El curioso caso de Benjamin Button

Narrando contra el tiempo

Lo admito. No pude llegar virgen al visionado de El curioso caso de Benjamin Button. Aun sin quererlo, ya lo sabía todo sobre ella: su ubicación histórica, su reparto protagonista, su duración, su tono fabulesco, su historia, su origen literario, sus efectos especiales, sus defectos y virtudes…A priori, ya nada podía sorprenderme en el día de su estreno comercial. Sólo me quedaba sentarme en la butaca y ver plasmado todo lo que me habían contado los más variopintos opinadores. Craso error. Porque la maleta llena de prejuicios con la que me acomodé en la sala se fue vaciando a medida que trascurrían los minutos y me inmiscuía en un relato cinematográfico, a ratos apasionante, a ratos ensimismado, suficientemente valioso como para abandonar lecturas analíticas y dejarme llevar —al menos durante un par horas— por la fuerza de lo narrado.

Quizás ése sea el mayor mérito de la película que nos ocupa: el lograr atraparnos por el sólo hecho de contar una historia en una época en la que las grandes ideologías —y los filmes bigger than life que las acompañan— ya han dejado de tener sentido y lo que procede son los relatos escindidos, imperfectos, sin solución; tal como nos proponía el mismo David Fincher en su extraordinaria Zodiac. Si acaso estamos (como tantas veces en la historia del cine) ante una obra fruto del azar —fueron muchos los directores, entre ellos Ron Howard, los que acariciaron anteriormente el proyecto de Benjamin Button—, pero, a mi modo de ver, muy significativa para entender el estado de las cosas. Al menos, en el terreno audiovisual estadounidense. Aunque algunas imágenes nos tienten a pensar en ello, no creo que estemos ante una película preocupada por la Historia (en mayúsculas) de un país —como han aventurado con metáforas muy bellas otros compañeros de profesión (como, por ejemplo, el crítico Gonzalo De Pedro en su excelente artículo de este mes en Cahiers du Cinéma-España)— sino ante un filme de vocación intemporal en el que más que advertirse la llegada mesiánica de Barack Obama sólo se pretende contextualizar una reflexión sobre el inexorable paso del tiempo, sobre la imposibilidad -por mucho que cambie el mundo- de retener los instantes fugaces que dan sentido a nuestras vidas.

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No por obvia, la alegoría deja de ser poderosa. Pues, en contra de lo esperable, el guión de Eric Roth —responsable del libreto de Forrest Gump, un filme que, a partir de otro outsider como Benjamin, sí colocaba explícitamente en primer plano los principales hechos históricos de una época determinada de Estados Unidos— va por unos recovecos mortecinos y ordinarios —adecuados a los colores desteñidos de la fotografía— y deja prácticamente en off la mayoría de grandes acontecimientos que se van sucediendo fuera del universo íntimo del protagonista —a excepción, quizás, del breve episodio bélico. De este modo, el guionista consigue, en palabras del propio Fincher, que el filme «sea lo opuesto a la mayoría de películas norteamericanas: en lugar de tener a un individuo común inmerso en circunstancias extraordinarias, tiene a un individuo extraordinario en circunstancias muy cotidianas». Este atípico planteamiento —impropio de un blockbuster al uso— resulta ciertamente chocante para el espectador que, en esta ocasión, no se encuentra ni con la redonda fábula optimista de Big Fish ni con la gran historia de amor —también más allá del tiempo— planteada en la reivindicable The Fountain. Dos filmes, con los que Benjamin Button comparte ingredientes estéticos y temáticos, pero que acaban discurriendo por terrenos bien distintos a la película que nos ocupa; un filme, éste, de regusto agridulce y ciertamente desconcertante en su clínica asepsia visual.

A diferencia de los grandes melodramas del Hollywood clásico, Benjamin Button no es una película desatada, de emociones estiradas al límite, sino un relato que transmite una cierta serenidad en el que —a riesgo de perder la empatía emocional con el respetable— no se subrayan las emociones (aunque sí se verbalizan en exceso con una voz en off de estirpe literaria) y se mantiene un considerable distanciamiento con las acciones del protagonista. Éste avanza hacia la madurez (la juventud, el grado cero, en su peculiar caso) a partir de las enseñanzas de una serie de personajes un tanto estereotipados, pero también gracias al aburrimiento, a los días insignificantes, al constante sopor existencial —casi propuesto desde la uniformidad formal de postal que domina la película— en el que sólo breves momentos del metraje —el bello encuentro infantil de sombras bajo la mesa, la reposada cata de caviar con Elizabeth (Swinton), el baile exterior y nocturno, el azaroso y acelerado accidente de Daisy (Blanchett), el descubrimiento del padre en una sala a oscuras— dan coherencia a un relato —el de la existencia de Benjamin— que en poco se diferencia al de cada uno de nosotros. Un fresco vital voluntariamente rutinario —reconstruido, recordemos, a partir de un dietario embellecido mediante flashbacks; el tratamiento de la vejez (o la niñez), por ejemplo, es muy edulcorado— en el que, como suele suceder en nuestras vidas, el runrún de la Historia suena siempre de lejos (o aparece por la televisión al ritmo de The Beatles) y en el que, por momentos, se consigue congelar un tiempo (cfr. el revelador instante en el que Benjamin y Daisy se contemplan, en su plenitud física, frente al espejo) que irremediablemente se nos escapa.

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Acaso errática en su abundancia de secuencias climáticas, en su práctica ausencia de sentido del humor y en su abuso de elementos metafóricos (lo del colibrí es de juzgado de guardia), Benjamin Button es, ante todo, una propuesta que, desde el manierismo (y, al igual que la reciente El intercambio de Clint Eastwood), nos recuerda que, de algún modo, el cine estadounidense aún sigue siendo capaz de contar historias. Algo que, por ahora, sólo parecían confirmarnos un considerable número de series que, gracias al auge de Internet y del deuvedé, han enganchado a audiencias millonarias durante los últimos años. Quizás atento a las tendencias neoclásicas de la televisión de su país, Fincher ha sabido releer tanto la distensión temporal de la insuperable The Wire en su Zodiac como la fuerza narrativa en bucles temporales de la fantástica Lost en su Benjamin Button. Doble mérito el suyo que nos invita a plantearnos hasta qué punto hoy vuelven a ser posibles los grandes relatos (y/o de género) en el cine estadounidense. ¿Ha llegado entonces, de nuevo, la hora de narrar? ¿Seremos capaces de confiar en lo que nos cuenten ciertos cineastas norteamericanos sin fruncir el ceño? La incógnita (apasionante) está servida. Sólo el tiempo, siempre el tiempo, nos dará respuestas…