La intrusa y la cautiva
«Y los discos quedaron ahí latiendo callados y aun hacen su trabajo de demolición»
Chucho – Abre Todas las Ventanas
Siempre he creído que hay una parte del cine actual que le tiene mucha envidia a la música, al hecho de que nadie le pida una narratividad absoluta para disfrutarla, a ese punto de abstracción tolerada, con el oyente predispuesto a dejarse llevar. Y no se trata solamente de la barrera idiomática que puede impedir a veces seguir una letra y que tan poco importa: Incluso conociendo una lengua como el inglés, resulta difícil adentrarse en los universos líricos de, por ejemplo, Thom Yorke (Radiohead) o del mejor Michael Stipe (R.E.M.), y eso nunca ha sido un obstáculo para que los discos de ambos escalen posiciones en las listas de ventas de medio mundo. Quizás este hecho ayude a explicar, parcialmente, la atracción que muchos cineastas han sentido por el universo de la música popular. Algo tendrá que ver si en dos películas como Todo Sobre Lilly (Shunji Iwai) y Glue (Alexis dos Santos) provenientes de latitudes tan distintas como son Japón y Argentina se repite una misma imagen, la de un adolescente aislado del mundo escuchando música con unos cascos en medio de la nada…
En las dos partes de este dossier hemos emprendido un extraño viaje guiados por el sonido de la imagen en movimiento que, por si hace falta aclararlo una vez más, ha pasado de puntillas por la concepción de banda sonora clásica (aquella que, simplificando mucho, recorre la narración lineal de una película) para detenerse en el cine que simpatiza con el pop y estudiar la música que ejerce de virus, de ente deconstructor de la imagen. Un viaje narrado por distintas voces invitadas, cuya suma podría dar un resultado parecido a aquellas canciones colectivas y benéficas que tanto se estilaban un par de décadas atrás. Siguiendo con el símil, el texto que están a punto de leer sería su resumen, el remix situado en la cara-b del maxi-single. Espero que, a diferencia de lo que solía ocurrir en esos casos, no se les haga muy tedioso.
Fetichismo: ¡Muéstrame tu discoteca!
Comenzaremos hablando de aquellas películas que, sin prescindir necesariamente de una partitura original, se nutren con fruición de la música popular. Sólo hace falta pensar en nombres como Martin Scorsese, David Lynch, Jim Jarmusch, Wim Wenders, Pedro Almodóvar, Wong Kar-wai, Wes Anderson (que cuenta siempre con la ayuda de Mark Mothersbaugh, integrante de Devo) o, evidentemente, Quentin Tarantino. En sus filmes estas píldoras del pop, el soul, o los boleros actúan, en su mayoría, como interruptores de un estado emocional concreto, imposible de verbalizar o materializar de cualquier otra forma, convirtiéndose, en el mejor de los casos, indisociables de las imágenes que acompañan. Muchas de estas canciones tienen la particularidad de pertenecer al imaginario de infancia y juventud de estos directores, añadiendo un plus de inmersión nostálgica (en el buen sentido de la palabra). De hecho, si pensamos en Tarantino, observaremos un claro paralelismo entre su proceso de recuperación de actores icónicos denostados (a los que remoza para las nuevas generaciones) y su trabajo de arqueología musical (que llegaba al paroxismo puro en el díptico Kill Bill, donde se daban cita Neu!, Luis Bacalov o Lole y Manuel). Quizás, más allá de cualquier envoltorio post-moderno, la única pretensión del director de Knoxville sea evitar que aquello que vio y escuchó cuando era niño se pierda en el olvido, como un chaval defendiendo a capa y espada su colección de cromos, logrando que el resto del mundo observe a sus ídolos con sus mismos y mitómanos ojos.
Para Lynch, en cambio, la música parece ser un primer paso hacia la abstracción (tema del que hablaremos más a fondo en el siguiente apartado) pero, curiosamente, llegando a introducirse en la epidermis de personajes y espectadores para iniciar la mutación que rompía el tejido narrativo de la película: El aterrador, delirante, tramo final de Mulholland Drive jamás hubiera llegado si previamente Rita y Betty no se hubieran adentrado en el Club Silencio, si no se hubieran estremecido con esa versión en castellano del Crying de Roy Orbison, si no hubiera descubierto que lo que las rodeaba era un engaño, un universo donde las imágenes y los sonidos no encajaban. Es quizás el último hallazgo de Lynch en este terreno, ya que en Inland Empire se muestra algo más previsible de lo que desearíamos (quizás influya en ello la ausencia de Angelo Badalamenti): el blues deforme y metálico de Beck es una buena opción para mostrar abismo mental de Laura Dern, pero no cala. Lo mismo ocurre con su nueva protegida, Chrysta Bell. Aunque efectivas, tampoco acaban de despegar las últimas bandas sonoras de Scorsese. Lejos parece quedar los tiempos de Uno de los Nuestros, donde la narración parecía avanzar a lomos de un jukebox y una canción de Cream podía firmar la sentencia de muerte de un personaje.
Obviamente, dentro de este apartado también podrían entrar títulos con un uso menos interesante de la música (que, tristemente, son la mayoría), aquellas que incluyen canciones en pos de ciertos beneficios comerciales, de una conexión sentimental simplona o para ahorrarse esfuerzos a la hora de retratar una época, como ocurre en Salvador (Manuel Huerga) y Las Partículas Elementales (Oskar Roehler), por poner dos ejemplos cazados al vuelo casi aleatoriamente. Prescindiendo de estos casos, que tienen más que ver con el marketing que con un propósito fílmico sólido, creo necesario acudir a aquellas películas que sitúan el coleccionismo y la pasión por la música en primer término, como siempre ha intentado Cameron Crowe, ex-periodista de Rolling Stone que en Casi Famosos trazó un relato de perfil autobiográfico, siguiendo a un adolescente que acompaña a un grupo de segunda fila en la gira que puede (o no), llevarlos a la celebridad. Bastante edulcorado en lo que se refiere a retratar farras y desfase (para eso mejor acudir a Por Favor Mátame), acaba siendo certero en su crónica de decepción juvenil (como cualquier relato de iniciación) y pone de relieve la melomanía de su director, quien siempre intentará trufar sus bandas sonoras de canciones más o menos reconocibles, a veces dando la sensación de que su única voluntad es poner de manifiesto sus conocimientos enciclopédicos. Algo que también le ocurre en ocasiones a Nick Hornby, autor de Alta Fidelidad, libro del que surge la espléndida película homónima de Stephen Frears (cuyo impulsor real es su actor protagonista, John Cusack), milimétrica descripción de los avatares sentimentales de un individuo adorablemente lamentable (con miserias harto comunes, eso sí), que fluye a través de los surcos de vinilo con los que intenta organizar inútilmente su vida, elaborando constantes tops aplicables a cualquier parcela de su existencia, recopilando mixtapes y regentando una tienda de discos: La música parece ser el único canal de comunicación que le permite mantener un contacto con el resto del mundo. Aquellos que hemos trabajado alguna vez en una tienda como la suya comprendemos lo obsesiva, lo enfermiza que puede llegar a ser la necesidad de llegar a casa y escuchar una determinada canción, una determinada voz o un determinado riff de guitarra. Es curioso, probablemente Alta Fidelidad no deje de ser para muchos una comedia romántica al uso, pero par algunos (levanto la mano) habla en un código privado, ofrece un espejo de flaquezas y patetismo, pero también mucha compañía en noches solitarias. Apetece —mejor dicho, necesitamos— recuperarla cada cierto tiempo, como ocurre con algunos discos. Puede que esta película nos ayude a comprender mejor los críticos (de música, sí, pero también de cine) de hace unas cuantas décadas, aquellos que se guiaban más por el sudor, las vibraciones y la excitación, cuya arrogancia lapidaria no pretendía tanto sentar cátedra como intentar congelar un instante en el tiempo, una cierta inmadurez que ansiaban conservar a toda costa. Hoy en día los críticos (en general) puede que sean aparentemente más profesionales, que no cometan tantas faltas de ortografía y estructuren mejor los textos, pero suelen seguir siendo igual de vehementes. Y considerablemente más aburridos.
Cerrando este bloque, es obligatorio destacar especialmente las tres películas (dos de ellas ya comentadas en el dossier) que más claramente han explorado la efervescencia existente en el hecho de escuchar (y crear) música: Moulin Rouge!, 24 Hour Party People y Hedwig and the Angry Inch. La primera es una sesión de DJ trasladada a la gran pantalla, una mezcolanza genérica repleta de interrupciones, de scratches. Un remix de La Bohème bajo la bola de espejos, con una banda sonora basada, mayormente, en artistas interpretando versiones de otros cantantes (la mezcla de dos pistas, principio elemental del disc jockey) y en medleys dantescos que alcanzan casi la categoría de bootleg (otra tendencia muy en boga hasta hace cuatro días), todo orquestado por un Baz Luhrmann que aquí sublima el buen oído para la selección musical ya demostrado en Romeo + Julieta para hacernos bailar con lagrimas en los ojos. 24 Hour Party People, por su parte, es el retrato que Michael Winterbottom hace de una de las escenas más fructíferas de la música reciente: la vivida en Manchester entre finales de los setenta y principios de los noventa, de los estertores del punk a la eclosión del acid. Madchester, en definitiva. Para ello opta por vertebrar el relato alrededor de la figura del llorado Tony Wilson (encarnado por un Steve Coogan sin mácula), responsable en la sombra de parte de esa movida. En su mezcla de texturas, material de archivo documental y ficción constantemente cuestionada (memorable el instante en que Howard Devoto, de Buzzcocks, aparece de la nada para desmentir un suceso que acabamos de ver y en el que supuestamente estuvo implicado) la película se torna un manifiesto a favor del print the legend, de un tiempo pasado que no necesariamente era mejor, pero que al menos comprendía la necesidad de divertirse, del arte como celebración, como erupción visceral que puede con todo y con todos, que no se puede aprehender en los márgenes de un análisis ni entre las cuatro paredes de una escuela. Art brut, sí, pero honesto, sincero, auténtico. Como Hedwig and the Angry Inch, la gran opera prima de John Cameron Mitchell, adaptación de su propia obra de teatro, revisión del glam después del glam y musical de andar por casa, de torch songs con el maquillaje corrido y de focos que iluminan un escenario interior: no en vano todo el tramo final de la película entra de lleno en el terreno de las visiones oníricas (o, cuanto menos, subjetivas) de aquello que algunos llaman realidad.
PD: Cerrando el circulo de fetichismos, es interesante ver como la carretera que une cine y música está asfaltada en dos direcciones. Si aquí hablábamos de cineastas sacando el polvo a sus colecciones de discos, de justicia es también destacar el caso de Fantômas, combo formado por lumbreras de la talla de Mike Patton (Faith No More y mil proyectos más), Buzz Osbourne (Melvins), Trevor Dunn (Mr.Bungle) y Dave Lombardo (Slayer). En su mejor disco, The Director’s Cut, propusieron una relectura en clave de metal bizarro de los temas principales de películas como El Padrino, La Semilla del Diablo o Twin Peaks: Fuego, Camina Conmigo. Por no hablar de DJ Yoda, en cuyas memorables sesiones la audiencia ruge por igual ante lo que escucha (un repaso desprejuiciado y con sustancia a la música, mayormente negra, de los últimos treinta años) como ante lo que ve: fragmentos de El Precio del Poder, The Warriors, Robocop, Golpe en la Pequeña China, Star Wars (como no), Deliverance… que se repiten, se superponen, se confrontan o desaparecen como un flash ante nuestros atónitos ojos. Botar hasta deshidratarse con el dueling banjos del film de John Boorman es una experiencia por la que todo cinéfago de pro debería pasar al menos una vez en la vida.
Desintegración: Si te esfuerzas puedes desaparecer
Hace ya un tiempo me encontraba en el auditorio del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona viendo la tremenda The Act of Seeing With One’s Own Eyes de Stan Brakhage cuando, de repente, el silencio que demanda su inexistente banda de sonido se rompió con unos beats de electrónica bailable provenientes del exterior, del hall del mismo espacio, donde se celebraba un pequeño cocktail con motivo de la exposición That’s Not Entertainment! que finalizaba ese mismo día. Podría hablar que fue una revelación, un inesperado accidente que provocó sorprendentes dinámicas internas en la proyección, pero no: el asunto fue totalmente anticlimático, un inmejorable (aunque involuntario) ejemplo de cómo la modernidad mal entendida puede estropear una obra cruzando dos mundos antitéticos que ni se quieren ni se necesitan (algo que ha sucedido infinidad de veces cuando se decide musicar de nuevo un clásico del cine mudo). En el caso concreto de Brakhage no es gratuito que una gran parte de sus obras prescindan del factor auditivo, y sólo en muy contadas ocasiones se dejó acompañar por trabajos de John Cage o Stephen Foster, compositores que comparten una sintonía real con ese universo de implosiones. Como también la comparte Lee Ranaldo, guitarrista de Sonic Youth que en su proyecto paralelo Text of Light se dedica a improvisar efímeros acompañamientos musicales para los cortometrajes del director.
Precisamente son Sonic Youth el grupo, en apariencia, más citado e influyente entre las generaciones de directores de la post-modernidad. No en vano desde el principio de su trayectoria han colaborado con gente como Richard Kern o Todd Haynes, aunque quizás sea Olivier Assayas quien ha establecido unos vínculos más estrechos con su música, acudiendo a su repertorio en repetidas ocasiones, hasta el punto de encargarles la composición de la banda sonora de Demonlover, inmejorable elección para transmitir la idea de cuerpo (fílmico, sonoro) en estado de disolución que persigue la película (y que, para quien esto firma, está más lograda en la partitura del grupo neoyorquino que en las imágenes del cineasta francés). Pero el instante más determinante de la relación entre Assayas y la juventud sónica ocurrió unos cuantos años antes, en Irma Vep, donde suena Tunic (Song For Karen). El propio director así lo recuerda: «Mientras escribía la película me surgió un problema de dramaturgia: es un momento en que el personaje de Maggie Cheung se convierte literalmente en Irma Vep y experimenta en la vida real las sensaciones de su personaje. Sale de la habitación de su hotel vestida como Irma Vep y actúa como ella. Pero yo no conseguía encontrar la manera de hacer creíble ese momento. Llegué a la conclusión de que lo único que podía sacar a Maggie de la habitación era esa canción. Ya no hacia falta explicarlo con palabras, utilizar la psicología; bastaba que ella escuchara el disco y se dejara llevar por la sensación que transmite el tema» [1]. En estas declaraciones se resume a la perfección la idea, expuesta en el apartado anterior, de cómo una canción puede servir de interruptor sensorial. Unos datos más sobre la relación de Assayas con la música: Su primera película se titulaba Désordre, en explicita referencia a la canción de Joy División; Clean, su reencuentro con Maggie Cheung, tiene el rock y la vida en la carretera como pretexto y como figura del desarraigo y del mito de la autodestrucción, además de contar con apariciones estelares de Tricky y el grupo Metric. Por último, señalemos que también lleva su firma Noise, documental sobre la edición del 2005 del festival Art Rock de St.Brieuc, donde filmó (con Michael Almereyda como uno de los operadores de cámara) las actuaciones de Jeanne Balibar, Metric o dos de las escisiones de Sonic Youth: Mirror / Dash (Kim Gordon y Thurston Moore) y Text of Light (Lee Ranaldo y Steve Shelley).
Assayas pertenecería a esa generación de directores que, como se decía en Movie Mutations, piensan «en términos cinematográficos y musicales al mismo tiempo» [2], que forjaron su identidad mientras escuchaban música yendo en coche por interminables carreteras secundarias. Aunque eso se refiera en principio a la cultura del viaje en automóvil norteamericana, también podría ser extensible a Europa, por lo que tiene de idea simbólica del desplazamiento, concepto que aparece constantemente en el cine de nuestros días. Pensemos, por ejemplo, en Claire Denis: Ya en su opera prima, Chocolat, la música aparecía para puntuar los cambios espaciales y temporales (con la protagonista yendo, precisamente, en coche). Ese elogio del movimiento se mantiene hasta llegar a L’Intrus, máxima expresión de las constantes de su cine y buque insignia de una cierta modernidad. Una película que, según su directora, surge «del sonido de una guitarra» [3], la de Stuart A. Staples, líder de Tindersticks, que aporta un repetitivo, fantasmagórico y seductor riff, por momentos cercano a la banda sonora que Neil Young compuso para el Dead Man de Jim Jarmusch (o, incluso, al reverso tenebroso del archiconocido tema principal de Ry Cooder para Paris, Texas, otro film desarraigado y de cadencias sonámbulas). Staples, que con su grupo ya había compuesto las notables bandas sonoras de Nénette et Boni y Trouble Every Day tenía a intención de, literalmente, perforar la película, crear una grieta, una de las muchas que violentan la estructura del film.
Desintegración, disolución, violación. Todos estos términos sirven para expresar la voluntad de un cine que se rebela contra sí mismo, contra la concepción que se tiene de él, y que ha encontrado en la música moderna un valiosísimo aliado para impactar frontalmente contra la narración. El crítico Ramón Ayala decía, en referencia al cineasta argentino Lisandro Alonso «(es) un cine que en su sencillez y su búsqueda está tan cercano al rock explorativo que asusta» [4]. Los títulos de crédito finales de Los Muertos están acompañados por un tejido eléctrico de formas circulares y Fantasma toma el relevo comenzando con una pantalla en negro sobre un fondo de avant-rock (cortesía ambos del grupo Flormaleva). Puede que Alonso todavía está buscando, tanteando. Debe limar irregularidades, pero intuimos que llegará pronto a su destino (servidor admite no haber visto todavía Liverpool). Apichatpong Weerasethakul logró eso mismo con Syndromes and a Century, que transmite esa sensación de familiaridad (que no rutina) que los discos de Bill Callahan (aka Smog) o Yo La Tengo empezaron a desprender hace ya algún tiempo: es el signo inequívoco de que ha encontrado una voz propia, un rincón que sólo le pertenece a él.
Los ejemplos anteriores revelan que también nosotros, los espectadores, también formamos parte de una generación que piensa en cine y en música a la vez, que mezcla constantemente términos para referirse a uno u otro mundo, fascinada por esos intercambios que quizás empezaron la seminal Sympathy for the Devil, con Godard enfocando a The Rolling Stones y con Antonioni buscando a Herbie Hancock y a The Yardbirds para retratar el swinging london en Blow-Up y reclutando a Pink Floyd para intentar capturar (sin éxito) el desencanto post-Woodstock en Zabriskie Point y que desde entonces no han dejado de producirse. La lista de músicos de la escena rock que han acudido al canto de sirena del cine es casi interminable: Belle & Sebastian (Cosas que No Se Olvidan, de Todd Solondz), Jeff Tweedy de Wilco (Chelsea Walls, el debut en la dirección de Ethan Hawke), Stephen Merritt de The Magnetic Fields (Tarnation, de Jonathan Caouette), Jonny Greenwood de Radiohead (Pozos de Ambición, de Paul Thomas Anderson) John Zorn (que en sus composiciones, sobretodo para documentales, explora también las raíces de la música hebrea que marcan buena parte de su obra)… y, claro, el Miles Davis de Ascensor Para el Cadalso (Louis Malle). Son a veces, relaciones frustrantes, sobretodo cuando se intenta componer desde una perspectiva clásica, terreno que a varios de ellos se les escapa de las manos, de la misma forma que algunos directores no terminan de comprender realmente la música que deciden utilizar para sus películas, como le ocurría a Hou Hsiao-hsien en Millennium Mambo, donde intentaba adaptar el film a unas pulsaciones electrónicas que le eran ajenas, y que no podía evitar asociar con el tópico (a dos pasos de la moraleja) de la alienación y el aislamiento (en El Vuelo del Globo Rojo le sale mejor la jugada con la canción francesa). Una incomprensión que llega a la vergüenza ajena en todos esos biopics de cantantes ejecutados como frías piezas de merchandising, ignorantes del auténtico valor de la música que están enmarcando, ya sea de Ray Charles, de Johnny Cash o de Edith Piaf. Más atinado se ha mostrado Anton Corbijn en Control, su personal, sobrio y respetuoso (quizá incluso demasiado) réquiem por Ian Curtis. De momento, nos quedamos con Gus van Sant y su Last Days, apócrifo retrato del desvanecimiento de Kurt Cobain, rebautizado aquí con el nombre de «Blake». Como William, otro poeta, o como el Johnny Depp de Dead Man. Demasiadas resonancias para ser simple casualidad. Y, poniendo el broche de oro que cierra el circulo, convoca a la madrina, una Kim Gordon que no podrá evitar (de nuevo) la autodestrucción del ángel turbio.
Después de todo esto, de ver como el cine lleva años buscando su propio abismo, el agujero negro que lo erradique del mapa, uno se pregunta si quizás, al igual que hacemos con el rock, no deberíamos empezar a plantearnos incluir el prefijo post cada vez que nos refiramos a él. Aunque no sepamos atrapar con las manos el significado de este término.
Epílogo: Filmar la música, bailar la arquitectura
Reservamos el último bloque para todos aquellos directores que han dedicado una buena parte de su filmografía al mundo de la música (mis disculpas por adelantado si en algún momento resulto redundante respecto a los artículos publicados en esta segunda parte del estudio). Una parcela cinematográfica muchas veces olvidada (cuando no menospreciada) que, afortunadamente, aquí empieza a estar más atendida gracias a festivales como el In-Edit o la sección Desorden y Concierto de Gijón.
A estas alturas ya nadie discute que el videoclip es un territorio especialmente fértil en lo que se refiere al surgimiento de nuevos talentos. Si en los ochenta directores ya consagrados como Martin Scorsese o John Landis prestaban sus servicios a Michael Jackson y un David Fincher todavía imberbe se fogueaba con Madonna antes de dar el salto al largometraje, los noventa vieron como emergía una oleada de jóvenes realizadores ya sobradamente conocidos (Michel Gondry, Chris Cunningham, Spike Jonze, Roman Coppola, Floria Sigismondi…), muchos de los cuales son actualmente autores con diversos largos en su haber y ya totalmente consagrados. No creo que sea necesario extendernos glosando sus virtudes, pero sí resulta interesante observar como los DVD recopilatorios, y la posibilidad de conservar domésticamente estos trabajos han ayudado a consolidar el formato. La serie The Work of Director resulta modélica en su pretensión de mimar el envoltorio, añadiendo documentales, entrevistas o comentarios en audio y cuidados libretos que permiten observar el material desde otras perspectivas, pero son los Beastie Boys, en su Anthology (publicado por la sacrosanta Criterion), quienes van un paso más allá y ofrecen al espectador la posibilidad de re-montar sus videos (algunos tan fundamentales como Sabotage), fulminando el concepto de autoría desde una perspectiva totalmente lúdica. Otros, por su parte, nos permiten recuperar trabajos semi-ocultos de autores celebres que corrían el riesgo de perderse en el olvido, como las vídeos que Derek Jarman realizó para The Smiths, R.E.M. o Pet Shop Boys, sin olvidarnos de las bellísimas proyecciones que su equipo realizó para acompañar los conciertos de la mejor etapa de Suede (grupo con el que mantuvo una estrecha relación en los últimos años de su vida), disponibles como extra en el vibrante directo Introducing the Band. Algunos acompañaron al grupo hasta sus últimos días (como el de la pareja en crisis de The 2 of Us), marcando de forma indeleble su estética y su universo. Ecos de un cine que se tiene como referente cercano, o inalcanzable, como el Méliès que los Smashing Pumpkins intentaban invocar en Tonight, Tonight (por cierto, solían empezar los conciertos de su gira de 2007 con los inolvidables Goblin como sintonía de introducción) o el musical clásico que Spike Jonze se puso por montera en It’s Oh So Quiet, y que convenció a Lars von Trier de que Björk era la persona idónea para encarnar a Selma en Bailar en la Oscuridad.
Por lo que respecta al sub-género del documental sobre música, puede parecer un terreno para el reportaje más o menos estandarizado, pero no es difícil encontrar películas que, sin necesidad de recurrir a la experimentación, ofrecen resultados estimulantes. Basta fijarse en cualquiera de las comentadas en este dossier, pero suelen funcionar especialmente bien (seamos tópicos) aquellas centradas en músicos de trayectoria convulsa y cierta inestabilidad emocional, como The Fearless Freaks, de Bradley Beesley, intento de poner orden al chiflado universo de The Flaming Lips, que va más allá de su cortina de confeti multicolor y nos brinda instantes tan escalofriantes como ver al guitarra Steven Drozd soltando sus demonios interiores mientras se prepara un pico. En The Devil and Daniel Johnston, Jeff Feuerzeig pone de relieve el talento creativo y destructivo del músico de Sacramento, afectado por una mente dañada que lo condena a llevar su carrera por caminos poco menos que marginales. I Am Trying to Break Your Heart, donde el debutante Sam Jones captura, sin pretenderlo, un momento clave en la trayectoria de Wilco: la tormentosa elaboración de Yankee Hotel Foxtrot, en la que Jay Bennett desertaría del grupo, la multinacional Warner se negaría a publicar el disco y Jeff Tweedy tendría que hacer frente a un período de notoria inestabilidad mental. Todo ello cristalizaría en un final feliz: una de las obras maestras incuestionables de la música reciente. A veces la realidad también ofrece respiros. Remontándonos algo más atrás en el tiempo es conveniente destacar la figura de Julien Temple, cineasta irregular pero de importancia incontestable (no por casualidad fue el elegido para realizar Glastonbury, mastodóntico documental sobre el no menos colosal festival británico), del que destacaríamos sus dos películas sobre el fenómeno Sex Pistols: The Great Rock’n’Roll Swindle, o la perspectiva del grupo como producto, según su manager Malcom McLaren y The Filth and the Fury, o el sereno y maduro ajuste de cuentas con el pasado, con la insólita imagen de un John Lydon llorando entre sombras al recordar a su antiguo compañero Sid Vicious. Más recientemente se acercó a la personalidad de otro icono del punk-rock (y de muchas otras cosas) en Joe Strummer. Vida y Muerte de un Cantante, emocionado y emocionante homenaje que le hace salir a uno del cine sin miedo a la vida.
Otra tradición interesante y que ha dado abundantes frutos es la de seguir a un cantante o a un grupo durante una gira, terreno abonado para que surjan los tópicos sobre la vida en la carretera pero que, a veces, nos ofrece curiosas variantes como Meeting People Is Easy, en el que Grant Gee documenta el tedio que invade a Radiohead por la rutina entrevista-concierto mientras presentaban los paraísos artificiales de OK Computer por todo el globo (más discutible es que esto de pie a una película igualmente fatigoda), o una pequeña joya realizada por la BBC: Cracked Actor, seguimiento de David Bowie durante la gira americana de Diamond Dogs, que nos presenta al cantante como un alienígena desubicado y ensimismado en sus viajes drugosos, casi como un pórtico a El Hombre que Cayó a la Tierra de Nicolas Roeg, que él mismo protagonizaría. Bowie es también el origen de otra película imprescindible, Ziggy Stardust and the Spiders From Mars, filmación del concierto en que el duque blanco «mató» a su personaje más celebre, creando un icono inmortal y sublimando la concepción del rock como puro teatro (a fin de cuentas, Bowie siempre ha sido, ante todo, un actor que ha desarrollado su carrera en el mundo de la música). Su director, D.A. Pennebaker, con al menos dos otras obras básicas en este terreno: Don’t Look Back, que sigue a Bob Dylan en su gira inglesa de 1965, en plena inmersión en terrenos eléctricos y desafiantes para su público folkie (que supone, junto a la reciente No Direction Home de Scorsese, el mejor ensayo cinematográfico sobre el bardo de Duluth. Veremos cómo le sale a Todd Haynes su meta-biografía I’m Not There) y 101, o cómo Depeche Mode pasan, en cuestión de segundos, de ser un grupo popular a convertirse en una de las bandas más grandes del planeta. Resulta curioso comprobar como el director ha sabido intuir siempre en qué momento se forjarán las leyendas, y ha estado allí para registrarlo silenciosamente.
Pero si hay aquí un autor del que me gustaría hablar, ése es Jem Cohen, quizás el cineasta más estrechamente comprometido con la música, el más preocupado por mostrarla no ya como un arte, sino como un trabajo, como un esfuerzo. Objeto, hace unos años, de un muy significativo homenaje en el festival de Gijón, su radical sentido de la independencia ha trazado un arco que va desde sus colaboraciones con los primeros R.E.M. hasta The Ex en la actualidad, pasando por Fugazi (la esencial Instrument, cuyo título es una hermosa forma de referirse a la relación de todo artista digno de ese nombre con su herramienta de trabajo, ya sea una cámara o una guitarra), Patti Smith o el desaparecido Elliott Smith. Con unos planteamientos estéticos marcadamente povera que lo acercan en ocasiones a otros cineastas como Pedro Costa, de quien podríamos decir que es casi un pariente espiritual (viendo el cortometraje de éste último Ne Change Rien los paralelismos se tornan cristalinos), su forma de entender el cine que observa la música se aprecia claramente en personalidades tan distintas como el Jarmusch que, en Year of the Horse, se planteaba si era posible capturar con una cámara el alma de una persona, la esencia de un mito (en este caso Neil Young y Crazy Horse), o Ramón Lluís Bande, quizás uno de los cineastas más incomprensiblemente ninguneado de la escena nacional (de todos sus trabajos, solamente Divina Lluz, película que surge a partir de las canciones del grupo Mus, ha encontrado distribución más o menos normalizada a través del DVD) autor de videoclips (él los llama «películas musicales«) tan atípicos como el de Autómata para Viva las Vegas (que muestra un suicido, y sus correspondientes preparativos en desasosegante plano fijo) o documentales discutibles pero también exigentes, caso de El Fulgor: ocho planos, ocho secuencias que siguen el proceso creativo de la canción homónima de Nacho Vegas. La sombra de Cohen llega hasta el proyecto Burn to Shine, colección de DVD producida por Brendan Canty (Fugazi) que reúne a diversos músicos de una misma ciudad estadounidense bajo una casa a punto de ser demolida y hace que cada uno interprete una canción, para luego filmar la destrucción de la vivienda. La lista de participantes hasta el momento habla por sí misma: Shellac, Tortoise, Sleater-Kinney, Will Oldham, The Evens… Cine y música de resistencia juntados en un escenario a punto de desaparecer. Pocas formas más elocuentes y diáfanas se me ocurren para ejemplificar, y resumir, aquello de lo que hemos estado hablando aquí. Dejemos, pues, que la aguja recorra los últimos surcos y vuelva a su sitio.
[1] Iglesias, Eulália. Olivier Assayas. Pensando en Imágenes; Rockdelux nº232, septiembre 2005.
[2] Rosenbaum, Jonathan y Martin, Adrian (editores). Movie Mutations: The Changing Face of World Cinephilia; British Film Institute, 2003.
[3] Arroba, Álvaro (editor). Claire Denis. Fusión Fría; Festival Internacional de Cine de Gijón, Ocho y Medio, Libros de Cine, 2005.
[4] Ayala, Ramón. Festival de Gijón. Lo Viejo y lo Nuevo; Rockdelux nº247, enero 2007.