Aquellas cosas que pudimos hacer
Desconozco si hay muchos filmes que documenten las actividades de las Fuerzas de Defensa Israelíes, es decir, el Tsahal. A mitad de los 90′, el realizador francés Claude Lanzmann intentó una aproximación a ras de suelo. Pero su reflexión quedó más en la superficie y el discurso pro-sionista, sin llegar del todo a explotar la idea de que el Tsahal era una herramienta al servicio del poder. Cuestionar el poder, o su gestión, cuando éste se articula en torno a dos premisas -protección y moralidad- conduciría a una reflexión interesante: cómo hablar de moral, cuando las medidas tomadas para proteger tu integridad -territorial, histórica- se ubican más allá de cualquier orden moral. Quizá porque la culpa es uno de los sentimientos más arraigados en nuestro interior, Ari Folman apela a su experiencia durante la guerra del Líbano para intentar resolver este conflicto moral.
Aunque la apuesta formal sirva como coartada a su realizador para poder explicar más con menos medios, lo cierto es que posee un contrapunto interesante: el dibujo animado como única posibilidad de reflejar un Yo, el de Ari Folman, cuyos recuerdos no pueden materializarse en lo tangible -por ejemplo, el propio Folman hablando a cámara- ni tampoco pueden ser interpretados por otro actor. Su participación en la masacre de Sabra y Chatila es una losa que oprime su memoria, que la congestiona hasta hacerle volcar su dolor sobre un terreno abierto a lo imaginado y no tanto a lo real: la animación. En este sentido, resulta esclarecedor cómo Folman necesita dividirse en director y protagonista para buscar un impulso, el del realizador que hostiga a su personaje, que le fuerce a extraer los recuerdos reprimidos por su mente.
El soldado Ari aglutina los rasgos de una figura sometida a una cadena de mando: joven e inexperto, que es obligado a diferenciar entre desear y deber. Seguramente, si le diesen a elegir, desearía no haber estado el 16 de septiembre de 1982 en el Líbano, pero debía estar porque su presencia respondía a la voluntad de salvaguardar su identidad, de proteger una cultura marcada por los intentos de eliminación sistemática. En cambio, el Ari director, más de dos décadas después, entiende que el conflicto entre deseo y deber es tan irresoluble como su enunciación -por parte de quienes gestionan la guerra/ostentan el poder- maniquea. Comprende que sólo buscando las mejores palabras, las que se acerquen más fielmente a todo lo que vio, puede conseguir asimilar cómo pudo participar en algo así.
Toda guerra participa de cierta invisibilidad. A veces la cadena de mando o, simplemente, la violencia, ejercen de analgésicos, hasta tal punto que resulta increíble creer que alguien contempló una matanza de civiles y no movió un dedo por evitarla. En el fondo, es un horror vivido en directo, sin televisión ni palabras, compuesto de ruidos y velocidad. Cierras los ojos y vuelves a abrirlos, y tal vez todo haya terminado. Muchos de los testimonios de Folman explican cómo, a pesar de observar el genocidio, se ven incapaces de actuar. Esa incapacidad se relaciona con la imposibilidad de procesar todo lo que vemos, que hasta nos cuesta poner en palabras, porque nos pide elegir las más adecuadas si no queremos ser injustos, porque lo hemos visto y, a la vez, nunca vimos algo parecido.
Ari Folman participa del drama. Su personaje tan sólo es un adolescente que interviene pasivamente en la masacre. La ve, pero no la entiende y no acaba de sentirse partícipe o, mejor dicho, moralmente responsable, igual que tampoco se sienten aquellos que informan a sus superiores de las agresiones contra civiles indefensos. Pero el drama explota en su cara cuando, dos décadas después, se siente culpable y le duele, porque el Tsahal se encargaba de todo y, al fin y al cabo, gracias a su moral, hubo pocas víctimas. En ese instante, el Ari director interviene y reconoce que no tiene una respuesta que no pase por las pesadillas, por los sueños grotescos o por la animación como sucedáneo de una memoria tan fragmentada y una realidad tan jodida que es incapaz de reconstruirla. Todo, él, Sabra, Chatila, el Tsahal, está tan lejos de caer dentro del orden moral y del sentido común, que la animación acaba desbordada y Folman sólo puede concluir su drama apelando a la imagen de los cuerpos muertos registrados en video. En Tsahal (1994), Claude Lanzmann discute con algunos soldados o miembros de las FSI cuyos familiares sintieron el horror de los campos de exterminio de forma activa, en sus carnes, y pueden documentarlo a través de su cuerpo. El horror de Vals con Bashir se basa en convertir a las víctimas de una fractura como la de la shoah en los actores pasivos de un genocidio como el de Sabra y Chatila. Ahí radica el conflicto moral.