10º Festival de Las Palmas

El mejor clima del mundo

Las Palmas de Gran Canaria, a un poquito más de 2000 km. de Madrid, informan esas guías turísticas, detestables pero reveladoras, posee el mejor clima del mundo según un estudio de la Universidad de Syracusa, en los EE.UU. que publicó una investigación al respecto a mediados de los 90. Conocer de primera mano la ciudad y parte de la isla puede facilmente convencernos de esta característica quizá circunstancial. Vivir en el interior tiene estas (des)ventajas, sobre todo cuando tenemos que soportar días en los que las temperaturas oscilan entre los 0 y 20 grados, apenas corre el aire y encima nos envuelve un manto de polución que ya no tiene ni gracia visto desde las alturas. El caso es que en la capital de esta isla paradisiaca se celebra un festival de cine joven y muy bien programado que sabe aprovecharse del material ya visto (y evaluado) en los certamenes mayores que le preceden, sin perder la oportunidad de presentar propuestas inéditas en el mercado español. Y triunfa, siguiendo las pautas que hace a un festival bueno de verdad, por su aspiración de construir un espacio de contrastes, un reflejo de la orografía de la propia isla (el norte destaca por su verdor y terreno accidentado, mientras que el sur se extiende la arena de la playa), en el que se mira indistintamente al pasado, a las tendencias actuales más en boga o al cine de género. Desde luego merece un respeto desde el principio un lugar donde hay un hueco para que Jesús Palacios seleccione una sesión verspertina tan delirante como La Noches más Freak, Carlos Losilla continúe su obsesión/pasión por Viena y alrededores elaborando un ciclo y un libro, o Adrian Martin & co. recojan el testigo del Cahiers español para ofrecer en Teenage Wildlife un recorrido lleno de sorpresas. Esperamos y deseamos que en 2010 Miradas de Cine pueda regresar en estas fechas a Las Palmas: querrá decir que se han superado los problemas de financiación y políticos que casi impiden la celebración de esta 10ª edición.

Sección oficial a concurso

De las películas que concursaban por la Lady Harimaguada presentamos a continuación los comentarios de quince de ellas, entre ellas las más destacadas en los premios (Prince of Broadway, Aquele querido mês de agosto, Breathless y Un Lac). Es casi una obligación señalar que nos ha llamado poderosamente la atención la equilibrada y ecuánime selección de títulos que han conformado esta sección oficial, de la que nunca salimos enfadados o irritados. De verdad, no es fácil que un certamen tenga el tino y la suerte en este sentido, incluso aunque su condición de festival pequeño le permita programar, hasta cierto punto, sobre seguro.

Um amor de perdição, de Mário Barroso (Portugal, 2008)

Mário Barroso (Lisboa, 1947) es el fotógrafo de los últimos trabajos de Joao César Monteiro y un habitual colaborador de Manoel de Oliveira en los 80 y 90. Ahora convertido ya en director dirige su segunda película según la novela Amor de perdição (1862) del literato Camilo Castelo Branco, representante del romanticismo portugués y uno de los escritores más leídos en esta lengua. Esta tragedia de ecos shakespearianos está actualizada a un contexto donde el naturalismo de las imágenes filtradas por la textura digital impresiona a varios niveles, estirando y disociando momentáneamente la narración de lo literario, tan presente y coercitivo en el cine portugués, para recoger un aparato visual denso que amplifica, en crudo, la carnicería emocional de una historia extremadamente cruel. El equilibrado tempo inyectado al texto facilita además la aprehensión de unos personajes que se comportan de un modo siempre definitivo, en constante lucha no solo contra la adversidad externa sino también contra ellos mismos. Los brillantes diálogos y la ineludible pulsión erótica, enfermiza en ocasiones aunque no revelada (¿hasta dónde llega la relación que mantienen Rita y Manuel, madre e hijo?), plasmada con énfasis en el mejor personaje del film, Mariana, incorporado por una estupenda y sensual Catarina Wallenstein (también protagonista del film de Oliveira presente en el certamen), completan un film tormentoso y bello a un tiempo, que concluye con una asombrosa y excelente secuencia que relata y muestra los últimos coletazos del drama.

Breathless, de Yang Ik-june (Ddongpari, Corea del Sur, 2008)

Sabíamos hace mucho lo buenos que son los actores chinos y japoneses. La cinematografía coreana se ha dado a conocer de manera continuada en occidente más recientemente. Y en mi opinión no hay duda sobre la brillantez en líneas generales de sus intérpretes, rebosantes de una expresividad innata. Que Breathless haya ganado los dos premios de interpretación para la joven Kim Kkobbi y Yang Ik-june, también director, guionista y productor, no sorprende y además viene bien como una llamada de atención al respecto, más aún cuando todo el reparto sin excepción está excelente. En cualquier caso este no es el único apartado que destaca de esta ópera prima estimulante: el ritmo narrativo, la tensión dramática y la matizada descripción de personajes procura un recorrido intenso que pone en juego numerosos sustratos sociales y generacionales, aunque el mejor desarrollado sea el eje central del relato: la relación un tanto ambivalente y enriquecedora que se establece entre el matón y la estudiante que alcanza instantes estupendos como su primer encuentro y las escapadas para tomar una cerveza en plena calle o cenar en un chiringuito… Aún siendo un film en conjunto irregular con recursos discutibles, caso de los feos insertos explicativos sobre el pasado de la madre de la protagonista, y un plano final molesto en tanto en cuanto subraya torpemente el discurso moralista de la historia, Breahless triunfa como descripción quebrada de un mundo extraño del que queremos una explicación que quizá nunca vayamos a entender. No estamos tan lejos de lo expuesto en sus últimos largos por directores tan dispares entre sí como Clint Eastwood (Gran Torino, 2008) y Bong Joon-ho (Gweomul, 2006).

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Un cuento de Navidad, de Arnaud Desplechin (Un conte de Noël. Francia, 2008)

Apurando la cuarentena, en activo desde finales de los 80 y con ocho films dirigidos Arnaud Desplechin (1960) es todavía un cineasta desconocido para el público español, que se une a otros compatriotas suyos caso de Philippe Garrel y Nicolas Klotz (por cierto bastante menos interesantes me aventuro a afirmar) en proceso de recuperación si bien hace tiempo que debimos saber de ellos. Está claro que la distribución en España siempre ha llevado muy mal estos asuntos, pero lo alarmante es el estreno de algunos de estos cineastas no indica una mejoría, más bien al contrario: cuando las reivindicaciones se limitan a espacios marginales, fuera de los circuitos convencionales, es aun más complicado que el escenario se expanda y flexibilice (lo de Garrel es más llamativo al respecto ya que no se ha llegado a estrenar en cines, solo en formato dvd). En concreto Un cuento de Navidad merece tener el mayor público posible porque sus imágenes y formas reclaman lo unviersal y a la vez lo específico, porque su objetivo es entrentener y hacer pensar y porque los personajes y su historia transmiten sentimientos que se revelan auténticos y cercanos. Una obra excepcional construida con un alto sentido espacial y músical, apoyada en unas interpretaciones extraordinarias, conectada a una mirada que rehuye peregrinos juicios de valor sobre las personas y situaciones que pueblan el relato, sometida a un compromiso vital e ideológico, se comparta o no, riguroso y admirable. (En el próximo número 85 de MdC, que aparecerá en abril, publicaremos un reportaje especial sobre Arnaud Desplechin y Un cuento de Navidad que Alta Films estrenará en las salas españolas el 27 de marzo).

A Erva do Rato, de Júlio Bressane (Brasil, 2008)

Dos actores (Selton Mello y Alessandra Negrini) y prácticamente una única localización (la casa donde viven ambos personajes que dispone de tres o cuatro estancias) sustentan el escenario de esta extraña película brasileña dirigida por el veterano cineasta Júlio Brissane, representante del cine marginal de su país que comenzará su carrera en las años sesenta en el terreno del documental. Cargada de una hálito trágico y turbulento ya desde el prólogo (que es sin duda la mejor escena de todo el film: en un cementerio se conoce la pareja después que él ayuda a la mujer que haya tropezado y caído dentro de un nicho, lo que la hace desaparecer de cuadro), el problema inicial de Erva do Rato (hierba de rata) radica en la monotonía de una planificación que no sabe potenciar adecuadamente el hieratismo de unos encuadres siempre fijos y unos diálogos lacónicos. Al final, en un giro que integra de forma brusca aunque coherente uno de los relatos de Machado de Assis, Um esqueleto (1875), en los que se inspira la película, nos revela que hemos presenciado no una historia de amor enfermiza sino la descripción de una deseo desenfrenado y obsesivo que se nos asegura nunca se satisface plenamente. Lástima que las limitaciones de una actriz solamente bella y sobre todo la falta de pasión y nervio expresivo anule el interés de una propuesta prometedora.

The Exploding Girl, de Bradley Rust Gray (EE.UU., 2009)

Película mínima que narra, casi como si de un cuento se tratara, la relación entre dos jóvenes estudiantes, amigos desde la infancia, que se reencuentran y conviven durante sus vacaciones de verano en Nueva York. Una relación condicionada sobre todo por la ocultación de sentimientos, ya sea por unas razones u otras (ella padece epilepsia que le obliga a controlar al máximo sus reacciones emotivas), que al principio del relato sin embargo los gestos de los actores y la planificación sugieren con cierta sutileza cual es su procedencia y destino. Desventuradamente el film también se contagia de la contención de sus protagonistas impidiendo que la historia fluya con naturalidad, estancando el relato definitivamente la acumulativa repetición de soluciones de escritura y realización; si bien, el guionista y director, en la que es su tercera película, se permite un distanciamiento que en ocasiones potencia situaciones predecibles (vid. el ataque que sufre la protagonista poco después de que su amigo le pregunte si le gusta). Es posible que lo más significativo del film se encuentre en su capacidad para mostrar lo importante que es en la actualidad los teléfonos móviles, haciendo de su uso un elemento más de la narración integrando acertadamente conversaciones telefónicas completas (se oye siempre también al interlocutor) de las más accesorias a las más tascendentales.

FilmeFobia, de Kiko Goifman (Brasil – Alemania, 2008)

Falso documental que creo (si bien reconozco que no lo tengo del todo claro) cobra mayor sentido y es interesante cuando es más convencional, esto es, en las declaraciones de Jean-Claude y sus colaboradores, los cuales están inmersos en la realización de ese film imposible sobre los fóbicos (personas que tienen una aversión obsesiva y/o compulsiva a algún fenómeno, cosa o persona), en realidad sobre el intento de mostrar un miedo auténtico enfrentando cruelmente a estas personas con su miedo: los descansos durante los cuales el equipo charla sobre el film que están rodando; las revelaciones del director al otro director, Kiko Goifman; las acotaciones delirantes, en especial la divertida explicación sobre la contradictoria reacción del fóbico que odia a las ratas pero tiene una erección cuando entra en contacto con aquellas y la ironía presente en la airada recriminación de otro fóbico, que tiene aversión a los payasos (sic), a un sorprendido Jean-Claude; las apariciones finales apenas aprovechadas de cada miembro del equipo exponiendo qué pudo pasar con el film y por qué no se terminó, en el que surge un apunte malsano: un ellos señala que quizá el cineasta solo quería las imágenes obtenidas para sí mismo… Por otro lado, las recreaciones de las pruebas a los fóbicos, que a veces se tiene la contradictoria sensación son tímidas y conservadoras, se instalan en la desidia al asumir que lo desagradable de su parafernalia escénica y el teórico impacto de ver a los enfermos frente a su miedo es suficiente para perturbar, sin percatarse que esta formulación, sin resquicio si quiera para la hiperrealidad, evidencia una marcada representatividad que trae consigo la indiferencia: sabemos que estamos viendo una mentira.

Ich Bin Enric Marco, de Santiago Fillol y Lucas Vermal (España, 2009)

Los cineastas argentinos afincados en España, Santiago Fillol y Lucas Vermal, con este su primer trabajo, no muestran, por fortuna, la vacua pretenciosidad de otros contemporáneos que tratan por todos medios de epatar a partir de la dialéctica del documental: Ich Bin Enric Marco es un trabajo directo e inmediato que indaga, con una limitada metodología, en el cuestionamiento de la verdad a través de la figura de Enric Marco. Este ahora anciano barcelonés, en tiempos de su actividad sindical una vez reinstaurada la democracia a mediados de los 70, se inventó una mentira sobre su pasado: fue apresado por los nazis en Francia en el 41 y confinado en un campo de concentración. Una falsa biografía que a mediados de la presente década le llevó a ser la voz de los supervivientes, para entonces casi todos fallecidos, ostentando incluso el cargo de presidente de la asociación Amical de Manhausen durante tres años hasta que en mayo de 2005 dimitió al verse obligado a confesar la verdad. Ich Bin Enric Marco no esconde su fascinación por el personaje el cual se apropia rápidamente de un relato centrado en un viaje por la Alemania actual con el afán de encontrar el verdadero pasado de Marco, que en realidad sí trabajo, voluntariamente, en la Alemania nazi y parece que al menos fue interrogado por la policía. No llegamos a entender nunca a Enric Marco, el cual a veces, se puede tener la desconcertante impresión, está interpretando a un personaje, tanto en los momentos más planos como en la parada final en Flosenbürg, donde estaba el campo en el que jamás pasó una noche.

J.D. Cáceres Tapia

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Aquele querido mês de agosto, de Miguel Gomes (Portugal, 2008)

Supongo que vosotros también estaréis hartos de oír hablar de la realidad y la ficción, de su mezcla, de su separación, de la simbiosis, de sus mitocondrias, del sincretismo inherente y su ruido de fondo. Por eso, y sin tirarme ningún rollo baladí, me limitaré a constatar que el filme de Miguel Gomes es una de las sorpresas más agradables que me he llevado de este festival (además de comprobar que el Arehucas añejo está mejor que el Santa Teresa 1796 y eso que cuesta la mitad, ¿realidad o ficción?). Las razones están en la fuerza de un relato que va dando vueltas sobre sí mismo para poco a poco ir tomando todo el terreno posible para desplegar su carpa y desarrollar su propio espectáculo. Un filme que al principio es tranquilo y se preocupa más de construir los títulos de crédito que de tener un hilo al que asirse y luego, con la aparición del productor en pantalla, Gomes se ve obligado a trazar una trama con sus personajes más convencionales, la historia de amor, el pasado oscuro, los celos, los descubrimientos y el final feliz o no, eso ya no lo sé. Las exigencias del público frente a la existencia del autor, un portugués que recuerda a Nanni Moretti pero sin la carga, a veces enfermiza a ratos fascinante, del ensimismado director italiano, la diatriba de siempre, una forma de solucionarlo que no habíamos visto nunca, una película compleja, pero humilde, que podría haber durado un poco menos. Pero es tan libre que me alegro de que durara lo que le diera la gana a Gomes. Y a su enfadado productor.

Beeswax, de Andrew Bujalwski (EE.UU., 2008)

El cine independiente suele mostrar últimamente demasiadas dependencias. Los escenarios, los actores, la moraleja final, la deriva inicial, los silencios, los diálogos obtusos o demasiado lo contrario, las poses de videoclip pop o folk o de gordito de tuna, la pequeñez de intentar relativizar mensajes universales desde pequeñas historias mínimas. Bujalski es uno de los santo y seña de los independientes de verdad, nada de Indiewood ni de Sundance ni de otras plataformas para saltar a la nada convencional de lo establecido. Sus películas son tan honestas y sencillas que son difíciles de resumir. Sus conflictos son tan humanos que no parecen dignos de una película digna.  Pero la fuerza de su resultante es proporcional a un gusto por el detalle, por el apunte del natural, por la atinada puntualización en lo que no es accesorio. Su precisión es la destreza de la economía del lenguaje cinematográfico, un factor que en tiempo de crisis (creativa, independiente y de la otra) no es moco ni es pavo.  Lastima que esa misma pequeñez haga caer en el olvido o en la incomprensión a una historia que se consume mientras se consuma y luego poco más. En un festival, meterte a ver la siguiente propuesta de otro director en ciernes. En la vida, saber que le pones al Salamanca-Eíbar, llamar otra vez sin ganas que te lo cojan, andar perdido encontrándote con gente. Temas tan cotidianos como el de esta interesante película.

Cómo estar muerto / Como estar muerto, de Manuel Ferrari (Argentina, 2008)

Poco nuevo bajo el sol cuando se intenta parecer tan nuevo y no hay ni sol ni luna (de lunático) que justifique esa condición. Manuel Ferrari sólo tiene 27 años pero parece que va bien de talento. Lo malo es que a veces lo pierde haciendo las cuentas de lo grande que lo tiene. Una paradoja que transita, entre tocada y hundida,  por los apacibles 75 minutos  de un viaje donde el único que anda perdido es el guía. Su determinación es digna de alabanza tanto como las interpretaciones de los secundarios  (en especial, Nahuel Viale) y la intervención de una Inés Efrón que va camino de convertirse en algo más que un referente. Su indecisión (¿narrativa?¿autoral?¿argumental?) es una tachadura que no consigue ser levantada por los buenos mimbres utilizados ni por el acabado visual . En una película que quiere parecer Ackerman (o Kerrigan) que lo mejor está cuando se asemeja a 25 watts (Rebella & Stoll, 2001) puede ser preocupante. Así se descubre que la distancia que separa intenciones de resultados, pretensiones de cualidades y balbuceos de estilo, a veces no sólo dura el trayecto de una película, si no que puede ser un viaje circular si nos gusta sacarnos una foto en cada parada. Ferrari ya tiene dirigida una película, ahora tiene que empezar su obra.

Lake Mungo, de Joel Anderson (Australia, 2008)

Un ratito en Las Palmas me sentí como si estuviera en Sitges. Fue agradable encontrarme con una película de terror, modesta y barata, imaginativa y frugal, decididamente pequeña, pero sutil e inteligente en la dosificación de los datos que debemos saber para acceder al conocimiento de la verdad. Un documental falso, como todos los documentales, que cuestiona el punto de vista único de cada mirada comprometiendo nuestra propia retina con el ángulo interesado de cada toma. Su fuerza, y su leve subversión, está basada en la duda de la imagen, en su manipulación informática o por otros medios y en la certeza deforme de que no hay nada más digno de la credibilidad que nuestros propios ojos. La inteligencia de Joel Anderson reside en no precipitarse ni en dejarse llevar por la emoción adrenalínica de estar contando una mentira. Sus principales defectos estriban en la bisoñez patente del conformismo formal que se produce cuando se confía demasiado en la fuerza de la historia y en esa frugalidad que apuntábamos al principio y que la aleja de las múltiples lecturas e infinitas sugerencias de las mejores piezas de su género (pienso ahora en que no dejo de pensar en la afortunadamente en capilla de estreno, Déjame entrar / Let the right one in de Tomas Alfredson). Se está preparando ya su remake americano que suponemos que acabará con las mínimas lecturas y sugerencias finadas de esta atractiva ópera prima australiana.

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Prince of Broadway, de Sean Baker (EE.UU., 2008)

A veces la victoria es intentarlo, competir es simplemente compartir el fruto de tu tentativa. Sean Baker y Darren Dean saben mucho de esto y la jugada les salió mejor que bien. Ahora con suerte alguien distribuirá su obra en algún sitio e incluso algunas personas podrán recomendársela a otro alguien. Porque Prince of Broaway es la típica película que funcionaría extraordinariamente con el «boca-oreja» ya que tiene buenos sentimientos dentro de un cine bueno ya de por sí. Un poco blando a ratos, un poco blanco aunque sus protagonistas sean negros y llevan la gorra así puesta hacia el lado. También un poco condescendiente y con una escena final que no puede ser exigencia de la distribuidora porque ya he dicho antes que no tiene. Lo restante nos deja una película amable e insólita, con diálogos improvisados y actores que son capaces de mantener la tensión de cada escena con dosis de entendimiento de su personaje y sus circunstancias. Un cuento moral que, a pesar de desarrollarse en un escenario que no parece el apropiado ni para los cuentos ni para la moral, tiene en su naturalismo las claves maestras para componer una narración que en ningún momento le falta el respeto ni a los protagonistas ni a los espectadores. A veces la victoria es saber a lo que se juega, compartir es compenetrarse con la derrota cotidiana de los otros.

Singularidades de una chica rubia, de Manoel de Oliveira (Portugal y otros, 2009)

No seré yo quien no respete a los ancianos. No es mi estilo. Sólo una vez dejé de cederles mi asiento en el autobús y fue en Granada, hacía frío y el PP acababa de ganar la mayoría absoluta el día anterior. Razones me sobraban para quedarme sentado. Aunque no me siento orgulloso. Tampoco me siento así (y no debería) porque me  parezca el cine de De Oliveira interesante aunque a mí rara vez me interese. Tampoco comparto que se consideré un referente atendiendo solamente a la condición numérica de su avanzada edad. Su cine, recientemente revisitado en el ciclo dedicado en la Filmoteca Española, me resulta curioso, de una innegable personalidad, de una insobornabilidad a prueba de bombas y de una coherencia intachable. Y eso está claro que está bien.  Centrándonos en su última película podríamos decir  que Singularidades de una chica rubia es una  obra  pequeña tanto por metraje como por trascendencia, una ácida parábola sobre lo que cuesta las cosas y su valor real, casi paradójica con la propia condición del filme. Oliveira, indudablemente, sigue fiel a su innegable personalidad, a su insobornabilidad a prueba de bombas y a su coherencia intachable. Pero no creo que sea suficiente. En definitiva,  una obra menor de un director mayor, más por edad que por otra cosa.

Yuriev Den / Yuri’s Day, de Kirill Serebrennikov (Rusia – Alemania, 2009)

En Rusia desaparecen todos los años unas 30000 personas sin dejar el más mínimo rastro. La cuarta película del anteriormente premiado en Roma Kirill Serebrennikov, trata de este espinoso tema pero sin centrarse del todo en este hecho dramático. Su recorrido por esa noticia se centra más en Rusia que en esas 30000 personas sin encontrar, aunque la película trate de una madre que pierde a su hijo en un pueblo hostil y sumido en el alcoholismo de sus habitantes. El contenido simbólico de la propuesta de Serebrennikov anula la tragedia individual para tratar el drama colectivo de un país atrapado en el caos, el frío y la desesperación. En su intento de abarcar mucho nos va quedando la sensación de que nos estamos quedando con poco y que la dispersión (unida a la larga duración del filme) empieza a sumir en el desinterés al espectador (y un poco en el caos, el frío y la desesperación). Todo se mantiene a flote por el acabado técnico del conjunto y por la presencia magnética de sus dos protagonistas que consiguen trascender esa tragedia colectiva al drama individual, devolviendo así un poco de intensidad y las cosas a su sitio. Pero la película ya se ha vuelto previsible y su cierre confirma como el cementerio (y la Rusia postsoviética) está empedrado de buenas intenciones fallidas.

Manuel Ortega

Un Lac, de Philippe Grandrieux (Francia, 2008)

La primera secuencia nos muestra a Alexi (un chico joven), en pleno invierno, pegando hachazos enérgicamente a un árbol. El encuadre se centra en el gesto crudo y desesperado del talador y, a cada golpe, la cámara sufre violentas vibraciones y desenfoques. Nuevamente se abre ante nuestros ojos el cine de Philippe Grandieux, un cine duro, áspero y oscuro, donde la narrativa brilla por su ausencia. Grandieux, partiendo de un escenario irreal y metafórico, pretende transmitir el proceso y el sufrimiento que causa la lenta extirpación del seno familiar de una chica que acaba de enamorarse. Resulta sorprendente el logro artístico que se consigue con muchos planos en plena nieve, mostrando soluciones desconocidas hasta la fecha. A estos lienzos en movimiento les acompaña un completísimo y logrado abanico de sonidos íntimos y unos primerísimos planos de manos, bocas, ojos y caras, tanto fuera de la casa como en la oscuridad de la cabaña. De esta manera Grandieux logra crear una atmósfera muy personal, que casi se puede tocar, una atmósfera que intenta situar al espectador en estado de trance, hacerle partícipe de la película desde dentro, forzando su oído y su vista. El propio Grandieux dice «me gustaría que el espectador estuviera entre el sueño y el despertar, en un estado de semi-inconsciencia», confirmando así el espíritu artístico intrínseco a sus obras, y es en esa frase donde se muestra consciente de lo arriesgado de su propuesta. Quizás en su primer trabajo Sombre (1999) esté justificado el uso de la cámara en mano que vibra en determinados instantes, quizás esté justificada la descontextualización de la trama (si es que la hay) y seguramente tenga sentido tanta oscuridad y violencia pero repetir el mismo proceder para Un Lac hace que, por momentos, el espectador llegue a alejarse completamente de la sala de cine o, quizás, uno mismo no está preparado para este tipo de propuestas que navegan en los límites del cine.

Vicente Marrero

Secciones paralelas

Daba tiempo para ver algo más que la sección oficial en los seis días que pasamos bajo el sol y la calima de la bella isla de Gran Canaria. Daba tiempo y bien que lo aprovechamos entre risas y conocimientos varios, cafés con leche condesada y bocadillos de pata con queso tierno. Delicias para el gusto, la vista y el olfato. Viajar por el día y sus maravillas con Tente Marrero y explorar por la noche y sus misterios con Dani Morales se convirtieron en nuestros ciclos particulares complementarios a la cinefilia. La vida siempre es necesaria cuando se va a un festival y más en un lugar tan maravilloso y acogedor como éste. De cine, todo bien en la sección oficial e interesantes secciones paralelas. Además de los tradicionales pases informativos y de cortometrajes, pudimos disfrutar de una retrospectiva tan interesante y extraterrestre como la de Craig Baldwin al descubrimiento de cine clásico poco visto en la retrospectiva En tránsito: Berlín-Paris-Hollywood. De las extraordinarias Historias extraordinarias de Mariano Llinás al fastuoso ciclo a cargo de Adrian Martin y sus muchachos de Rouge llamado Teenage Wildlife. Del repaso al nuevo cine argentino a las fronteras de la videocreación y otros medios en D-Generaciones. Todas unas variantes que como siempre acrecentan la frustración de no poder clonarse y verlo todo. Aquí hacemos una selección de algunas obras que nos sorprendieron para bien o para mal.

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Pescuit Sportiv, de Adrian Sitaru (Rumania, 2008)

Aunque muchos sigamos valorando su presencia fundamental en las películas, parece que últimamente la coherencia no está precisamente de moda,. Coherencia en el guión y coherencia en las soluciones adoptadas. Coherencia entre el título y la película, entre el cartel y la fotografía, entre la actriz y su personaje. Por eso me entusiasmo con obras como la que nos ocupa, un filme que además de mantener el interés con pocos medios, utilizar la cámara subjetiva con sentido y sensibilidad (nada de dogma de baratillo, ¿por qué si el trípode es artificio, no lo es también la cámara?), sacar partido a una situación que en otras manos caería en lo banal del esteticismo (o lo voraz del moralismo) o elucubrar sobre la utilización de la mentira para saber la verdad, destaca por su coherencia entre su planteamiento y su resolución, entre la manera de montar y los diálogos que ocultan lo
que dicen. La opera prima de Adrian Sitaru constituye toda una declaración de principios e intenciones basadas en la utilización de un conflicto interno como desencadenante de una paz exterior que turba y confunde y que se mueve con el movimiento (las escenas del coche) y que se estanca con el agua parada (las idas y venidas de Violeta mientras Mihai pesca y Sweetie toma el sol). Como en toda producción interesante rumana aparece el nombre de Radu Jude, en este caso como creador de la historia. Tras su magnífico cortometraje El tubo con sombrero (Lampa cu caciula, 2006) tendremos que estar atento a su debut en el largometraje Cea mai fericita fata din lume (2009) presentado recientemente en el festival de Berlín.

Teza, de Haile Gerima (Etiopía y otros, 2008)

No sabemos si es por ser cine etiope o por ser su director Haile Gerima pero Teza es una película muy diferente a lo que solemos ver cuando entramos en un cine. Su forma de construir su narrativa tanto de manera diacrónica (en la construcción de la historia) como de manera sincrónica (en la construcción de cada plano) nos resulta extraña, brusca, abrupta y, finalmente, esencial. Su recorrido por la historia reciente de Etiopía es un recorrido por las miserias del ser humano en un país donde la miseria a todos los niveles ha sido el dominador común, su manera de presentarnos a su protagonista remite a códigos genéricos que la emparientan con referentes tan diversos como El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952) o el capítulo Walking Distance (Robert Stevens, 1959) de la serie The Twilight Zone (1959-1964, Rod Serling, CBS); el regreso a una realidad presente complicada es el detonante para el regreso a una pasado no menos complejo. Gerima no tiene miedo a quedarse soltero (quiero decir, a no casarse con nadie) y no deja títere con cabeza en ninguno de los diferentes gobiernos de su país, ni en los estudiantes que sustituyen la acción por la palabrería mientras se van de fiesta a miles de kilómetros del triste día a día de su país, ni a los europeos que siguen viendo como exótico (y a veces peligroso) lo que realmente es habitual en otros lugares, ni a los que se quedan anclados en la tribu y en sus viejas creencias de brujería, atrocidad y machismo.

Manuel Ortega

24 City, de Jia Zhang-ke (Er shi si cheng ji, China, 2008)

El cine de Jia Zhang-ke es, sin duda, un cine en transformación. Un cine sin miedo a cambiar a medida que consigue capturar el difícil tránsito entre la memoria y el olvido. Y es que nadie como Jia Zhang-ke ha sabido comprometer su cine con las profundas transformaciones de su país y de su tiempo, la China post-socialista, y, sobretodo, con las personas que han sufrido estos cambios. En cierto modo, las películas de Jia Zhang-ke son autobiográficas puesto que en todos y cada uno de sus fotogramas, como en todos y cada uno de sus personajes, se percibe ésa insobornable capacidad de compromiso. Mientras en su penúltimo trabajo, Useless (Wu Yong, Jia Zhang-ke, 2007), el cineasta chino retrataba la transformación del mundo de la industria textil de su país —el máximo exportador de ropa del planeta— en 24 City muestra el proceso sufrido por la fábrica 240, situada en Chengdu y dedicada durante cinco décadas a la producción de armamento para el estado, que debe cerrar sus puertas para dejar paso a la construcción de un complejo de apartamentos de lujo. La película se mueve entre la denuncia temática que ya tratara en The World (Shijie, Jia Zhang-ke, 2004) —la aniquilación de los signos de identidad en los grandes procesos de la globalización— y, como en Naturaleza muerta (Sanxia Haoren, Jia Zhang-ke, 2006), la búsqueda de una complejidad formal que juguetea con el documental y la ficción. En este sentido, Jia Zhang-ke  es capaz de arrancar la misma autenticidad tanto a los cinco personajes entrevistados como a las tres mujeres que recitan monólogos ficticios para retratar como el nacimiento de la nueva China pisotea los escombros del pasado.

Balnearios, de Mariano Llinás (Argentina, 2002)

Irreverente, políticamente incorrecto y de vocación burlesca. Son algunos de los sentimientos que me ha dejado la retrospectiva dedicada a Mariano Llinás en  la décima edición del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canarias y donde, seguramente, Balnearios supone uno de sus exponentes más claros. Concebida de forma completamente amateur, rodada con una cámara de 16 mm. y montada con sus amigos, la película es un curioso documental que recoge las historias de los balnearios o, lo que en Europa llamaríamos, los complejos turísticos. «Quería hacer una película sobre la extrañeza que me producen estos lugares, abarrotados en la época estival y completamente desiertos en la invernal. Y no sabía si hacer una película cómica, un drama, un film informativo….así que decidí hacer todas estas película en una».  Dividida en cuatro partes, la película narra y muestra de forma hiperbólica los comportamientos y las costumbres de los veraneantes, así como las aberraciones arquitectónicas que se han construido en el paraje turístico. Llinás recurre a la extrañeza de lo cómico para trazar una dura crítica a esos lugares sin cara y sin nombre; lugares anónimos, sin personalidad ni identidad alguna, que solamente son espacios de tránsito, de usar y tirar. Lo que en el Jean Vigo de À propos de Nice (1930) era una aceptación del fracaso del cineasta en el intento de capturar el drama de la depredación turística del entorno, en Llinás se erige como distancia irónica quizás vencedora por haber sido capaz de reírse ante un espectáculo, en verdad, tan tremendamente triste.

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La orilla que se abisma, de Gustavo Fontán (Argentina, 2008)

La orilla que se abisma es un poema visual, una película concebida para vencer un reto: el de poner en imágenes la obra del escritor argentino Juan L. Ortiz (1896-1978). La película empieza con unos versos que funcionan a la manera de una carta de intenciones del cineasta: «Sí, estamos todos cansados y nos olvidamos demasiado del oro del otoño. Acaso la revolución consista en lo que el hombre por siglos ha estado postergando: la necesidad del verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florcitas salvajes». Como ya demostrara en sus películas anteriores, El árbol (2006), El paisaje invisible (2003) o Donde cae el sol (1999), Gustavo Fontán representa el cine de vocación más romántica dentro del llamado Nuevo Cine Argentino (Lucrecia Martel, Martin Rejtman, Inés de Oliveira, etc.). La orilla que se abisma recorre el trayecto de un río y se detiene en cada uno de los detalles de su entorno: el verde de las hojas, las piedras, el discurrir del agua…hay una fascinación que se apodera de las imágenes y los sonidos de la naturaleza capturada por Fontán que se asemeja al maravilloso plano secuencia que abre Los muertos (2004) de Lisandro Alonso. La orilla que se abisma es una película hecha de tiempo y de espera. Como si solamente a través de esta espera fuéramos capaces de ver lo que vieron los ojos del poeta. Y es quizás por ello que solamente en el tramo final del film Fontán incluye la voz en off del escritor recitando parte de su obra al tiempo que  algunas imágenes de archivo diluyen y confunden su imagen con la naturaleza.

Anna Petrus

Tulpan, de Sergei Dvortsevoy (Kazajistán, 2008)

De las combinaciones más extravagantes pueden surgir excelentes productos. Es el caso de Tulpan, una mezcla de cine documental y fábula. Dvortsevoy pertenece a esa raza de documentalistas que dan el salto por primera vez a la ficción. Los hay que siguen ambos caminos, como Werner Herzog, y la primera conclusión que podemos sacar es que el cine enriquece sus fronteras con directores que se manejan bien entre ambas orillas. Dvortsevoy se acerca a esta segunda orilla con una sencillez absoluta, con las cosas muy claras y con una gran economía de medios. Y con esa sencillez crea un producto elegante, con mucho empaque y belleza. A través de larguísimas tomas es capaz de convertir la estepa de Kazajstán en un paraje embriagador, un paisaje desierto donde los cuentos, las alegrías y tristezas surgen en pequeñas y sugerentes gotas que van formando un oasis en la retina. Y estas largas tomas son, en parte, las culpables de que la producción se haya alargado tanto en participantes y en tiempo. Seguramente ha hecho falta mucha paciencia para rodar, con una misma cámara, los remolinos de polvo que se forman en la estepa mientras alguno de los protagonistas guía un rebaño de ovejas y otro actor intenta atrapar una oveja preñada para marcarla. Una secuencia situada, con gran acierto, en los últimos veinte minutos, es el momento cúlmen del film (y de mucha de la filmografía que he visionado en estos últimos tres o cuatro años), en el que asistimos al parto de una oveja, produciéndose así un cambio radical en el devenir de la fábula. Algunas voces críticas se han alzado señalando que en esa toma se ha forzado el parto y la situación, que Dvortsevoy miente al espectador, ¿pero acaso el cine de ficción no se permite la licencia de mentir, y más cuando se trata de un hermoso cuento?

Vicente Marrero

À tout de suite, de Benoît Jacquot (Francia, 2004)

El ciclo confeccionado por la revista australiana Rouge, que editan Helen Bandis, Adrian Martin y Grant McDonald (este ultimo miembro del Jurado Internacional del Festival), estaba dedicado a la juventud: Teenage Wildlife. Una de las propuestas incluidas en el mismo es esta pequeña joya de otro francés invisible (en el circuito de exhibición español, claro) que tiene una trayectoria holgada iniciada en la década de los setenta. A tout de suite (ahora mismo, enseguida) se desarrolla precisamente después del 68, a principios de los años 70, cuando el desencanto en la juventud no solo continuaba sino que se había convertido en una cárcel de la que simplemente se quería escapar, atenuadas ya las reverberaciones revolucionarias. La joven Lili, de familia bien, se embarca en una huida hacia adelante, que luego considerará sus primeras y únicas vacaciones, al lado de unos delincuentes de poca monta. El recorrido tiene más de fantasioso que de aventurero, impresión acentuada por la fotagrafía en b/n, los insertos documentales de las ciudades por las que pasa, las fugas a ninguna parte, con una madre que en el arranque del relato no se sabe dónde esté, una amiga que desaparece repentinamente por lo que bien podría ser una proyección mental, un amor hacia una incertidumbre que produce un profundo desasosiego… Un film fascinante que se parece, por ejemplo, mucho a Banda aparte (Bande à part. J-L. Godard, 1964). Un film desconcertante que no tiene nada que ver con Godard ni con la Nouvelle Vague. La certificación de un tiempo que no se puede emular ni recrear, solamente soñar entre sobresaltos.

La Frontière de l’aube, de Philippe Garrel (Francia, 2008)

Primer film del prestigioso realizador francés que he tenido ocasión de ver. Me ha dejado un poso desconcertante ya que aun siendo una obra intrigante que posee ideas muy sugerentes, su visionado me produjo un hastío poco justificable teniendo en cuenta lo escueto de su historia (el amor visto como una droga dura, Poe mediante) y un metraje en absoluto excesivo (poco más de cien minutos). Posiblemente la tendencia estecista de una escritura empeñada en forzar una lírica que no siempre parece oportuna o conseguida es el mayor lastre al respecto. No es normal tampoco el notorio desequilibrio narrativo cuyo tránsito entre la formulación realista y la aparición de lo fantástico resulta desangelado y farragoso. Además considero que una desventaja importantes del film es la prestación de Louis Garrel, hijo del cineasta, un actor de mirada esquiva y molesta, que en esta ocasión sólo convence hacia el final, quizá en en el pasaje más complejo, cuando se ve acorralado por sus visiones; en otros casos siempre desajusta las escenas que comparte con sus partenaires femeninas, sobre todo en relación a una Laura Smet de poderosa presencia. Ahora bien, La Frontière de l’aube contiene una dramaturgia que trasmite muy bien la angustia por alcanzar una felicidad imposible y despliega con arrojo un hálito trágico propiciatorio. Como señalaba el amigo Manuel Ortega recuerda a la pretenciosa y para mí brillantemente delirante The Addiction (1999) de Abel Ferrara; de hecho el film de Garrel me parece una especie de spin-off a la francesa de aquella, para mal y para bien.

Liverpool, de Lisandro Alonso (Argentina y otros, 2008)

Cuarta película de Lisandro Alonso que prosigue el camino emprendido en sus dos primeras películas decidido a contemplar las zonas más invisibles y misteriosas de la Argentina, que más allá de las grandes urbes y las zonas turísticas oculta entre su vasta extensión universos desconectados, en verdad únicos (La Pampa, Corrientes, Patagonia). Con una estructura que se asemaja en parte a la de Los muertos (2004), su segunda realización, Liverpool narra un intermedio en la vida de Farrel que le devuelve a sus orígenes en Tierra del Fuego, provincia en el extremo sur del país y del continente, de clima helado dada su proximidad a la Antártida. Alonso reitera su vocación de observador paciente deteniéndose a exponer con largos planos, en los que casi siempre hay movimiento, el inicio del viaje y su posterior desarrollo que explicita el esfuerzo que supone alcanzar un destino incierto. Hasta aquí no hay ningún elemento novedoso y el tratamiento es bien conocido. El problema es que ahora deviene menos habilidoso y más infundado que en propuestas previas. Pero lo más decepcionante de Liverpool, un film sorprendentemente mediocre, se encuentra en la zalamera descripción del reencuentro familiar en el que el cliché se apropia del relato (en el guión con la madre enferma que no recuerda a su hijo y el padre hermético que recrimina a Farrel su regreso, y en la puesta en imágenes con abundancia de planos-fórmula que se alargan sin lógica ni profundidad) para contradecir su tono preeminentemente contemplativo y añadir una insólita mirada vejatoria y pueril en el que el observador se convierte en deidad de filiación peligrosa: hace pensar en un tímido (aprendiz de) Lars von Trier que no se atreve a revelar sus cartas al principio.

J.D. Cáceres Tapia