Pasaje a la Arcadia

Cuando estalló la Guerra del Golfo a mí me tocó chuparme unas cuantas guardias nocturnas en el periódico donde entonces trabajaba. Las guardias aquellas eran una mamonada completamente inútil, porque yo formaba parte de la sección de cultura y no de internacional, y sobre todo porque cualquier teletipo llegaba directamente a la central del diario. Eran una mamonada y una especie de castigo, cuyas causas no vienen al caso.

El caso es que como cada noche me tocaba yo los huevos de una a cuatro, me puse a escribir un libro de cuentos.

Para empezar, decidí que yo no estaba amarrado al duro banco por mi mala cabeza sino en un hotel de Hanoi, o de Indochina, viviendo peligrosamente. Me busqué un despacho alejado para que no me dieran la lata y me disfracé de corresponsal de guerra. Cada noche llegaba al diario con una botella de whisky y un manojo de porros y me ponía a escribir mis crónicas, crónicas de un territorio, el pasado, donde «las cosas suceden de otro modo», como decía el señor Hartley al principio de El mensajero.

Para completar la imagen del falso corresponsal sólo me faltaba un ventilador de aspas girando sobre mi cabeza. A veces alguien abría la puerta del despacho y olfateaba la humareda como el napalm en la mañana y me decía algo, generalmente insultante, pero yo no le hacía ni puto caso.

No es raro que me echaran a los pocos meses.

Escribí un montón de  crónicas del pasado durante aquellas guardias estúpidas, mientras afuera, en el mundo exterior, estallaban unas luces verdes en una pantalla y aquello se llamaba Operación Tormenta del Desierto.

El primer cuento que escribí se llamaba September Song.

Era muy corto y decía lo siguiente:  «La otra noche recordé que cuando era joven solía empezar el día como un personaje cinematográfico. Salía a la calle por la mañana, y si el día era azul yo era Billy Liar, y lo que veía era Londres en primavera, y caminaba como quien va al encuentro de una cita soleada. Si estaba nublado era Antoine Doinel, camino de Le Dôme o los oscuros jardines de Luxemburgo. También fui Curt, de American Graffiti, y muchos sábados de verano caminé con su andar indolente, los ojos brillantes y la camisa por fuera, y fui muchos otros. Recordé esos juegos pero apenas los personajes, así que tuve que buscar en una enciclopedia. La película comenzaba en un interior, de noche. Un hombre en una pequeña habitación, las gafas a media asta, relacionando nombres y fechas con unas pocas fotos borrosas. Como un policía en un país extranjero».

Policía o corresponsal, da lo mismo. Lo interesante de este cuento es su condición de doble viaje, o viaje en dos direcciones: hacia el pasado y hacia el futuro. El futuro es ahora mismo: yo soy ese hombre que escribe en esta habitación, con las gafas a media asta, relacionando nombres, fechas y fotos. Es sorprendente la clarividencia con la que anticipé mi presbicia. Por lo que respecta al viaje al pasado, estaba hablando de lo que hablaré ahora, del verano del 74 que, a su vez, nos lleva a un imaginado o anhelado verano del 62, como quien tira piedras en un estanque y las piedras rebotan, si hay suerte y maña, cada vez más lejos, formando esos bonitos círculos concéntricos.

El 3 de junio de 1974 se estrenó American Graffiti en Barcelona, en un lugar doblemente propicio: el cine se llamaba Arcadia y estaba en un pasaje. También era propicio el momento. Yo tenía 17 años, la edad de sus protagonistas, y, como ellos, estaba a punto de ir a la universidad, y eso equivalía, según sentencia del tiempo, a entrar en el mundo adulto.

En el anterior cuento hay un error de apreciación: Lo de Billy Liar me cuadra, porque mentía constantemente y como un bellaco. O sea, que imaginaba historias e incluso acababa creyéndomelas, que es la cumbre del mentiroso. O sea, que empezaba a ser un escritor. Lo de Curt, el personaje de Richard Dreyfuss, también era verdad. Pero lo de Antoine Doinel era, digamos, un exceso de optimismo.

Yo me parecía a Jean-Pierre Léaud, pero en otra película, otro personaje: Alexandre, el protagonista de La maman et la putain, la obra maestra de Jean Eustache. Aquel verano tuve mucha suerte, porque ví dos obras maestras absolutas: La maman et la putain, en una sesión casi clandestina, y American Grafitti en el Arcadia, aquel cine que hubiera encantado a Guillermo Caín. Alexandre, un pelmazo egocéntrico y bastante encantador, todo hay que decirlo, que había leído cientos de libros pero cuyo fuerte no era precisamente lo que luego llamarían inteligencia emocional, era mi vivo retrato en blanco y negro. Mío y de mi época, los años de plomo.

Cuando ví La maman et la putain me quedé a cuadros, como si alguien me hubiera plantado un espejo en las narices a la peor hora. Un espejo que agrandaba la palidez y todos los granos del alma. Un espejo de ascensor, de vuelta a casa, bajo la luz inclemente de las tantas de la madrugada.

Lo diré de otra manera. Alexandre encarnaba lo que yo era y Curt lo que me hubiera gustado ser. O lo que era en mis mejores días y, sobre todo, en mis mejores noches. Está claro que el entorno era muy distinto en ambos casos. Alexandre dudaba entre dos mujeres estupendas, Bernadete Laffont y Françoise Lebrun,  mientras que yo me mataba a pajas, como la práctica totalidad de mi generación. Alexandre dudaba entre Sartre o Camus, mientras que mis dudas también eran trascendentales pero de otra índole.

¿El Disco Blanco de los Beatles o Exile On Main Street?

¿Imagine o Ram? ¿Neil Young o David Crosby?

El dilema de mis cuates, y de los hermanos mayores de mis cuates, era el siguiente: ¿Maoísmo o Cuarta Internacional?

No diré que estuviera yo exento de ese peaje. Era imposible estarlo.

Pero en mi caso era, cómo decirlo, un peaje social. Un dilema que, mayormente, te obligaba a silenciar los anteriores so pena de excomunión o, lo que es lo mismo, de severa autocrítica.

Ese viaje también tenía tela. En aquel mundo tan lluvioso uno tenía que ir a ver American Graffiti casi a escondidas, o sin el casi.

Lo de Graffiti no sabía yo qué coño era. Quizás tuviera una vaga idea.

En todo caso, sonaba a mariconada. Una pintada era una cosa seria.

Un Graffiti, vaya usted a saber. Por una pintada te podías jugar la vida. Bueno, ellos podían jugarse la vida: yo era cobarde hasta decir basta.

Un Graffiti sonaba a algo horriblemente descomprometido: a contracultura hippiosa. En este sentido, como en muchos otros, tanto los maoístas como los troskos pensaban igual que papá y mamá.

Aunque lo verdaderamente jodido era la primera palabra: América.

América estaba pero que muy mal vista.

América era el enemigo.

América era Nixon, y el imperialismo, y la alienación.

Sin embargo, yo adoraba todo lo que tuviera que ver con América.

Sus escritores, sus películas, su comida, su bebida. Sus luces.

En América había camareras patinadoras, bocadillos gigantes y un juke-box en cada mesa. Pero quedaba tan y tan lejos…

Mi amigo José María Pou me contó que, cuando tenía diecisiete años, se tumbaba en la terraza de su piso en Madrid, por la noche, y entrecerrando los ojos veía las lucecitas azules de los depósitos del Campo del Gas y se imaginaba que aquello era la bahía de San Francisco.

Aquella tarde de junio del año 74 yo entré en el pasaje que me llevaba directamente a la Arcadia y desde los créditos supe que estaba allí, que ya había llegado. Giraba el globo del mundo, aparecía el rótulo dorado de Universal Pictures, una mano invisible buscaba una emisora en el dial y comenzaba a sonar el Rock Around the Clock de Bill Haley y los Comets. Eso, en la Barcelona del 74, era un hecho histórico, todo un acontecimiento. En Barcelona el rock había desaparecido. Las únicas músicas posibles, las únicas música deseables y convenientes, eran la cancó y la Onda Layetana. La cancó ya saben lo que era. La Onda Layetana eran doce grupos que intentaban sonar como Weather Report. Los más afortunados incluían algunas gotas del Miles eléctrico de Bitches Brew. Aquella tarde de junio, en aquel cine, todos los pies empezaron a moverse en el minuto dos. Fue una comunión instantánea, algo que yo no volví a ver hasta el 77, cuando se estrenó The Great Rock’n Roll Swindle, la película de los Sex Pistols. Es decir, cuando en Barcelona sólo había un grupo realmente punk, la Banda Trapera del Río. Pero esa es otra historia.

En American Graffiti había un color como hacía siglos que yo no veía.

El primer plano ya me cortó el hipo. Las luces del Mel’s Drive In, recién encendidas, y al fondo la luz del atardecer en California. La misma exacta tonalidad, aquel azul celeste y aquel rojo anaranjado, de la portada de Ventura Highway, del trío América, otra coincidencia y otro de mis discos favoritos de la época, es decir, de los que no podías pasear mucho por ahí. Y estaba el brillo de los coches, aquellos coches increíbles, casi extraterrestres. Y el brillo de los rótulos luminosos.

Y el de las chicas. Es obvio que aquí no había chicas tan guapas y tan bien alimentadas. Bueno, haberlas las habría, pero estarían en otros barrios.

Y, desde luego, la música. Y cuando todo se juntaba, cuando arrancaban todos los coches por la calle principal y comenzaba a sonar Runaway de Del Shannon… Dios, qué belleza. Qué escalofrío. Yo sólo había salido de un cine corriendo a comprar la banda sonora cuando ví Casino Royale. Para pillar la de American Graffiti tuve que esperar un poco, porque el disco era doble, tenía 40 canciones, y costaba una pasta.

En 1973, si no me equivoco, se había estrenado The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich. Muy bonita, no diré que no, pero mortalmente seria. Deprimente de la hostia. Deliberadamente deprimente, que es lo peor. Vale, el personaje que hacía Ben Jonhson, Sam el León, era una preciosidad, pero lo que pasaba en aquel pueblo era como para cortarse las venas. Yo le cogí manía a The Last Picture Show porque aquella película les volvió locos a mis cuates maoístas. Encajaba en sus esquemas y cumplía su ideario: todo lo que podía salir mal salía peor.

Era una crítica del sueño americano y no una fantasía cómplice.

Por supuesto que American Grafitti era una fantasía, nos ha jodido.

Un sueño en estado puro.

La noche de sábado que le hubiera gustado vivir a George Lucas.

Y a mí. Y a todo hijo de vecino. Salvo a mis cuates maoístas, claro.

Viendo de nuevo American Graffiti, pienso en el verso final de 1914, el gran poema de Philip Larkin: No Such Innocence Again.

Pero lo que decía antes: es una inocencia falsa. Es un deseo de inocencia.

Modesto, California, donde transcurre la acción, no es el territorio de la realidad, sino del deseo. Es el jardín del Edén, pero cercado.

No hacía falta ser maoísta para olerse eso.

La realidad estaba afuera. La realidad de 1962 era la de la crisis de los misiles, el momento álgido de la guerra fría, cuando el fin del mundo parecía inminente. Lucas tampoco era idiota. Una cosa es que no ligara los sábados por la noche y otra que se chupara el dedo. Por eso la película acaba como acaba. Ya llegaremos a eso.

George Lucas había debutado con una película de ciencia ficción con muchas pretensiones de profundidad que no fue a ver ni su padre. El título ya era un tanto escarpado: THX 1138. Todos sus amigos, excelentes amigos, le dijeron: «Joder, George, que tú tampoco eres tan sombrón. Hombre, a ratos sí lo eres, pero también tienes tu corazoncito. ¿Porqué no haces algo más, digamos, humano, entretenido, con su risa y su emoción y su cosa?». Lucas recogió el guante y dijo «Vale, por una vez».

E hizo la mejor película de su vida. La más personal, la más bonita, la más poética, la más redonda, la menos calculada.

Maravillosamente narrada, con una fluidez increíble.

Todo ocurre en una sola noche, desde el atardecer al amanecer, y se nos cuentan un montón de historias. De esta película, salvo el espantoso doblaje, me gusta todo, porque todo está en su sitio.

El humor, la poesía, la emoción contenida.

Debo haberla visto al menos quince veces.

Me la sé de memoria y me sigue fascinando y emocionando cada vez.

Cuando me preguntan, casi siempre digo que las películas que más me han marcado, conmovido, influenciado, lo que ustedes quieran, son La maman et la putain y American Graffiti. Y veinticinco más, claro, pero esas dos están en lo alto de la lista.

Un tipejo llamado Ned Tanen, de la Universal, le dio a Lucas cuatro duros para rodar American Graffiti. 750.000 dólares del año 73 parece una pasta, pero es que la anterior, la de THX 1138, le había costado el doble, un millón doscientos, y parecía filmada en su sala de estar y con madelmans. El caso es que Lucas hizo American Graffiti con ese presupuesto, con actores desconocidos y en veintiocho días. Casi una producción de Corman. Pero la película estaba bendecida por Dios. Coppola cuenta que a Lucas le dieron el reparto ya hecho y tuvo que filmar tan rápido que ni siquiera pudo dirigir a los actores. Ni falta que hacía: eran todos cojonudos y la cosa salió bien.

Coppola también se portó de puta madre con Lucas. De hecho, fue él quien salvó la película. La cabeza del tal Ned Tanen, el de la Universal, debería estar expuesta en el Pabellón de la Infamia. Hacen un pase en un cine de San Francisco, el 28 de enero del 73, y la gente se lo pasa bomba y aplaude al final puesta en pie. Y el gilipollas de Tanen va y dice: «Esta película no puede estrenarse. La venderemos a televisión». Coppola le coge por las solapas, le llama de todo, extiende un cheque y le dice que se la compra, que entra como productor.

Bueno, la historia es larga. La pueden leer entera en Moteros tranquilos, toros salvajes: la generación que cambió Hollywood, el extraordinario libro de Peter Biskind. Lo importante es que American Graffiti se convirtió en un exitazo de aquí te espero, y en un negocio de aúpa: un presupuesto que no llegaba al millón y el primer año la película recauda 55 kilos.

Al correr del tiempo, y sólo en Estados Unidos, llegaría a recaudar 115 millones de dólares.

Que te jodan, Tanen.

Hay más datos interesantes. En esos 28 días, Lucas filmó como un poseído. El primer montaje duraba 210 minutos. La copia que se vio en el preestreno de San Francisco es la que conocemos: 112 minutos. ¿Qué se habrá hecho de esos 100 minutos de diferencia? Es que son muchos.

Son prácticamente dos películas. Ya podrían regalarnos un Director’s Cut en DVD, digo yo. Es verdad que a menudo esas recuperaciones te hacen pensar que la peli ya estaba bien como estaba. Para mi gusto, Coppola se podía haber ahorrado la versión completa de Apocalypse Now, con todo aquel tostón de la plantación francesa, pero mi curiosidad es muy grande. Si alguien quiere sumarse al intento de recuperación de esos 100 minutos, hay un pliego de firmas a la salida. Bien podían haberlos utilizado en vez de rodar aquella infame segunda parte llamada, en un derroche de originalidad, More American Graffiti, que un tal Bill Norton se sacó de la manga en el 79. Una cosa entre experimental y gilipollas, con pantalla partida, y diferentes tipos de fotografía. Una con grano muy grueso, estilo documental de la Escuela de Nueva York, para la parte que pasaba en Vietnam. Y otra relamidita, estilo telecomedia de situación, para los personajes que se habían quedado en el pueblo. Mucho concepto y muy poca tela.  Sólo me acuerdo de eso, y ya es mucho. Debo de ser una de las cien personas que vieron More American Graffiti, una de las secuelas más innecesarias y fracasadas de la historia del cine.

Los viajes «físicos» de American Graffiti no es que sean la monda.

La salida de los coches, ya digo, es espectacular, pero a los diez minutos los chicos parecen procesionarias del pino, subiendo y bajando por la calle principal. Como mucho pueden irse a las orillas del lago, a intentar meter mano a las chicas, o hacerse perseguir un poco por los polis, y ahí está ese momento genial de la gamberrada que monta Curt para que los Faraones no le capen, y la carrera final de Big John Milner.

Está claro que aquí los viajes son de otra índole.

Esta es la historia de cuatro amigos. Los dos primeros, Curt Henderson y Steve Bolander, han pillado una beca para estudiar en una universidad del Este. Steve ha decidido tomarse un año antes de irse, un leap year. Está perfectamente integrado en su ambiente. Es el prototipo del buen chaval americano, el chico más popular de su curso, y de su barrio, y del pueblo entero. Fue todo un hallazgo de casting que lo interpretase Ron Howard.

Digo hallazgo y me quedo corto: conjunción astral. Porque Ron Howard había sido Opie Taylor, el hijo de Andy Griffith en The Andy Griffith Show, una de las telecomedias familiares más populares en la América de los 60, la heredera natural de Father Knows Best o Leave It To Beaver en los 50. El show de Andy Griffith transcurría en Mayberry, una pequeña ciudad idílica de Carolina del Norte, y la escena precréditos iba cambiando cada temporada a medida que el pequeño Opie crecía.

O sea que aquí tenemos el primer viaje: para el espectador americano no era difícil pensar, al ver a Ron Howard, que su personaje había seguido creciendo y se había trasladado con su familia a otra pequeña ciudad idílica, esta vez al sur de California, de la que no saldría jamás, en plan show de Truman, como se nos informa en la última escena.

Supongo que los lectores son gente decente que habrá visto American Graffiti quince o más veces, igual que yo, o sea que me parece que no chafo nada al contar los finales.

Si, por el contrario, no la han visto jamás, merecido se lo tienen.

El tercer amigo, Terry Fields, autoapodado Terry «El Tigre», es todo lo contrario de su mote: gafoso, patoso, granujiento, y presumiblmente pajero hasta la artrofia metacárpica. El pobre Terry ya entra en escena pegándose una leche con su Vespa porque no controla la velocidad. En fin, lo que los americanos llaman nerd, o sea, un pardillo de especie abisal.

Terry, la rana que quiere ser tigre, va a recibir dos regalos que le vienen grandes: el Chevrolet Impala del 58 de su amigo Steve, y una novia ocasional, Debbie (Candance Clark), que se peina y se viste y actúa como si quisiera ser la réplica pueblerina de Sandra Dee. El actor que interpreta a Terry es Charlie Martin Smith, que si ya era feo entonces poco a poco fue a peor, aunque a cambio hizo una buena carrera como actor, director y productor. Digo esto porque todo el mundo conoce el cine de Ron Howard y muy pocos el de Charlie Martin Smith.

Big John Milner (Paul Le Mat) es el mayor de los cuatro y parece venir de una película anterior, de un tiempo anterior. Guarda el paquete de Camel corto en la manga doblada de su camiseta, como James Dean en Al Este del Edén, y proclama que el rock murió con Buddy Holly: lo mismo que cantaría Don McLean en American Pie, la canción más próxima, en espíritu y en sentido de la narración, a American Graffiti.

Big John es una leyenda local, el gran campeón de las carreras ilegales con su Yellow Deuce Coupe trucado. Irónicamente, este supermacho no tiene novia: el destino le encarga la tutela de una adolescente, Carol, interpretada por Laurie Phillips, la hija de John Phillips de The Mamas and the Papas, también, nada casualmente, los autores de California Dreaming. No parece haber casualidades en esta película, sino constantes golpes de gracia, y encajes y puentes casi mágicos.

Otro auténtico golpe de gracia, nunca mejor dicho, fue la elección de Paul Le Mat para el personaje de Big John, inspirado en John Milius, compañero de Lucas en la escuela de Cine de la Universidad del Sur de California. Paul Le Mat, perfecto en su papel, no había actuado jamás: tenía 19 años y era campeón de boxeo de los pesos medios. Luego, curiosamente, fue a Vietnam y combatió y volvió cargado de medallas.

A diferencia de Paul Le Mat, Big John es un sentenciado. Su mejor escena es cuando lleva a Carol a un cementerio de automóviles y le habla de todos sus compañeros muertos. El diálogo y la planificación son tan buenos que parece que estén hablando del tiempo, o sea, que te la meten doblada. Bogdanovich hubiera filmado esa escena como si se tratara del anticipo de una tragedia griega. En la gran carrera final, mientras suena Green Onions, de Booker T and the Mg’s (pillada por los pelos, porque salió en octubre del 62, es decir, después de aquel verano) Big John corre contra un tal Bob Falfa, interpretado por un jovencísimo y debutante Harrison Ford, que entonces trabajaba como carpintero en unos estudios. Big John salva el honor pero les confiesa a sus amigos que iba perdiendo, que ya está fuera de las carreras y fuera de la historia. Quizás, ahora que lo pienso, ese era el sentido secreto de meterle a la escena una canción posterior, una canción del futuro. En la película, esa zona lejana y desierta donde tienen lugar las carreras prohibidas se llama Paradise Road, de lo que se deduce que Big John está ya fuera del Paraíso.

Como en todo Paraíso que se precie, en American Graffiti hay un Dios.

Dios es una voz detrás de un micrófono, como el doctor Mabuse o el mago de Oz. Una voz omnipresente que parece guiar los destinos de los personajes y enlazar sus historias. La voz de ese Dios pertenece a Wolfman Jack, el Hombre Lobo, el rey de los discjockeys de la Costa Oeste, que en la película interpreta su propio papel.

Wolfman Jack —en realidad llamado Robert Weston —era un mito personal de George Lucas. Accedió a hacer la película y vivió de ella hasta su muerte en 1995, porque Lucas tuvo el detallazo de pasarle mensualmente un tanto de los beneficios. Su muerte fue singular y, en cierto modo, bastante buena. A los 57 años hizo una larga gira promocionando su autobiografía. Vuelve, abraza a su mujer, dice «Qué ganas tenía de estar en casa» y palma en sus brazos: ataque cardíaco, fulminante.

En la película, los protagonistas fantasean sobre la naturaleza de ese Dios invisible. Nadie sabe dónde está. Para unos emite desde un avión; para otros, desde un barco. Una emisora pirata, un barco pirata. «Nunca atraparán al Hombre Lobo», dice un miembro de la banda de los Faraones, como si hablara de Jesse James o del Vaquilla. La voz del Hombre Lobo comenta las acciones de los personajes como si realmente las estuviera viendo desde las alturas, pone en contacto a los deseantes, suministra un continuo flujo de música. Cuando ví la película yo soñaba en un Dios semejante, que pusiera una ininterrumpida banda sonora en nuestras vidas.

Ahora toca hablar ya de Curt Henderson, el cuarto amigo, un estupendo y contenidísimo Richard Dreyfuss, a años luz de sus desafueros posteriores. Curt es como Franco Interlenghi en I Vitelloni: el que tiene que irse y no se decide. Quiere estudiar en el Este y estrecharle la mano a Kennedy, pero para eso ha de dejar atrás su mundo, su familia y sus amigos.

Lo que se llama un rito de paso.

En la mejor escena de la película, Curt va a ver a Dios.

Descubre el templo secreto en las afueras de la ciudad, al otro lado de la burbuja. Como en las mejores historias, va buscando una cosa y encuentra otra. Curt va a ver a Dios para que interceda y le facilite su deseo, que es la esencia del deseo mismo: alcanzar lo inatrapable. Lo inatrapable es una rubia que viste de blanco y viaja en un Ford Thunderbird blanco, como aquella otra mujer de blanco que vio una vez Everett Sloane en Ciudadano Kane, cuando era muy joven, y en la que no dejó de pensar todos y cada uno de los días de su vida.

Una amiga de Curt le dice que la rubia maravillosa es la mujer de un empresario local, y Curt no puede creer que esté atrapada en un matrimonio convencional. Que sea como su madre, vaya.

Para él, la rubia del Thunderbird es la libertad total, atravesando la noche como una estela. Ahora viene otro recuerdo que tenía bastante sepultado.

A mis diecisiete años yo me enamoré de un icono semejante.

No iba en coche. Estaba muy quietecita.

Era la chica de un anuncio de Coca-Cola. Ese anuncio estaba en el escaparate de un supermercado. Era rectangular y medía cuatro o cinco metros. La chica era americana. Tan americana como la Coca Cola. Más americana no podía ser. Su cara, iluminada por el sol, sonriente y maravillosa, ocupaba casi todo el rectángulo. Al fondo se veía un poco de césped. El césped de un campus, seguro. Y el sol sólo podía ser californiano. Una chica californiana, de una universidad californiana.

Yo pasaba cada día por delante de aquel supermercado para ver el anuncio, hasta que decidí que tenía que ser mío. Si la chica no podía ser mía, lo sería su representación. Me inventé una historia idiota, algo de un trabajo sobre publicidad, que los del supermercado no se debieron creer ni de coña, pero me puse tan pesado que me regalaron el anuncio. Ocupaba una pared entera de mi habitación. Era como una pantalla de cine, una falsa ventana abierta a una California imposible, soñada. Otro viaje inmóvil.

La quintaesencia de una chica libre, atrapada en un cartel, en la pared de un cuarto sin ventanas, en la Barcelona de 1974.

Ahora Curt entra en el templo. Podría ser una escena de David Lynch.

El locutor nocturno tiene voz de negro pero es blanco. Y grueso: parece una ballena varada. También parece atrapado en otra época, como nos indica ese tupé casi petrificado que no casa con su edad. El locutor le ofrece un polo que se está derritiendo, porque la nevera se ha estropeado. Un hombre solo, hablando en la noche. Se están derritiendo todos los polos y alguien tiene que comérselos. No, no es fácil ser Dios.

Curt le pide que radie su llamada de socorro: quiere ver a la chica del Thunderbird, hablar con ella. Le da el número de teléfono de una cabina y Dios le dice que le concederá ese deseo.

Luego hablan un rato y de repente, a lo tonto, Dios le dice que no es Dios, es decir, que no es el Hombre Lobo.

«El Hombre Lobo», cuenta, «viene a veces por aquí y deja todas las cintas que ha grabado». «¿Está todo grabado, entonces?», pregunta Curt.

Dios-hombre sigue contando la leyenda, el evangelio: «El Hombre Lobo viene aquí y me habla de sus viajes, de los maravillosos lugares que ha conocido. Si yo pudiera irme», dice, «haría como él. Viajaría por el mundo, en lugar de estar aquí noche tras noche». En ese momento, Curt obtiene la respuesta a la pregunta secreta, la que secretamente había ido a buscar.

«No hagas como yo», le dice Dios-hombre. «Escapa, ahora que todavía estás a tiempo». En esa escena, Dios-hombre parece mismamente Morpheus persuadiendo a Neo para que escape de Matrix, para que salga de la burbuja. Cuando ya se está yendo, Curt mira hacia atrás, por la rendija de la puerta entornada, esas rendijas que en las películas siempre son grietas abiertas hacia la verdadera realidad, y descubre, al oirle hablar de nuevo, que Dios-hombre es Dios-Padre, el auténtico Hombre Lobo: el viajero inmóvil, el hombre que se finge leyenda, la ballena varada que se disfraza de delfín o de Kraken, el mítico dragón marino de las leyendas noruegas.

Curt sale del templo. Está muy cansado y se queda dormido en el coche, junto a una cabina. Le despierta el sonido del teléfono y corre hacia él.

La rubia del Thunderbird, que ahora también es sólo una voz, le dice que puede encontrarla todos los días a la misma hora, subiendo y bajando con su coche por la calle Tres.

Bogdanovich hubiera filmado ese encuentro y la relación posterior.

Bueno, la filmó: la desastrosa relación entre Timothy Bottoms y Cloris Leachman en The Last Picture Show.

En la película de Lucas no hay encuentro: Curt está decidido a marcharse.

Entonces suena Goodnight, It’s Time To Go, de los Spaniels.

En el plano final, cuando Curt está ya en el avión camino del futuro, ve un coche blanco en el desierto, en Paradise Road. Muy pequeño, cada vez más pequeño. Un coche que parece seguirle pero también se aleja, hasta convertirse en un cochecito de juguete: la infancia que queda definitivamente atrás.

La película se cierra con un plano del cielo azul, vacío, donde aparecen, enmarcados en óvalos, los rostros de los protagonistas. Unos breves rótulos nos informan de sus destinos. Uno fue atropellado por un conductor borracho, otro desapareció en Vietnam, el tercero se quedó en la tienda de su padre. De Curt se nos dice que vive en Canadá, destino habitual de los desertores del ejército, y que es escritor.

Comienza a sonar All Summer Long, de los Beach Boys.

El sueño ha terminado. Pero sigue vivo, en la película de Lucas.

Disfrútenla, que para eso se hizo.


Conferencia impartida en el Festival de Málaga de 2008