Killin' nazis

O como resucitar el fascismo convirtiéndolo en «fast food» ideológico para el pueblo

El gusto es contexto, y el contexto ha cambiado», afirmaba Susan Sontag. Y vaya si ha cambiado. En Valkiria, Bryan Singer relata la conspiración de nombre homónimo en clave de thriller hi-tech (narrativo) y la rueda como si de un falso neoclasicista se tratase. En La ola, Dennis Gansel plantea una versión concienciada del subgénero Porky’s filtrado por un amago de ideología totalitaria. En El lector, Daldry no se decide por filmar carne o filmar moral, y su película se queda en tierra de nadie, pero eso sí, es muy bonita y muy trágica. Sophie Scholl es Juana de Arco para estudiantes de Políticas, aparentemente enjundiosa y finalmente superflua. E incluso Daniel Calparsoro se marca en El castigo un survival protofascista donde «Los Lunnis» se transforman en fornidos guardias encargados de «educar» a las nuevas generaciones de adolescentes. Todas estas películas tienen en común su adscripción a un nuevo resurgir de la imaginería/teoría/contexto del fascismo, y cada una esgrime sus armas para asaltar a un target determinado. No obstante, todas pisan un lugar común: la vacuidad de unos postulados que convierten las bases teóricas que las sustentan en meros mecanismos de propulsión; la difusa línea entre perversión ideológica y strip-tease visual; y sobre todo la gratuidad y connivencia con que se expone una determinada línea de pensamiento, muy del gusto hipermoderno, haciendo pasar por profundo y reflexivo algo que es puro exploit[1] de partida.

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Hagamos caso a Lipovetsky cuando readapta el concepto de individuo hipermoderno, afirmando que éstos se encuentran «más informados y más desestructurados, son más adultos y más inestables, están menos ideologizados y son más deudores de las modas [que también pueden ser ideológicas], son más abiertos y más influenciables, más críticos y más superficiales, más escépticos y menos profundos». Se trata de una nueva forma de supuesta emancipación ideológica que deviene en caos sociológico y psicológico, algo que también expone Kenneth J. Gergen en «El yo saturado», donde establece puentes entre el relativismo posmoderno, la mixtura ideológica de la era de la globalización, y el resultado final de un individuo desajustado que abarca todos los yoes posibles sin adecuarse/ajustarse a ninguno en concreto. Todo ello deriva en una suerte de despolitización y desideologización que tiene su reflejo también en el audiovisual con propuestas que, bien recurren a los símbolos para vaciarlos y convertirlos en basura YouTube para tontos —el cortometraje Fiasco de Albert Serra—, bien confunden lo que se narra con la manera de narrarse —la incoherencia forma/fondo de Valkiria, cuya estética aplaudiría la misma Leni Riefenstahl—; bien disuelven su contenido en piezas pedagógicas cuyo leimotiv es ser proyectadas en el instituto más cercano a tu casa —La ola—.

Pero, ¿con qué objetivo? En este sentido, La ola puede ser todo lo que tú o yo queramos que sea, pero es un estupendo termómetro social de la resurrección de ciertas formas de pensamiento, adaptadas al contexto actual. En una de sus secuencias, mientras el profesor exhorta a sus alumnos a que reúnan detalles para explicar el advenimiento de un régimen totalitario, uno de ellos exclama «insatisfacción», argumento sobre el cual se erigirá ese simulacro neofascista que convertirá a unos anestesiados estudiantes en prosélitos de un nuevo Reich de calado afterpop. ¿Y a qué nos referimos con «insatisfacción»? Mi compañero Javier Pulido, a propósito de El club de la lucha, hablaba sobre el fracaso de la «Generación Y» como instigador del movimiento subterráneo que impulsa la película. Las promesas de la posmodernidad («you can always get what you want«), el culto a lo material, la falta de límites, la ausencia de fracturas sociales, el acomodo existencial, en definitiva, una no-crisis que ha generado individuos sin afán de superación ni motivación de logro, ensimismados en un bienestar que les insensibiliza pero incapacitados para mejorar sus vidas. Todo ello provoca —y es algo que el film de Fincher ejemplifica con pavorosa verosimilitud— la búsqueda de un cierto ideario por el que luchar, una unidad social a la que pertenecer, que conjugue de manera aleatoria y superficial múltiples ideologías que comparten un implacable glosario de normas. El club de la lucha es por tanto, un ensayo que se explica a sí mismo.

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¿Será que en tiempos de crisis se hace necesario más que nunca un flexo ideológico? ¿Hemos de pasar de los celebrados libros de autoayuda y «best-sellers» de superación personal a un nuevo «Fascismo para dummies«? ¿Desorden implica estructuración? ¿No existe el ascético psicoanálisis sin un férreo conductismo? La ola vuelve a darnos la respuesta. Porque sus peligros no radican en una cierta recuperación de la ideología filofascista, sino en comprobar cómo soflamas de baratillo pueden engendrar comportamientos y movimientos sociales tan extremos y desadaptados; cómo basta una simple chispa para hacer estallar un barril de «(no)satisfacción (in)completa». Una alegoría sociológica perfectamente adaptable a nuestro día a día, cuando se frivoliza sobre estos temas y se acuñan etiquetas con tanta facilidad; cuando todos queremos ser Godard y «hablar de todos esos libros que no se han leído»; cuando la permisividad contribuye a la estupidez y la liberación al todo-vale. La ola es sólo la punta del iceberg de una Generación que quiere saber de todo, que quiere formar parte de todo, pero que en el fondo está perdida en su propia ignorancia vital. De ahí la búsqueda de un «algo» que la saque de esa caverna, que ya no es caverna sino ONGs mercantilizadas. No os sintáis atacados, yo, como vosotros, también formo parte de ello. El primer paso, como en todo, es aceptarlo.


[1] Y por ello, ¡viva Castellari!…y por ende, ¡viva Tarantino!