¡Me ha caído el muerto!

Espíritu (y  fantasma) de las comedias pasadas

Dentro de poco tendremos nuestro especial sobre la nueva comedia nueva norteamericana y el  diámetro mutante de su propia condición. Ya saben,  lo que todo el mundo reivindica sin haber siquiera vindicado anteriormente. Ya ven, lo del tal Apatow como cadena cuando no es ni el eslabón (encontrado más que perdido) de una sucesión que nunca ha buscado atar nada. Ya imaginan; nosotros intentaremos dar humildamente nuestra propia visión sin sumarnos a modas ni restarnos credibilidad. Pero antes de lo nuevo va lo viejo que no es malo ni estropeado sino anterior.  Por eso cuando hablo de comedia pasada no quiero que nadie lea esto como que ya pasó sino como que sigue pasando.  Es el sino de creer que la diacronía tiene las claves de lo que acontece ahora y ya, aunque sea sin solución de continuidad. El problema radica más en su estancamiento banal en las estructuras clásicas de su propio adn (y seguimos con las cadenas) que en la (falsa) ilusión (ilusión como imagen creada artificialmente por otros) de lo mimético o lo «no mimético», que viene a ser lo mismo por la intención demasiado consciente de separarse pero siguiendo el mismo modelo. Es igual de complicado acertar catorce resultados en la quiniela que no acertar ninguno. Inténtenlo. Es seguro.

Lo que siempre ha levantado más dudas es la diferencia entre un espíritu y un fantasma.  Digamos que el espíritu es un ente colectivo y el fantasma es una presencia individual. El espíritu de la comedia americana es la suma de una tradición asentada bajo los fuertes cimientos de un montón de apellidos de autores cómicos (directores y más). Al mismo nivel se puede colocar a un alemán de buena familia apellidado Lubistch que a 3 parias white trash que firmaban paradójicamente como Marx; al mismo a un italiano que tenía incluso el nombre delante del cuerpo (Frank Capra) que a un hombre que era y fue cuerpo antes de ser director y nombre (Jerry Lewis). Todos son ingredientes del maná bendito que alimenta a un Koepp que aleja los fantasmas particulares con un exorcismo inusual fundamentado en la libre interpretación de los códigos utilizados y en la mezcolanza, casi autobiográfica, de determinados géneros contrapuestos. Una apuesta que sí es verdad que nunca llega a ser arriesgada, jamás nos genera la duda de estar establecida en el conformismo. Todo lo contrario, el espíritu de la tradición aleja al fantasma de lo coyuntural. La obra anterior de Koepp son las patas de este banco con fondos y sin d(e)udas de ningún tipo.

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Pincus (Ricky Gervais) es un dentista que tras estar muerto siete minutos regresa a la vida con la capacidad de ver a los que no están vivos. Uno de esos muertos será capaz de dominarle para que no deje que su viuda se case con su pretendiente. El argumento remite irremediablamente a comedias paranormales de regusto clásico como El diablo dijo sí de Lubistch, El increíble Harvey de Henry Koster, ¡Qué bello es vivir! de Capra o incluso la más melodramática El fantasma y la Sra. Muir de Mankiewicz, películas divertidas y aparentemente optimistas que, tras sus finales felices y la conexión positiva entre más allá y más acá, escondían una pátina de amargura de difícil solución. Koepp opta por adaptarse a los tiempos e igual que hiciera Zach Helm con su guión para Más extraño que la ficción no es capaz de cerrar coherentemente la trama pasando la amargura citada a ser más cosa del cronista que del espectador. Fantasmas de nuestra era.

Espíritu del cine que nos gusta. Grandes interpretaciones, la planificación de las escenas de los accidentes, diálogos venenosos, el amor inesperado, desencontrarnos para conocernos mejor. Todos esos detalles va construyendo una película rara por su compromiso con la inteligencia que ahonda sin ningún complejo en la filmografía anterior de Koepp. De la dependencia de los demás ante el apagón (en este caso la muerte) de El efectó dominó a la culpa que convierte en víctima a los verdugos de La ventana secreta, sin olvidar la frontera casi imperceptible entre la vida y la muerte de la que aón hoy sigue siendo su mejor película, El último escalón. Una propuesta que intenta mezclar lo mejor de la tradición colectiva con los más personal del trabajo individual sin que las costuras de esa unión molesten demasiado al espectador inquieto que es capaz incluso de esquivar el horrible título español de la película (¿la distribuidora se llama Kamikaze film?) para dejarse llevar por un poco de buen cine.