Cineastas-Músicos

La cámara y la partitura

Que un director produzca o intervenga en la producción de sus películas, las escriba en solitario o participe en el guión, se encargue del montaje, aparezca como actor o firme incluso la fotografía resulta bastante normal. Lo es bastante menos que componga la música de sus películas (o se responsabilice del diseño de producción o del vestuario). Cine y música, artes tan complementarias desde las mismas raíces del cinematógrafo mudo, no aceptan por regla general el doble cometido de realizador y compositor, quizá porque si alguien tiene talento para las dos cosas debe acabar escogiendo solo una de las disciplinas, como hizo Jim Jarmusch a principios de los años ochenta: tocaba los teclados en el grupo The Del-Byzanteens y ya había dirigido su primera película, Permanent Vacations, pero cuando se enfrascó en el rodaje de Extraños en el paraíso decidió que no tenía capacidad para dedicarse con intensidad a las dos cosas al mismo tiempo, por lo que perdimos a un buen músico para ganar un excelente cineasta.

Son varios los casos de músicos de rock, folk o pop que han sido tentados con mayor o menor intensidad por la dirección cinematográfica: Frank Zappa (200 Motels), Bob Dylan (Renaldo y Clara), David Byrne (True stories), Neil Young firmando como Bernard Shakey (Journey Through the Past, Rust Never Sleeps, Human Highway, CSNY Déjà Vu)), Laurie Anderson (Home of the Brave), Prince (Under the Cherry Moon, Graffiti Bridge) o Rob Zombie, el que más en serio se lo ha tomado finiquitando a su grupo de rock metálico con nombre de film mítico del fantástico, White Zombie, para entregarse como realizador a la causa del cine de terror rural y escabroso, al gótico americano: La casa de los 1000 cadáveres, Los renegados del diablo y Halloween. El origen. Pero salvo el caso de Zombie, y en cierta medida el del iconoclasta Young, el resto no dejan de ser aisladas tentativas y caprichos esporádicos como puedan serlo también las balbucientes carreras de  algunos cantantes (de pop o de ópera) tentados por los focos de la actuación cinematográfica. No es lo que nos interesa aquí, sino el proceso inverso, y generalmente más fructífero, el del director que compone y que, con el paso del tiempo, adquiere también en lo musical un sello distintivo: las capacidades como compositores, en definitiva, de Jim Jarmusch —al inicio de su carrera—, John Carpenter, David Lynch, Chris Marker, Hal Hartley, Clint Eastwood, Mike Figgis, Alejandro Amenábar, Emir Kusturica, Woody Allen (muy tangencialmente) y, por supuesto, el primero en aceptar el doble reto, Charles Chaplin. Y no tanto la habilidad intrínseca de todos ellos para escribir música, cuanto la manera que han demostrado algunos de integrarla en un propio y bien definido cuerpo fílmico.

Chaplin, pese a sus reticencias respecto al cine sonoro (o mejor dicho, el cine hablado), fue de los primeros en entender las enormes posibilidades expresivas de la música para potenciar determinados aspectos de la ficción cinematográfica en el terreno del melodrama antes que en el del puro slapstick. Y su formación autodidacta le llevaría a escribir personalmente temas preciso para subrayar una actitud anómala (Monsieur Verdoux) o para inflamar el acento de una tragedia victoriana (Candilejas). Esto una vez hubo asumido lentamente las reglas del cine sonoro, ya que en los tiempos silentes supo también utilizar temas propios o ajenos e integrarlos en la poética de la imagen primitiva: nada mejor que la melodía de «La Violetera», canción que hizo famosa la cupletista catalana Raquel Meller, para definir el amor imposible que late en esa bella comedia romántica en pantomima titulada Luces de la ciudad.

El trabajo del británico Mike Figgis es el menos trascendente, y lo es por lo híbrido de su trayectoria epatante tras la cámara y por la escasa importancia que la música posee en ella (con la excepción de la atmósfera jazzística de su primer film, Lunes tormentoso), pese a ser, de todos los citados, el único que tiene verdaderos estudios musicales y el que desarrolló una cierta carrera en el medio tocando con Bryan Ferry antes de los tiempos de Roxy Music. Kusturica, por su parte, no ha hecho otra cosa que aprender de los compositores con los que ha trabajado, en especial Goran Bregovic, para desarrollar como bajista de No Smoking Orchestra, y ocasional compositor (La vida es un milagro), un similar estilo de folk balcánico, zíngaro y extravertido que, por supuesto, casa muy bien con las historias que realiza. Kusturica hace algo distinto de los demás: tocar habitualmente en directo (Jarmusch también lo hizo con The Del-Byzanteens y Dark Day, pero esos tiempos ya pasaron). En eso, en el placer del escenario, Kusturica está en la misma línea que Woody Allen, aunque el cineasta neoyorquino no compone música para sus películas (salvo en El dormilón) porque es consciente de que su afición al clarinete y al jazz de Nueva Orleans es un capricho (bien remunerado en giras con el público entregado antes de que sople una sola nota) y sabe que lo mejor es tirar de los clásicos para las bandas sonoras de sus films: Allen toca música pero conoce sus muchas limitaciones como posible compositor.

Muy de vez en cuando, sin esas giras de relumbrón para cinéfilos más que para amantes del jazz que realiza Allen, Eastwood se atreve a salir a un escenario a tocar el piano, como demostró en el concierto de homenaje que le montaron en octubre de 1996 Lennie Niehaus, Jon Faddis y Joshua Redman, entre otros, capturado en Eastwood After Hours. Live at Carnegie Hall. El director de Poder absoluto ha ido creciendo como compositor y ganando esa seguridad que no tiene Allen. Primero se limitó a escribir uno o dos temas de algunas de sus películas, confiando siempre el score en Niehaus, pero ya en esos fragmentos breves e instrumentales se definía un estilo personal, íntimo y melancólico: pienso en «Claudia’s Theme», el tema principal de Sin perdón, y «Doe Eyes», el tema de amor de Los puentes de Madison. A partir de Mystic River, Eastwood ha asumido en solitario la escritura de sus bandas sonoras. Lo hizo por convicción y también por necesidad: para mantener su independencia y convencer a los directivos de la Warner de que le dejarán hacer una película de tema espinoso y en la que, además, no figuraría como actor, Eastwood debió abaratar costes, y la primera víctima fue su fiel Niehaus, razón por la que el director asumió casi por obligación las funciones del compositor. El resultado, aparentemente simple, ni una nota de más, como tampoco hay ninguna imagen sobrante, le dejó satisfecho, por lo que repitió con ese característico tono minimalista y pausado en Million Dollar Baby y Banderas de nuestros padres, aunque siempre confiando en los arreglos de su hijo, Kyle Eastwood, quien ya firma la música de Cartas desde Iwo Jima. Pero el estilo musical de Eastwood no se ciñe solo a su evolución como compositor, sino que queda patente también en la adecuación que hace de temas preexistentes para definir el estado anímico de toda una película y acrecentar su unidad de estilo: las canciones del agridulce crooner Johnny Hartman para Los puentes de Madison y la elección del rico temario de Johnny Mercer, interpretado por gente tan dispar como Cassandra Wilson, Rosemary Clooney, K.D. Lang, Tony Bennett, Brad Mehldau y el estilizado Quartet West de Charlie Haden, para Medianoche en el jardín del bien y del mal. Y no debe olvidarse que nadie filmó tan bien el arte de tocar jazz como Eastwood en Bird, su retrato en claroscuro de Charlie Parker.

La seguridad musical que ha adquirido el cineasta queda reafirmada con su banda sonora para un film totalmente ajeno, La vida sin Grace, un drama  realizado por James C. Strouse y centrado en lo que experimenta un hombre tras enterarse de que su esposa, militar de profesión, ha muerto en Irak. Eastwood ha dotado al film de sonidos transmutables con el drama de Bill Munny en Sin perdón, que era también una película sobre la ausencia de la esposa muerta. La faceta de compositor para otros cineastas es una excepción, aunque compartida con Alejandro Amenábar. Además de la música de sus propios films, el director de Los otros ha escrito bandas sonoras para su guionista Mateo Gil (Nadie conoce a nadie) y su productor José Luis Cuerda (La lengua de las mariposas): favores prestados, deudas saldadas. El estilo de Amenábar apela en la concepción inicial (mediante el uso de ordenador, secuenciador y sintetizador) al carácter doméstico con el que Carpenter concibió las columnas sonoras de sus primeras películas, pero los arreglos posteriores le otorgan una dimensión más neoclásica.

La relativa «precariedad» económica que lleva a Eastwood a escribir en solitario los scores de sus películas tiene mucha relación con los orígenes de John Carpenter como compositor cinematográfico: su música ejecutada con sintetizador para Asalto a la comisaría del distrito 13 -después versionada por Ralf Hennings y Afrika Bambaataa- y La noche de Halloween -versionada también por Ben Tramer (seudónimo de Aidan Moffat, el cantante de Arab Strap) en «Halloween E.P.»- nace por decisión estética y, sobre todo, para abaratar costos: una vez terminado el rodaje de la primera película sobre Michael Myers, Carpenter tuvo que apañárselas con el sintetizador ya que no quedaba dinero para hacer una partitura bien arreglada y orquestada, aunque no tardó en descubrir que sus melodías minimalistas y repetitivas, compuestas con la ayuda de un metrónomo, potenciaban aún más el clima de inquietud del relato. La música electrónica de La noche de Halloween es tan sello distintivo del film como la máscara de Myers, la calva de Donald Pleasence, los gritos de Jamie Lee Curtis o la cámara subjetiva de la secuencia inicial. Con el paso del tiempo, y la llegada de nuevos éxitos y un mayor empaque de producción, Carpenter no varió de orientación en materia musical pese a incorporar otros compositores (Ennio Morricone, Alan Howarth, Shirley Walker, Dave Davies) y abordar otros géneros musicales en función de las historias tratadas. Nada mejor que un blues infeccioso y árido para Vampiros de John Carpenter y un rock metálico y neo-gótico para Fantasmas de Marte de John Carpenter. Conviene recordar que junto a sus amigos y colaboradores Nick Castle y Tommy Lee Wallace, Carpenter montó el grupo The Coupe de Villes, con el que en 1986 grabó un álbum, nunca editado, de pop eléctrico y rock de guitarras.

En David Lynch se observa, como en Eastwood, un proceso musical de lenta, paciente y solida autoafirmación. Tras varios años elaborando los efectos de sonido como si fueran el score del film, su encuentro con Angelo Badalamenti en 1986 le hizo ver las posibilidades que encierra la música cinematográfica, a la que nunca había prestado interés como tal. Así se suceden algunos de los mayores éxitos del tándem tanto en el plano visual como en el auditivo (los temas distintivos de Terciopelo azul y Twin Peaks). Sin romper ataduras con Badalamenti, tan presente en el imaginario lynchiano, el director de Cabeza borradora empieza a soltarse. Escribe las letras de los temas cantados, propone melodías, firma a medias con Badalamenti la música incidental de varios pasajes, toca percusiones, se implica en los arreglos, utiliza el estudio de grabación como si fuera un instrumento orgánico más (escuela Phil Spector, escuela Brian Eno) y, finalmente, asume la autoría de buena parte de la banda sonora de su último largometraje, Inland Empire. Su fascinación por un pop vintage con formas hipnóticas y fondos oscuros y venenosos le conduce irremediablemente hacia las canciones de Roy Orbison y Chris Isaak (tan bien utilizadas en Terciopelo azul, Corazón salvaje y Mulholland Drive), y cristaliza igualmente en los dos discos que Lynch y Badalamenti produjeron y escribieron para Julee Cruise. Con su ingeniero de sonido John Neff grabó Blue Bob, una exposición sucia, flamígera y humeante de blues industrial en la que Lynch utiliza la guitarra eléctrica de igual modo a cómo emplea la cámara de cine, la cámara fotográfica o el lienzo en blanco, es decir, para generar atmósferas que van del agujero oscuro del miedo a la epifanía de nuevos mundos sin descubrir.

En similar grado de libertad expresiva se han mantenido Jarmusch y Hartley, los dos únicos cineastas norteamericanos verdaderamente indies que quedan tras el terrible sarampión del «estilo Sundance» y la compra-venta de talentos independientes por parte de Hollywood. Hartley se ha dedicado a componer la música de todos sus films, firmando durante años como Ned Rifle y a partir de Henry Fool, en 1997, con su verdadero nombre. Sus pasajes diegéticos se recuerdan menos que la incorporación de las canciones de Yo La Tengo o Sonic Youth en determinadas escenas («para sustituir el contenido narrativo de una escena dialogada», según escribe Sergi Sánchez en el seminal «Las variaciones Hartley») o la presencia de P.J. Harvey como actriz en The Book of Life. Algo parecido le ocurre a Chris Marker, que con el seudónimo de Michel Krasna ha elaborado las casi invisibles costuras electro-acústicas de Sans soleil y otras de sus obras, una música que acentúa la brumosa división entre ficción y realidad de su cine, prefiriendo las cadencias tenues y calladas de las piezas para piano de Frederic Mompou cuando ha filmado en la intimidad a su gato Guillaume-en-Egypte.

Con Jarmusch las cosas son bien distintas, ya que hace películas musicales sin que ninguna de ellas pertenezca al género musical, films donde la música se «palpa» además de escucharse: los largos planos del mercenario Forest Whitaker oyendo el rap de RZA mientras circula en coche en Ghost dog: el camino del samurái, los travellings iniciales de derecha a izquierda y de izquierda a derecha de Bajo el peso de la ley que presentan a los personajes de John Lurie y Tom Waits mientras suena una canción de este último, la música de cámara de Lurie en Extraños en el paraíso o los fondos con guitarra hiperrealista de Neil Young en Dead Man son cine musical como lo son los paseos nocturnos e inocentes de Kyle MacLachlan y Laura Dern en Terciopelo azul. Jarmusch solo ha compuesto la música de una de sus películas, la primera, Permanent Vacations, pero después se ha convertido en una suerte de organizador musical como lo son Lynch y Tarantino, capaces de encontrar siempre el tema ajeno que mejor le cuadra a un plano aislado o una escena entera. Eso sin contar la fuerte implicación que la cultura del rock tiene en su cine, desde su propia experiencia en el post-punk neoyorquino de los últimos setenta, con más visitas al CBGB y al Mudd Club que a las salas de cine, hasta la filmación de varios conciertos de Neil Young en el crudo Year of the Horse, pasando por las pertinentes reflexiones sobre Memphis como cuna del rock y expolio del blues que se plantean en Mystery Train y, por supuesto, por la incorporación de músicos como intérpretes de sus ficciones (John Lurie, Richard Edson, Tom Waits, Joe Strumer, Screamin’ Jay Hawkins, Iggy Pop, Jack y Megan White), ya que Jarmusch es de los que creen que un músico interpreta siempre un papel sobre el escenario y su potencial como actor resulta, así, ilimitado.