Glauber Rocha en los 60

El ruido y la furia

«Bienaventurados los locos porque ellos heredarán la razón»
A idade da terra (Glauber Rocha. 1980)

A casi treinta años de su muerte, la visión y la valoración cabal del cine de Glauber Rocha corren hoy diversos riesgos. Esto no debería extrañarnos, pues sin duda el director brasileño ha sido de los que en la historia del cine ha asumido este concepto, el de riesgo, en mayor medida, hasta sus últimas consecuencias. Parece indudable que su obra fue producto de una determinada época, propicia a la agitación ideológica y a profundos cambios en el mundo del cine, y que su trabajo intenta responder con unos nuevos modos expresivos y unos revolucionarios planteamientos ideológicos a los problemas más graves y también más viejos no sólo de su Brasil natal sino de toda Latinoamérica: la pobreza más hiriente, la colonización cultural y económica, la represión y la falta de libertad. Y para atestiguar todo ello a través del cine no sólo es necesario el abordaje de estas temáticas frecuentemente arrinconadas por el cine oficial sino, sobre todo, hacerlo a través de unas nuevas formas, alejadas de la estética propugnada por los países colonizadores. Un lenguaje revolucionario que se oponga al lenguaje del Poder, repetirá Rocha en numerosas ocasiones. La creación de un cine nacional —o, más globalmente, continental— acorde con la realidad del país, con una realidad subdesarrollada. Poesía y política como dos términos inseparables, intercambiables. Así, la radicalidad estética del cine de Rocha —inseparable de las intenciones políticas que movieron su cine; es más, que constituye realmente el verdadero gesto político de éste— probablemente suponga un obstáculo casi insalvable para muchos espectadores actuales. Su carácter fracturado, incompleto, imperfecto, caótico, confuso,…, pueden ser lastres excesivos en una época de asepsia estética y corrección política como ésta, siendo estos rasgos realmente los más congruentes con los propósitos de Rocha como cineasta. Un director que preparaba minuciosamente cada uno de sus proyectos —sobre los que elaboraba varios borradores de guión, todos muy diferentes entre sí— para luego, en el rodaje, empezar —aunque fuera aparentemente— desde cero, para destruir lo construido, pues importaba más ese gesto de incertidumbre, en trance continuo, incluso histérico, el grito de desesperación y rabia, antes que cualquier otra cosa.

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En unos tiempos como los actuales en que la idea del compromiso ideológico, o simplemente de la ideología, es vista, por lo general, como algo trasnochado, el cine de Rocha puede ser visto —o no visto— como producto de otros tiempos. Y lo es, desde luego, como no puede ser de otra forma, pero lo que garantiza la permanencia de su obra reside en la coherencia y rigor con que Rocha supo formalizar todos sus planteamientos políticos —no exentos de contradicciones, es cierto, como su propio cine— en una obra caracterizada por su sinceridad y su alto grado de autoexigencia, más allá de la valoración que se haga de ella —y es obvio que la de Rocha no es precisamente de las que buscan el consenso, todo lo contrario—. Lo indudable es que su apuesta formal es una de las más radicales de una época en que no escaseaban precisamente las innovaciones lingüísticas. La obra de Rocha pretende cualquier cosa menos alcanzar algo parecido a la perfección —técnica, narrativa, incluso ideológica— o responder a planteamientos exclusivamente racionales, pues aquélla pretende ser consecuencia y expresión de la mayor de las irracionalidades, la de la pobreza. Nos encontramos ante un cine, pues, en que importa más el testimonio de un desgarro profundo, el gesto apasionado y atormentado, la creación de un cine profundamente desarticulado, abierto, en que el rodaje con frecuencia consistía en la demolición de los planteamientos previos, en que el guión es sólo un estímulo sobre el que construir la película —y ante todo sobre el que destruir lo ya previsto—, más que una guía cartesiana del rodaje, en que la mirada expresa furiosamente todo tipo de dudas y la mayor de las desesperaciones antes que cualquier tipo de certezas tranquilizadoras; un cine imperfecto y lacerante para trasladar una realidad, la del subdesarrollo, también imperfecta y lacerante.

Glauber Rocha es el Cinema Novo, y es algo aparte. No cabe duda de su papel protagonista en el nacimiento de este movimiento intensamente renovador, no ya del rutinario cine brasileño de la época sino de todo el cine latinoamericano, y en especial es incuestionable su influencia en el nacimiento, poco después, del nuevo cine cubano o en el surgimiento de ciertas muestras de cine militante en otros países del continente. Y protagonista no sólo con sus películas sino también con su incansable activismo, con su actitud aglutinadora de toda una serie de cineastas que pretendían cambiar sus respectivos cines nacionales, y, aún más importante, con su permanente elaboración teórica acerca del papel del cine en los países subdesarrollados. Pero también parece evidente que su cine se resiste a cualquier tipo de clasificación, a encuadrarse en cualquier movimiento. Si su obra parte del Cinema Novo y contribuye enormemente a perfilar su fisonomía esencial y a darlo a conocer internacionalmente, progresivamente irá adquiriendo unos rasgos absolutamente idiosincrásicos, hasta llegar al cine definitivamente al margen de cualquier corriente que realizará en la década de los setenta.

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Con apenas 22 años Rocha dirige su primer largometraje, Barravento (1961), un filme que en principio sólo iba a escribir y producir, pero del que acaba encargándose ya iniciado el rodaje debido a desavenencias con el director inicialmente encargado del proyecto, Luis Paulino Dos Santos. Como consecuencia, Barravento es un producto híbrido, que contiene algunas de las inquietudes que Rocha desarrollará a lo largo de su carrera —el hambre, la religión, el misticismo, el primitivismo, el interés por África,…,—, pero que estéticamente sólo en ocasiones anticipa su cine posterior. No obstante, Firmino, su protagonista, es ya un personaje típico de Rocha: un joven que rechaza las supersticiones de los habitantes del pueblo costero al que ha vuelto, después de su estancia en la ciudad, y que rompe la red de sus vecinos, que viven de la pesca, para que sientan de verdad el hambre y acaso esto sea el estímulo definitivo que provoque un cambio radical en su situación de miseria y sumisión, para subvertir el orden establecido a partir de violentarlo [1] —algo parecido al inolvidable Corisco de Dios y el diablo en la tierra del sol, que mata porque no puede soportar que la gente muera de hambre, o a Antônio Das Mortes, en esta misma película, que mata a Dios y al Diablo para que estalle de una vez la guerra que acabe con la miseria del sertâo; estas apasionadas contradicciones definen de forma muy precisa al propio Rocha y a su obra—. Firmino es un fanático, pero con un horizonte de libertad, como lo definió el propio Rocha. Y Barravento, pese a sus deficiencias, una de las primeras muestras de los nuevos aires de libertad que en pocos años revolucionarán el cine brasileño e hispanoamericano.

Pero el verdadero inicio de la carrera de Rocha lo señala Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o diabo na terra do sol. 1963), su película  más conocida y probablemente la que mejor sintetiza las características de su obra. En ella, más que la historia del vaquero Manuel y su mujer Rosa —que está contada como un tradicional relato oral—, huidos después de matar el primero al terrateniente que intenta engañarlo y unidos primero al beato Sebastiâo y después al cangaceiro [2] Corisco, ambos finalmente muertos a manos de Antônio Das Mortes, más que la sentencia que la película certifica de que la tierra no pertenece a Dios ni al Diablo sino a los hombres, importa en ella el elaboradísimo trabajo formal que Rocha muestra en el film y, junto a Terra em transe (1967), es la que mejor evidencia una de las ideas más repetidas por Rocha, la de que la revolución debe pasar en primer lugar por una revolución del lenguaje. Al contrario del cine político que surgirá en la década siguiente en Europa —con cineastas como Elio Petri, Costa—Gavras, Giuliano Montaldo o Yves Boisset— para Rocha la revolución —y no otro es el horizonte de toda su obra— debe empezar con la convicción de que las ideas nuevas sólo se pueden expresar con un lenguaje nuevo. En Deus e o diabo está todo el cine de Rocha, en especial el de la década de los sesenta: la realización de un cine épico —en el sentido brechtiano—, la idea del neosurreaismo, neologismo acuñado por Rocha para indicar que el camino del cine latinoamericano —con Luis Buñuel como el principal referente— debe estar entre la razón y lo irracional, entre el neorrealismo —la realidad— y el subconsciente —el sueño—, es decir entre la estética del hambre y la estética del sueño, por referirnos a los dos manifiestos más conocidos de Rocha, escritos respectivamente en 1965 y en 1971 [3]. Junto a Vidas secas (1963), de Nelson Pereira Dos Santos, Deus e o diabo supone la consagración del Cinema Novo, aunque significativamente se trate de dos obras muy diferentes: mientras la película de Pereira Dos Santos es narrativamente mucho más clásica, de claras influencias neorrealistas —aunque no desprecie lo simbólico, la capacidad de abstracción y una profunda estilización—, la de Rocha supone una verdadera revolución formal, más vinculada con las rupturas de algunos compañeros de generación europeos. Ambas, no obstante, instauran el sertâo —un territorio sumamente árido y castigado por la miseria del nordeste de Brasil— como el escenario privilegiado de muchas de las mejores películas inscritas en el Cinema Novo. No obstante, en Deus e o Diabo, a diferencia de lo que ocurrirá en Terra em transe —en que la cámara es un personaje más en medio de la agitación general de la convulsa situación política que se vive en Eldorado, el país imaginario en que transcurre la acción—, aún hay espacio para una planificación milimétricamente elaborada, para el diálogo entre el ruido y la furia de lo que sucede dentro del plano y la reflexiva mirada de la cámara —y véanse, como mejor ejemplo, las extraordinarias secuencias que siguen al encuentro entre Manuel y Corisco en mitad del fantasmagórico sertâo—.

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Después de dos documentales de supervivencia —aunque Rocha no destierre en ellos algunos de sus rasgos estilísticos más habituales— Amazonas, Amazonas (1966) y Maranhao 66 (1966), Rocha acomete una de sus obras más ambiciosas y también más radicales, Terra em transe. Aunque probablemente no ha envejecido tan bien como Deus e o diabo —y las escenas de las decadentes fiestas son tal vez el mejor ejemplo, en las que es rastreable incluso una mirada algo moralista—, probablemente Terra em transe es la película que recoge las inquietudes de Rocha de una forma más apasionada, un film que responde a «una estructura dramática en vías de destrucción», en palabras de su propio director. La película, a través de su protagonista, Paulo Martins, expresa una de las mayores preocupaciones del director brasileño, el conflictivo pero necesario diálogo entre poesía y política, el hecho de que ésta resultará incompleta sin la primera —«la poesía es una praxis revolucionaria» dijo en cierta ocasión Rocha—. El film responde, asimismo, al afán continental de Rocha, creando un país ficticio, Eldorado, para así evitar que el alcance de la cinta se redujera tan sólo a la situación política de Brasil y por el contrario abarcara a toda Latinoamérica.

O Dragao da maldade contra o santo guerreiro (1968) supone un retorno de Rocha a su personaje más conocido, Antônio Das Mortes, ahora presentado como un personaje con mayores dudas morales, muestra de la inestabilidad que, en todos los órdenes, se va apoderando progresivamente del cine de Rocha. En ella Rocha potencia los efectos de distanciamiento habituales en su cine y constituye uno de los mejores ejemplos de cine épico-didáctico al que Rocha siempre aspiró, así como del tono operístico que atraviesa toda su obra.

Durante la siguiente década Glauber Rocha continúa y profundiza su visión rigurosa y sin concesiones del cine, pero ahondándose también sus dificultades para continuar su carrera, sin poder contar ahora con la repercusión internacional que alcanzaron algunas de sus películas de los años sesenta, hasta llegar a A Idade da terra, otra de sus películas clave, realizada ya en 1980, un año antes de su muerte, cuando tan sólo contaba con 42 años. Ahí concluía la trayectoria de un cineasta único, tan abruptamente como se había desarrollado desde el principio.


[1] Y no otro es el objetivo también de Rocha como cineasta a lo largo de toda su carrera.

[2] Bandido del nordeste del país.

[3] Como ocurre en el caso de Eisenstein —referencia trascendental en el cine de Rocha, sobre todo en sus inicios— la labor teórica de Rocha es como mínimo tan importante como sus películas y, desde luego, fundamental para comprender estas últimas.