De la fascinación
Unos niños desnudos juegan en la orilla. La cámara, anclada en la arena, no se mueve ni un milímetro. Va captando los rostros y los gestos de niños y mayores. Sus planos se intercalan con los de un cielo límpido, de un azul intenso, sólo rasgado por una vivaz cometa. Plasticidad, repetición, musicalidad… Sobre estas bases se construye Heima (que se traduce como hogar o patria), un atípico documental sobre el regreso de la banda islandesa Sigur Rós a su tierra natal. Y analizar o describir lo que ocurre durante sus 97 minutos es casi tan difícil como atrapar la música de este cuarteto en un puñado de palabras. Quizá, lo que define esta singular obra con mayor precisión, es su capacidad para transmitir la belleza de los paisajes y gentes de Islandia y la extraña pero cautivadora personalidad de un grupo de músicos que no aceptan etiquetas ni limitaciones de ningún tipo.
La idea que estructura el documental es la vuelta a casa de Sigur Rós en el verano de 2006, después de una exitosa gira mundial tras la publicación de su cuarto disco, «Takk». Los integrantes de la banda se embarcan en un tour por todo el país, una serie de conciertos gratuitos en pequeños pueblos, grandes ciudades y parajes naturales con algún significado especial. Tocan en la capital, por supuesto, en el concierto más masivo de la historia de Reykiavik (30,000 personas) pero también en un pequeño teatro de un pueblo ayudados por la banda local, en medio del campo en protesta por la construcción de una presa o sin público en una fábrica abandonada. Las canciones se intercalan con entrevistas a los miembros del grupo y ahí se acaban todos los parecidos con el típico documental sobre conciertos. Según confiesan ellos mismos, el estilo y estructura del documental está inspirado por Jazz On A Summer’s Day (sobre el festival de jazz de Newport en 1958) y el mítico Pink Floyd Live in Pompeii (actuaciones en directo sin público rodadas en Pompeya), en los que se logra una intimidad única a base de primeros planos y contrastes con el paisaje.
httpv://www.youtube.com/watch?v=RZYIfUdIyfs
Heima, sin embargo, tiene un enfoque único: cada plano equivale a una fotografía en la que la cámara permanece fija y el movimiento se produce siempre dentro del encuadre. El montaje toma así una importancia radical y a través de la sucesión de instantáneas del paisaje islandés y de los miembros del grupo, la música se funde con el entorno, y el espectador percibe, amplificada, la extraña y fascinante armonía de los integrantes de la banda con su tierra. Las imágenes pasan de la calidez a la frialdad con la misma facilidad que tiene Jon Thor Birgisson (poseedor de una voz incomparable) para convertir un instante delicado en un arrebato de furia. El público también es protagonista y primeros planos de sus rostros embelesados por la música, recuerdan poderosamente a la fascinación de una niña (Ana Torrent) por la magia del cine al inicio de El espíritu de la colmena.
La mención a Pink Floyd no es estéril. Aparte de las similitudes entre su Pompeii y Heima, ambos grupos comparten una característica primordial: su rock sinfónico, escuchado con los ojos cerrados (¿cómo si no?), suscita en el oyente una serie de imágenes, cósmicas o terrenales (y sin necesidad de estupefacientes o alucinógenos). En el caso de Sigur Rós, la mayor parte de sus composiciones están íntimamente ligadas a los ríos, cielos, bosques, lagos helados y paisajes lunares de Islandia, que Heima se encarga de plasmar fielmente en imágenes. La mirada del director, a modo de fotógrafo, se fija en las texturas, en un trozo de madera con un clavo herrumbroso, en unas piedras simétricamente dispuestas… Incluso recurre al silencio entre actuaciones, a la serenidad más contemplativa, que tan bien transmite la esencia de los discretos y humildes integrantes de Sigur Rós. Ellos se confiesan desconcertados ante el absurdo imperio de las discográficas y ante su propia celebridad: su único afán es mostrar su gratitud al pueblo islandés.