RAF: Facción del ejército rojo

Cualquier tiempo pasado fue presente

Toda película, se desarrolle en la Edad Media o en una galaxia muy lejana, pretenda adular la realidad o subvertirla, busque satisfacer a su autor o a millones de espectadores, es ante todo un testimonio sobre el momento en que fue realizada; sobre las ambiciones de quienes abordaron su producción; y sobre la perdurabilidad de un entramado audiovisual que en principio sólo podía aspirar a ser inteligible para sus contemporáneos.

Así, R.A.F. Facción del Ejército Rojo no es en puridad una película en torno a la creación, los delitos y la desarticulación del grupo terrorista alemán Baader-Meinhof. Se trata más bien de una apuesta del director Uli Edel (comodín humano de la industria cinematográfica) y el guionista y productor Bernd Eichinger (cuya filmografía es un ejemplo pluscuamperfecto de presente continuo) por hacer tolerable a ojos del público de hoy una coyuntura histórica cuyo extrema crispación resulta tan ajena a nuestra manera de administrar el estado de las cosas que, para reverdecer con un mínimo de intensidad en el siglo XXI, ha requerido la subcontratación de terrorismos tercermundistas.

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¿Se ha logrado el objetivo? Rotundamente, sí: R.A.F. Facción del Ejército Rojo se constituye en paseo excitante y despreocupado por una exposición llamada «Baader-Meinhof (1967-1977)». Una exposición que hubiese abjurado de catálogo, paneles explicativos y audioguías, y lo hubiese fiado todo a la inmersión del visitante en salas donde sentir de cerca los asesinatos cometidos por el cabecilla Andreas Baader (en el film: Moritz Bleibtreu) y sus camaradas, grabar con el móvil los pasquines de la ideóloga revolucionaria Ulrike Meinhof (Martina Gedeck) y las rancias gafas del alto cargo policial Horst Herold (Bruno Ganz), y bostezar ante la exhibición de documentos gráficos de la época.

Esta manera de glosar el pasado —e implícitamente, como hemos dicho, su propio tiempo— por parte del presente, impregna hasta tal punto las imágenes de la película que los personajes históricos que la habitan cumplen un papel no tanto de actores de sus ocupaciones extremistas o represivas, como de testigos de ellas: Baader, Herold, Meinhof, son retratados en más ocasiones atentos a transistores, telediarios y titulares de periódicos que desempeñando las actividades que les granjearon un lugar en la Historia. Edel y Eichinger han cifrado su verosímil fílmico no en una revisión esclarecedora de los hechos, sino en sus posibilidades como materia prima para su posterior y aseada conversión en carne de audiovisual, incluyendo la propia R.A.F. Facción del Ejército Rojo.

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Sin embargo, ejercicio acrobático tan a la última acaba aterrizando sobre los cristales rotos de su afasia ideológica. En una secuencia temprana de la película, dos personajes a quienes cabe situar en esa posición tan familiar para nosotros de izquierdismo virtual, intercambian el siguiente diálogo irónico mientras disfrutan con sus familias de un espléndido día de playa: «¿Qué tal la Revolución?» «De vacaciones». La Baader-Meinhof intentó romper con esa pasividad a través de actos. Todo lo discutibles y mediatizados que se quieran, pero actos al fin y al cabo, que al menos obligaron a debatir tantas aberrantes convenciones políticas y económicas que seguimos asumiendo aun ahora con el mismo sarcasmo, entre copitas y adhesiones a esos grupos de Facebook que promueven boicots a Israel, los maltratadores o los cazadores de focas. Que los responsables de R.A.F. Facción del Ejército Rojo se permitan el lujo de ser condescendientes con represores y radicales de los setenta, que hagan de unos y otros simples objetos de fiscalización escenográfica y cine de prestigio, hace suponer que se consideran y nos consideran curados de la gangrena fáctica que ha emponzoñado Occidente tradicionalmente, y que ciertos iluminados trataron de curar hace cuarenta años mediante una evisceración drástica, antes de ser ellos mismos amputados para salvaguardar la tranquilidad del corpus social. Pero no estamos curados. Estamos descompuestos. Y pensar otra cosa implica ser cómplice del crimen.

Cuando uno lee por ejemplo que la muy prestigiosa Universidad Complutense de Madrid ha armonizado en su programación del próximo verano un curso sobre «Terrorismo y medios de comunicación» con otros denominados «Alfarería, moldes, hornos y rakú» o «Economía, cultura y turismo del golf», tiene la percepción primaria insoslayable de que todavía queda mucho por hacer antes de declararse en vacaciones perpetuas. Y de que, como escribió Ulrike Meinhof en su Carta de una presa en la galería de la muerte, la reacción, hoy como ayer, ante el proceso de zombificación propia y ajena no tiene más remedio que pasar, para estremecimiento de los lectores de Yo Dona y El País Semanal, por «hacer borbotear agua hirviendo ante la cara del otro».