Ya no podemos regresar a casa
Cuando el capitán York (John Wayne) plantea, tras la masacre y muerte del coronel Thursday (Fort Apache) que hay que imprimir la leyenda, John Ford marca un punto de inflexión respecto a los héroes del western, tal y como los definiera según el Ringo Kid de La diligencia. El joven salvaje pero íntegro, valiente y caballeroso, tiene abundantes ángulos de sombra. La leyenda, sin embargo, debe continuar. Y por ello son coherentes dos personajes tan insólitos en el cine de aventuras o el western clásicos como son Ethan Edwards, el héroe más oscuro de Ford (Centauros del desierto) condenado a vagar eternamente, sufriendo sus propias iras e incapaz de regresar a una casa, o Tom Doniphon, héroe trágico que sella su destino y cierra el western clásico con un asesinato alevoso y con nocturnidad para permitir que los tiempos cambien pero persista la leyenda (El hombre que mató a Liberty Valance). Alcanzamos la modernidad y Ford cerrará su filmografía con una cinta lúcida y amarga en la que la heroína se inmola para salvar un puñado de almas que posiblemente no merecen tal sacrificio. El western tiende de los 60 a los 70 a la violencia hiperbólica de Peckinpah, Nelson, Penn y a la saga de Sergio Leone con el hombre sin nombre interpretada por Clint Eastwood.
Tras el dúo de cintas bélicas y El intercambio, Eastwood vuelve con Gran Torino inequívoca y tal vez inesperadamente al clasicismo fordiano y también a determinada visión del heroísmo, relacionándose en tono y ética con La legión invencible, El útimo hurra o Siete mujeres, también, sin duda, una de las más modernas cintas de Ford). Gran Torino encadena pues en su tono elegíaco con Siete mujeres, última cinta de Ford, y también, en cierto modo, con El hombre que mató a Liberty Valance, en cuanto tiene de revisión de unos códigos narrativos y del personaje del héroe. Obra sobre la América profunda, alterada en por la globalización en su estructura social con olas sucesivas de inmigración (los enfrentamientos raciales ya no incluyen a los blancos y se dan entre hispanos y asiáticos, atraídos por la política de los halcones neocon), Gran Torino es también una obra sobre la vejez del héroe. Pero, además de todo ello, Gran Torino es una gran película sobre el propio Eastwood y su cine. Kowalsky encarna el fantasma que desde el presente reaparece para vengarse de Harry Callahan, del hombre sin nombre, de Josey Wales, para rendirles cuentas. Kowalsky es el superviviente – pesadilla que sobrevivió a Iwo Jima. Es un abollado Sargento de hierro. Es el amargado agente que fue dejado de lado, humillado, en Un mundo perfecto. Si aquella cinta coincidía con la inminente muerte de Kennedy y del sueño americano, ahora Eastwood nos muestra como han llegado a nuestros días los restos del naufragio. Gran Torino constituye no sólo una compilación de temas del director de Carmel. Es una revisión de los mismos. Kowalsky es racista e irascible como todos sus predecesores y gruñe durante toda la cinta como una fiera acorralada. Pero Eastwood, en el cenit de su propia trayectoria como persona y como creador, define un personaje atemorizado por su pasado y desorientado en su presente, que se agarra a un clavo ardiendo para redimirse, para encontrar un sentido último, definitivo, a su existencia. Gran Torino es una cinta reflexiva dónde Walt Kowalsky ve pasar la vida hasta que decida dar un nuevo sentido a la suya ejerciendo de héroe blando.
Si volvemos, una vez más, a Zodiac, recordaremos cómo los protagonistas veían sus aspiraciones frustradas. Su objetivo de detener a un criminal anónimo sólo tenía lugar, sublimado, mediante la encarnación fílmica de Harry Callahan (Harry el sucio). La ficción alegraba el día pero empequeñecía a unas vidas más grises que las representadas en la gran pantalla. Tres décadas más tarde, en Gran Torino es el propio Eastwood, con vida gris, mediocre, de obrero jubilado, quien asume esta imposibilidad de superar al héroe de ficción clásico. Así Kowalsky repite, hasta en tres ocasiones, con autoironía (casi con complacencia) el gesto que ya hiciera Kevin Bacon en Mystic River, simulando disparar contra su antagonista. El hombre sin nombre, Harry Callahan, ya no pueden ejercer como vengadores. Han pasado dos Bush y un Reagan. Obama rules y ya no hay espacio para los vengadores. We can not. Eastwood deja inevitable, inexorablemente, de lado a Callahan y da el paso hacia el orden social, la estabilidad y la razón. La justicia está institucionalizada, con mayor o menor fortuna, con más o menos eficiencia, y el héroe fuera de la ley se hace a un lado par permitir una conclusión coherente con la nueva moral. No se puede invocar a Shane o al jinete pálido. Y el William Munny de Sin perdón ya no puede regresar del infierno al Medio Oeste para ejercer de vengador apocalíptico.
El tono de Gran Torino es insólitamente suave, inocente, aparentemente inerme. El propio personaje habla de un anticlímax cuando casi toda la cinta es un anticlímax en sí misma. Eastwood, a diferencia de aquel patético John Wayne que interpretara a McQ en uno de los últimos filmes de Sturges, emulando tiempos pasados que ya no podían volver, refleja ecos del Wayne de Liberty Valance o de los Wayne y Mitchum de Eldorado de Hawks. Es un personaje que acaba viendo el vacío que ha permitido crecer a su alrededor y que trata de dar, en un último aliento, en un ultimo esfuerzo, sentido a toda una vida y oportunidad a otras. Este Kowalsky, soldado de Corea y obrero de la Ford, es el último héroe americano. En una semana en que comparte cartelera con Watchmen, Eastwood situa a su personaje en la misma onda de los desclasados superhéroes de Alan Moore. Un personaje que no puede vencer con las armas y cuya lucidez le lleva a utilizar sus recursos no tanto para derrotar el mal como para promover el bien. Sin embargo, no renuncia a sus raíces, sus orígenes, para elaborar una cinta que reivindica, como en Infierno de Cobardes, como en El jinete pálido, al héroe solitario, al vengador anónimo y a sus 79 años, lleva estos personajes a la realidad de una sociedad cruel y cutre. «We can’t go home again» decía Nick Ray. No podemos regresar a refugiarnos en la narración y los códigos clásicos. La historia, la historia real y la historia del cine, nos obligan a avanzar hacia nuevos horizontes. Tanto los espectadores como Kowalsky, como Eastwood, debemos ser conscientes de que el mundo ha cambiado. El heroísmo hoy en día no consiste en una victoria armada sino en la capacidad de ejercer la vida misma con lucidez.