El luchador

Tocar fondo

Termínalo». Es la palabra que resonaba en la cabeza del personaje que interpreta Hugh Jackman en The Fountain una y otra vez hasta convertirse en una obsesión. Era el último deseo de su mujer (Rachel Weisz), que él diera una forma final al libro en el que estaba trabajando antes de morir. Y es que toda historia tiene un final, o no. Quizás en las películas de Darren Aronofsky sus personajes se pasen todo el tiempo buscando ese final, sintiéndose abocados a él; normalmente como forma de autodestrucción, como medio de sublimación del dolor que sienten, del vacío en el que se encuentran instaladas sus vidas. Todos necesitan llegar a ese límite, a ese estadio en el que ya no importa nada porque lo has perdido todo. Es un punto de no retorno, pero de algún modo también constituye una especie de salvación para ellos.

Cada uno se labra su propio infierno. Unos pueden obsesionarse con las matemáticas, otros ser adictos a las drogas, los hay atormentados por el recuerdo, porque han sufrido la pérdida de un ser amado o porque se lamentan al advertir que no tienen nada a lo que aferrarse en este mundo. A veces no se necesita ser un perdedor para sentir que tu vida no tiene sentido. Quizás el cine de Darren Aronofsky empezó realmente a interesarme cuando me di cuenta de esto. Y me di cuenta precisamente cuando esa esencia oculta comenzó a desvelarse a través de la emoción contenida que propulsaba el fundamento dramático de La fuente de la vida. Todo el aparataje formalista que había sustentado sus dos primeros films terminaba por difuminarse, encontrando una soberbia concretización en la breve pero intensa línea definitoria que constituía el leit motiv emocional que para mí daba sentido a todo el film. Todo lo demás daba igual, llegaba incluso a abstraerme de ello y no me importaban los saltos en el tiempo, los delirios visuales o su carácter mítico y existencial. Prefería quedarme con esa palabra, termínalo, ese amor más allá de la vida y de la muerte y esa idea de historia que nunca se acaba.

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Cuando vi el  El luchador sentí que por fin Aronosfky había encontrado su esencia, que ya no necesitaba ampararse en ningún tipo de parafernalia argumental o formal para dar sentido a su universo particular y que podía construir una historia de una sola pieza, entera y sin fisuras (sin fracturas de la imagen o del sentido narrativo) y erigirse como una entidad sólida y perfectamente cohesionada. Además, y quizás lo más importante, el lado humano no se encontraba esta vez dilapidado por el abigarramiento estilístico ni por la impersonalidad retórica. Esta vez se hacía carne de verdad, y por tanto la conexión empática era inmediata, cosa que no ocurría en Pi, Requiem por un sueño y La fuente de la vida, en la que sus personajes eran prácticamente abstracciones. Por el contrario El luchador me pareció una película tremendamente física, visceral, orgánica. Todo el elemento cerebral que había caracterizado la pulsión cinética de su anterior  filmografía se trasfiguraba para ofrecer una historia que se alejaba de la alucinación para adentrarse en terrenos mucho más firmes, palpables y reconocibles. Y sin embargo, la esencia de su cine permanecía intacta.

El personaje de Randy The Ram que interpreta con una maestría casi sangrante Mickey Rourke constituye el compendio de muchos de los roles masculinos que han pululado por sus películas pero esta vez bajo una potencia expresiva corporal y un poder de arrastre emocional inevitablemente arrollador. No hay atisbo de intelectualidad, ni de romanticismo, ni de grandilocuencia en el retrato de un hombre que fue estrella de la lucha libre en su juventud y que en el ocaso de su carrera profesional intenta mantener con dignidad lo único que se le da bien en la vida: dejarse la piel en el cuadrilátero. Su obsesión no es la misma que la del protagonista de Pi, enfrascado en imposibles conspiraciones basadas en los números, ni las de los desdichados seres que pululan por Requiem por un sueño, víctimas de su drogodependencia, tampoco puede comparase a la que sufre Hugh Jackman en The Fountain, incansable en su búsqueda por encontrar una cura para la enfermedad de su esposa. No es la misma, pero en el fondo termina siendo igual, ya que todos ellos acaban haciendo de esa obsesión su forma de vida, sintiéndose totalmente desubicados si salen de ese microcosmos íntimo que se han ido configurando. En el caso de Randy la lucha cuerpo a cuerpo se ha convertido en lo único para lo que cree servir de verdad y, el cuadrilátero, en el único espacio en el que consigue realmente sentirse útil y por tanto alcanzar un mínimo grado de recompensa personal. Quizás a través de la violencia consiga descargar la insatisfacción que siente cuando se convierte en un ciudadano corriente, teniendo que lidiar constantemente con su propia naturaleza y teniendo que asumir una gran cantidad de errores cometidos que lo acompañan atormentando su existencia hasta hacerla prácticamente insoportable. Randy es un superviviente, un héroe de otro tiempo que se ha convertido en un fantasma; un ser que sigue arrastrándose como puede a pesar de que cada vez le cuesta más trabajo encontrar una razón para ello. Está hecho de otra pasta, no cabe la menor duda. Ahora los ídolos de las jovencitas han nacido bajo el signo de la metrosexualidad y seguramente no aguantarían ni un leve tortazo. Pero tanto Randy The Ram como el actor que lo encarna, Mickey Rourke, son dos hombres curtidos por una vida que se han empeñado en considerarla como un largo calvario hacia la propia destrucción (en este sentido no resulta en absoluto casual la cita en el film a la película de Mel Gibson La Pasión de Cristo). Por eso, no creo que quepa la menor duda de que parte del encanto de El luchador radica en la instantánea identificación que se hace entre la figura del actor y el personaje, llegando a una feliz simbiosis que se erige como verdadero eje cordial del film. Ver resurgir de sus cenizas a un tipo como Rourke en El luchador me parece más  impactante que asistir a la pantomima realizada por Jean Claude Van Damme en JCVD en la que el actor se limitaba a demostrar lo bien que interpretaba (y lo poco que se le había hasta ahora considerado su talento) llorando ante la cámara y lamentándose por haber llevado una vida disoluta y ser víctima de su propia fama. Ese acto catártico debería ser algo más y demostrarse no mediante llantinas impostadas sino actuando, como precisamente hace Rourke, o al menos con la humildad que demostraba Stallone en la muy reivindicable Rocky Balboa (y más tarde en otra buena pieza como era John Rambo), en las que no necesitaba reconvertirse en un nuevo y falso icono de intelectuales (esos que hace diez años detestaban a Van Danme y que ahora les parece de lo más in) para volver a resucitar más que decentemente los personajes que le hicieron famoso en los ochenta y de los que parece no querer todavía desprenderse, igual que Randy The Ram, porque quizás no sabe hacer de otra cosa.

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Precisamente me gustaría hablar brevemente de los paralelismos existentes entre las cintas El luchador y Rocky Balboa, ya que en mi opinión constituye una el reverso oscuro de la otra. Ambas cintas trabajan con la figura del guerrero del ring crepuscular, inadaptado dentro de un mundo en el que ya no tiene espacio, un mundo que no es capaz de comprender y en el que los recuerdos del pasado se convierten prácticamente en su único sustento para un presente en el que discurren como sobras. Tanto Rocky como Randy está solos, sienten una terrible nostalgia de sus días de gloria y se sienten vacíos y cansados, tristes, deambulando por calles silenciosas y mal iluminadas, frías como una punzada, sintiendo una inevitable decepción vital y sabiéndose incapaces de adaptarse al nuevo orden de las cosas. En los dos casos se traza un similar discurso sobre el choque generacional y las complicaciones que implica la paternidad; también tienen en común su fidelidad hasta el final a sus ideales y su reivindicación del ring como el único lugar donde se sienten cómodos. Sin embargo, entre ellos hay una incuestionable diferencia: Rocky no es un perdedor (tiene un negocio, algunos amigos y sobre todo, el respeto público), mientras que Randy no tiene nada. Y eso resulta sustancial para, a la postre, bifurcar el discurso final de las dos películas: mientras que Rocky Balboa articula un alegato a favor de la superación del individuo frente a toda adversidad a través de la creencia en uno mismo, El luchador de Darren Aronofsky se sumerge en un aplastante pesimismo que parece condenar a su personaje desde el principio a un callejón sin salida. Da igual que creas en ti mismo: a veces no es suficiente. Y eso es tan demoledor como cierto. Randy no tiene salvación posible y eso se nota en la sordidez casi sádica con la que Aronosfky lo va hundiendo en la miseria, dándole de vez en cuando algún atisbo de posibilidad de redención para luego quitársela, condenándolo definitivamente a aceptar su destino, como si fuera un héroe griego trágico, víctima de sí mismo (me recuerda mucho a la figura de Áyax) y de su mala suerte.

Aunque Sylvester Stallone no sea muy buen actor dice en Rocky Balboa una frase que me gusta mucho: «ni tú ni nadie te va a golpear más fuerte que la vida. No importa lo fuerte que golpees, sino lo fuerte que pueden golpearte».

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Los peores puñetazos los recibe Randy fuera de ring. Su hija (Evan Rachel Wood) lo desprecia porque no se ha ocupado nunca de ella y la única mujer a la que se siente cercano (Marisa Tomei) es una bailarina de strip-tease que termina rechazando su afecto quizás porque ve en él un espejo de su propia decadencia. Ambos se encuentran presos en sus propios cuerpos, son esclavos de la carne, pero ya sólo quedan despojos. «Soy un pedazo de carne vieja y estoy solo» dice Mickey Rourke en un momento del film. Es la confesión que le hace a su hija cuando toma conciencia de su fracaso vital. Y es que El luchador es una seca y triste balada en torno a las flaquezas y debilidades del ser humano, a sus limitaciones. No hay en ella atisbo de moralidad redentora, sólo la crónica del desencanto de un personaje que no ha sabido jugar bien sus cartas, o quizás es que no ha sabido hacerlo mejor. No se necesita subir a un cuadrilátero para ser noqueado por la vida; a veces se trata de mala suerte, otras se debe a un trabajo de años. Quizás en el caso de Randy sea un cómputo de las dos cosas. Al final de su trayecto no quiere estar solo. Al fin y al cabo es lo que todos queremos. Y la imposibilidad de conseguir comprensión supone su definitivo golpe final.

Todas las películas de Darren Aronofsky culminan con una especie de estallido catártico final. El luchador tiene también su momento de máxima intensidad bajo los acordes del Sweet Child of Mine de los Guns n’Roses. Randy sale a escena para librar su último combate y resulta emocionante ver la entereza con la que lo afronta. Entonces también parece querer decir para sí mismo: «Termínalo»