El luchador

Salto al vacío

Una vez más, como ya ocurriese con su anterior film La fuente de la vida, se habla de un cambio de registro en el cine del reciente cuarentón Darren Aronofsky, y demasiado alegremente cuando nos encontramos ante una historia, una vez más, tan sumamente triste. Tal vez en la apariencia, en la forma, en su presentación visual, El luchador muestra algunas diferencias con su predecesora, mucho más presupuestada y megalomaníaca, tan visualmente excesiva pero a la vez tan mesurada con la cámara, y se puede entender como un regreso a los orígenes, a la forma de rodar de sus dos primeras obras, Pi y Requiem por un sueño, a priori con menos usos (y abusos; aunque ojalá siempre se les sacara tanto partido) de montaje, pero esa cámara en el suelo del vestuario tras los créditos del film nos anticipa que no debemos dar nada por sentado, y que es posible que El luchador, después de todo, tal vez nos incomode como lo hicieron los adictos a la autodestrucción que poblaban el celuloide de Requiem por un sueño, o las persecuciones a golpe de cámara, nerviosa (atada a los cuerpos de los actores), de su película debut. Y así, es verdad verdadera que en el aspecto formal el film aporta algunos rasgos escénicos más arriesgados de lo habitual, y por tanto más cercanos a sus primeras películas que a la precedente, aunque en esta ocasión las pantallas divididas y los bombardeos de imágenes se vean sustituidos por una cámara que sigue desde detrás al personaje principal mientras pasea resignado su decadencia o por unos insertos (la cuchilla y el corte que produce, o la jeringuilla, vieja amiga del cine de Darren) que pueden provocar tanta o más sana repulsión que los collages visuales que se montaba en Requiem o las ingestas de pastillas que liberaban momentáneamente de sus pesadillas al Max Cohen de Pi. Una mención especial merece el brutal montaje en paralelo de la mítica lucha entre cristales, chinchetas, grapas y alambres y la ceremonia de la cura posterior, previa al infarto. Y es que en general las secuencias de lucha, antológicas todas ellas, están rodadas con una habilidad pasmosa. Todo es nítido (¡Sorpresa, el wrestling es un fake!) y a la vez contundente (pues a pesar de los intentos de los luchadores-actores, alguna hostia se escapa), y se muestra con una cercanía tan física que dan ganas de, o bien apartarse, o bien coger una butaca y estampársela en la frente al primero que pase.

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Pero el cine no solo es forma, aunque sea lo más importante en una película y lo primero que nos entra por los ojos (para eso es cine, ¿no?), salvo en las películas que no la tienen (no es necesario, ni está bien, dar nombres), pero el fondo, cuando lo hay (y aunque no lo haya, al contrario que con la forma, es más fácil hacer buenas películas, precisamente por la condición visual del cine), también define una película y como al final hay que valorar todo el conjunto, podemos alcanzar fácilmente la conclusión de que Darren Aronofsky no ha alterado sensiblemente su registro en ninguna de sus cuatro películas. También es cierto que la historia de El luchador no es tan ambiciosa como sus predecesoras (en la primera un matemático intentaba probar, como un moderno Pitágoras, que todo en la naturaleza tiene explicación a través de los números; en la segunda se adentraba en los complicados mecanismos de la adicción mediante las autodestructivas historias cruzadas de varios personajes con diversas y malsanas aficiones y en la tercera narraba tres momentos de la historia de tres hombres que tal vez eran el mismo, abarcando un periodo de más de mil años de distancia, desde la España medieval hasta una burbuja espacial que viajaba hacia una estrella moribunda, pasando por la actualidad), pero lo que sí se refleja en la película que protagoniza el resurrecto Mickey Rourke es el rostro de la derrota, y ése, del que tanto cuesta oir hablar últimamente en Hollywood a pesar de que para muchos es una realidad diaria en cualquiera de sus múltiples formas, es el mismo rostro que nos mostró el Max Cohen que finalmente comprendía, cuando ya era demasiado tarde, que había perdido la partida; el mismo rostro que la adicción mostraba de la forma más cruda posible a los protagonistas de Requiem por un sueño;  el mismo rostro con el que la muerte le daba en las narices al Tom Creo de La fuente de la vida cuando encontraba la cura, demasiado tarde, una vez más demasiado tarde, pues su mujer ya no tenía salvación posible… Y en El luchador, ese rostro de la derrota es la cara de Randy «The Ram» Robinson (Rourke), un luchador profesional que veinte años después de su época dorada de llenar estadios y mover masas malvive en una caravana gracias a lo poco que gana (y que apenas le permite pagarse las drogas que le mantienen «en forma» y pagar el alquiler) en pequeños eventos locales junto con luchadores amateurs que le respetan como la vieja gloria que es, del mismo modo que los niños de su barrio, todos ellos hijos de otro tiempo (la Xbox vs. La nintendo) que a pesar de todo admiran al luchador, aunque este, a la postre, se encuentra solo.

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Tras el infarto que quiere suponer el punto de inflexión en ese estilo de vida, una hija que le odia (Evan Rachel Wood) y Cassidy, una stripper de la que se enamora (Marisa Tomei), son los asideros que podrán devolverle a una vida «normal» y a los que intenta aferrarse durante toda la película. La ilusión planea a su alrededor, cree poder conseguirlo, su hija parece ceder ante sus valientes intentos de abrirle su corazón y también parece que Cassidy permitirá que la llame por su verdadero nombre, Pam, a la vez que su historia de amor parece convertirse en una realidad. Ambas, realidades tan efímeras que pronto derivarán nuevamente en ficción. Situaciones folletinescas, pero resueltas de forma diametralmente opuesta a como se haría en un folletín; El guión de Robert D. Siegel (primera vez que Aronofsky dirige sobre un texto de otro) deriva inexorablemente hacia esa derrota que el director sabe plasmar tan bien en imágenes. Así, una noche loca tornará irreconciliable la relación con su hija cuando más fácil era la reanudación; Así, el romance con Pam se romperá en mil pedazos justo en el momento en que un folletín lo hubiese dejado fluir libremente mandando la lucha libre a freír monas; Así, el regreso de Randy al ring que el doctor le ha prohibido, lejos de tratarse de una superación tras la caída, de una exitosa vuelta al ruedo, le está abocando a su propia destrucción, hacia ese salto al vacío en el demoledor plano final del que se podría escribir un libro entero, pero una imagen (esa imagen), y el nudo en la garganta que nos atenaza durante los largos segundos en que el fundido a negro tarda en dar paso a los créditos y a la canción The Wrestler de Springsteen, valen más que mil (y pico) palabras.

«Hoy has conseguido deslizarte cuando golpeaba su mano
los hombros encogidos no hay nadie que te pueda detener demasiado tarde para dar marcha atrás demasiado tarde para frenar esta noria
que fácil es sentirse como un dios por un momento
ser frágil a la vez como si te aplastan con el dedo
demasiado tarde para dejar que te entierren demasiado tarde para mirar hacia otro lado demasiado tarde
Esta vez caerás de pie de un solo salto respirando con la muerte en tu cabeza
La traca final es un tunel muy estrecho quien dijo adiós y le dio la vuelta al calendario
demasiado tarde para dejar de amar demasiado tarde para intentar olvidar demasiado tarde
Esta vez caerás de pie de un solo salto respirando con la muerte en tu cabeza
Que fácil es sentirse como un dios y no tener que recoger limosnas no esperar a nadie no esperar
Esta vez caerás de pie de un solo salto respirando con la muerte en tu cabeza
esta vez de un solo salto respirando con la muerte en tu cabeza»

Demasiado tarde

Por Instinto, Barricada