un espectáculo cinematográfico interesante por lo arriesgado de su proyecto y por su intensa potencia visual, sin embargo el problema es que la película se ha tomado demasiado en serio a sí misma y carece, pues, de la distancia y la ironía necesarias para funcionar desde planteamientos tan proclamadamente épicos, cayendo así finalmente en lo obvio, lo previsible y lo fútil.