El hombre sin miedo
Con sólo 43 años, Zack Snyder ya tiene seis hijos. Puede que un dato tan empírico sea relevante a la hora de aproximarnos a la filmografía de un tipo que, si algo ha demostrado con Amanecer de los muertos (Dawn of the dead. 2004), 300 (íd. 2006) y Watchmen (íd. 2009), es no temer los retos. Snyder pertenece —como J.J. Abrams, Steven Soderbergh, David Fincher o Quentin Tarantino— a esa penúltima generación de realizadores norteamericanos que ha decidido no rendir pleitesía ni a sus ancestros, ni a categorizaciones clasistas de la imagen, ni a cierta crítica que desearía por razones sectarias, de pensamiento débil, seguir viendo morder el polvo al cine comercial norteamericano. Una generación consciente del arsenal audiovisual pasado y presente puesto a su alcance por las nuevas tecnologías, arsenal que explotan con ambición, un desprecio más o menos consciente por la corrección ideológica y cultural, y una confianza renovada en el poder de la representación audiovisual.
Si los directores citados constituyesen un grupo de amigos, Snyder sería ese benjamín alocado, de hormonas revolucionadas, a quien los demás siempre encontrarían en el salón de videojuegos, inclinado con las pupilas dilatadas por la emoción sobre el God of War o el Dead Rising; en la tienda de cómics del barrio, debatiendo con toda seriedad los postulados de Daredevil: Born Again; o frente al televisor, disfrutando tanto de Espartaco como de los anuncios, a la vez que hojeando las Heavy Metal y las Hustler de su padre.
Snyder se inició profesionalmente y continúa ejerciendo en la publicidad, medio en el que ha dejado claro lo que en sus films: está lejos de ser un intelectual. Lo que no es óbice para que opere sobre sus objetos de filmación con una sensibilidad especial, reflejada en una labor de planificación y montaje que confronta violentamente el poder iconográfico de individuos y cuerpos inanimados con sus dinámicas de fuga: las cualidades primigenias de automóviles, paisajes o deportistas pasan a verse sujetas a una incertidumbre entre cinética y reverberación. Los trabajos de Snyder adquieren así, y es una tendencia que 300 y Watchmen llevarán al extremo, un aura post pop, agresiva e irónicamente kitsch, que nos retrotrae al minusvalorado Cecil B. De Mille y que encuentra un correlato actual en las obras del fotógrafo David LaChapelle o el modisto Alexander Mcqueen. Una forma de pictorialismo animado que podría tacharse de academicista si no fuese por las corrientes de adrenalina y pulp que marcan venas hinchadas en sus cromos. Como un lienzo de Jacques-Louis David reinterpretado por Richard Corben.
¿Trae aparejada esa summa estética un discurso? George A. Romero ha lamentado en más de una ocasión que la ópera prima de Snyder revisase Zombi (Dawn of the dead. 1978), su tosca alegoría socioeconómica, en clave de simple película de terror. Pero, más allá de que Amanecer de los muertos sea en términos estrictos de género una experiencia mucho más satisfactoria que Zombi, su ausencia aparente de argumentos conforma otro muy atractivo, si bien no a la medida de convicciones autocomplacientes expresadas con subrayados demagógicos desde el lado «correcto» de la Historia. En Amanecer de los Muertos, como en 300 y Watchmen, lo que se cuestiona de manera implícita es, precisamente, la esterilidad de la dialéctica ideológica tradicional para enjuiciar el hoy porque sus enunciados, sean de un bando o de otro, ya no constituyen más que signos de prestigio como los que otorga la adquisición de determinadas marcas. Por tanto, el desafío que afrontan Ana (Sarah Polley), Kenneth (Ving Rhames) y demás protagonistas de Amanecer de los Muertos, ya no es el de servir a los propósitos morales de un autor; sino el de combatir, con resultado incierto, la idea de que no merecen una oportunidad por representar un remake; por ser, como nosotros mismos, simulacros de ciudadanos. Su trabajo —entendida la palabra en un sentido mitológico— pasa por reinventar su humanidad una vez se han visto reducidos por las circunstancias a la condición de objetos de consumo para los zombies que rodean el centro comercial donde se han refugiado.
Aunque Amanecer de los Muertos ostente rasgos naturalistas en comparación con los obviamente ampulosos de los dos films posteriores de Snyder, sus momentos de mayor fuerza se basan, como en aquellos, en una mirada morosa, embelesada, sobre sucesos paroxísticos. Pensamos en los instantes previos al primer estallido de violencia, en los que se nos muestra a una niña como una bestia sedienta de carne y sangre en el umbral de un dormitorio; en la panorámica que ofrece a Ana, cuando escapa de su casa, una metamorfosis atroz del vecindario; en la huida automovilística de la chica, donde se aprovecha magistralmente un recurso de videojuego para forzar la inmersión del espectador en la coyuntura; en otra panorámica, extraordinaria, que retrata la circulación del vehículo de Ana hacia un horizonte en llamas y el choque de una ambulancia contra una gasolinera, con un distanciamiento hechizado que termina por convertir el plano en un paisaje apocalíptico digno del pintor británico John Martin (1789-1854); en la eliminación desde los tejados de zombies parecidos a celebridades, secuencia que pone de manifiesto además lo que hemos intentado explicar acerca de la sumisión y asomo de rebeldía contra modelos de reconocimiento humano que han devenido clichés; y en esa escapada postrera a bordo de dos camiones transformados en búnkeres rodantes y cercados por centenares de zombies, cuya puesta en escena semeja la de un macroconcierto dantesco en el que se pretendiese sacrificar a las estrellas del espectáculo.
Pero Amanecer de los Muertos palidece formalmente frente a 300, fabuloso tableau vivant del cómic homónimo escrito e ilustrado por Frank Miller, que Snyder trasciende al exprimir la tecnología digital a favor de un lenguaje hiperbólico; un lenguaje que enriquece la planificación de las planchas originales mediante una embriagadora cinemática deudora, por otro lado, de las exigencias de las proyecciones en salas IMAX, la naturaleza expositiva de las intros para videojuegos, y las influencias pictóricas de un Caravaggio.
Es absurdo apelar a la sobriedad de la obra de Miller, acorde con la que supuestamente caracterizaba a los espartanos, o al anquilosamiento narrativo de la película, para denigrarla. Lo que persigue Snyder es poner a prueba el espíritu purista que tintó las viñetas, liberar al Rey Leónidas (Gerard Butler) y sus hombres de la cárcel del papel y comprobar si se tienen en pie sobre su leyenda. El despliegue retórico que emplea para ello no tiene, por consiguiente, como objetivo el reiterar homenajes a cualidades tasadas por los siglos, ni el recuento de hechos archisabidos. Se trata de sacar a perfiles agostados por los aficionados al cómic y la Historia aristas regeneradoras; una operación en la que se parte de obligadas subordinaciones escenográficas, que son enjuiciadas y recicladas de inmediato a través de una desinhibida parafernalia audiovisual: dilatados combates cuerpo a cuerpo recreados con efectos bullet time, zooms de avance y retroceso, y aceleración y ralentí de las imágenes; conversión de los enemigos persas en criaturas sin rostros o con rasgos y físicos grotescos, de nuevo cerca de lo mitológico; recurrencia de objetos —flechas, cascos, lanzas, cuernos, látigos, cuernos, miembros humanos— que surcan con furia el formato panorámico de un extremo a otro, o que invaden con brusquedad el centro del plano, haciéndolo sangrar; diálogos agitados o sentenciosos que no dan voz a ningún discurso fascista —otro término ya inoperante— sino a la formulación casi desesperada de una identidad propia…
La revuelta de Leónidas y sus fieles guerreros contra sus propias imágenes pretéritas se salda con una victoria amarga: porque si bien 300, le pese a quien le pese, consigue escapar a las sombras que cernían sobre ella sus antecedentes y erigirse en artefacto cultural autosuficiente y desde ya referencial, no es menos cierto que su inflamada retórica (es una de las películas contemporáneas con más instantes, irónicos o no, para la memoria colectiva) puede haber sido contraproducente, porque ha amenazado con esclerotizar, recién nacida, una concepción insólita de la épica, el de la reinvención.
Es sin duda lo que le sucede a la última película de Snyder hasta la fecha. A uno le hizo gracia escuchar al realizador comentando que, «en realidad, Watchmen es una historia bastante simple». Era una declaración de intenciones prometedora, por mucho que los fans del cómic original de Alan Moore y Dave Gibbons (entre quienes nos contamos) pusieran el grito en el cielo. Porque si Moore planteó su obra como una indagación laberíntica en las claves lingüísticas, históricas e ideológicas de los comic books que hace veinte años fue indiscutiblemente revulsiva, hay que reconocer que sus efectos sobre el noveno arte no siempre han sido positivos: ha inducido cierta pretenciosidad indigesta y superficial en el medio, y los personajes a través de los cuales quiso denunciar algunos males se han convertido paradójicamente en solemnes iconos pop. Por eso las palabras de Snyder auguraban otra vuelta de tuerca, un return to basics, una posibilidad de releer la obra magna de lo cerebral desde un punto de vista visceral: para entendernos, que Rorschach le atizase una buena paliza al Dr. Manhattan.
Pero Snyder, que no se arredró ni ante George A. Romero ni ante Frank Miller, sí lo hace ante Alan Moore, y su elocuencia formal no logra ocultar su fidelidad absurda, imposible en cualquier caso, al cómic. Los personajes rompen articulaciones y hacen el amor en slow motion; extreman un sarcasmo que tiene más que ver con Howard Chaykin que con Moore; intentan con desesperación lo que Ana y Leónidas, escapar a los reflejos previos de sí mismos incrustados atávicamente en las pupilas del espectador. Pero no lo consiguen y la película queda presa de sí misma, de una apuesta camp que al no redimir a sus protagonistas roza el ridículo.
Las últimas noticias apuntan a que Watchmen estará lejos de ser un gran éxito comercial. Probablemente, por su servidumbre voluntaria a las expectativas forzadas por la deificación de la obra original. Si Snyder se hubiese empleado a martillazos cual Vulcano con el cómic, hasta fraguar una hoja de filo capaz de abrir en canal todo lo esperable, a lo mejor las cosas habrían podido funcionar de otra manera. Sería absurdo recomendarle que no tenga miedo en sus próximas películas, puesto que ya ha demostrado saber imponerse a él en Amanecer de los Muertos y 300. Bastará con que vuelva a tener presentes, la próxima vez que se disponga a rodar, las palabras de la Reina Gorgo a su amado Leónidas: «No te preguntes qué haría en esta situación un ciudadano, un marido, un rey. Pregúntate únicamente qué haría un hombre libre».
Personalmente no creo que el cine de terror tenga que justificarse por segundas lecturas. Romero siempre ha insistido en el carácter satírico de sus obras sin menoscabo de su contundencia para el espectador menos avisado. Así las recibí hace años y su discurso ideológico fueron un elemento más que se sumaron al disfrute primigenio en visiones posteriores. Estoy de acuerdo que una de las virtudes del remake de Snyder es la de contar sin más la crónica de la supervivencia de un grupo de personas amenazadas por una fuerza exterior, cuyo resultado, en principio, es incierto. Sin embargo Romero plantea la derrota del hombre frente al zombi desde la primera secuencia, cuando el personaje que interpreta Ross dice: -«Estamos perdidos, pero no por los zombis, sino por nuestra propia estupidez.» Todo el desarrollo argumental está en función de esta premisa. Acaso, el guión de Romero sea tan redondo (aparentemente), porque su pesimismo antropológico no delega la función de precipitar los acontecimientos en los muertos. Acaso su film no posea momentos de tensión tan logrados, porque la amenaza de sus zombis escleróticos es menor. Pero, gracias a ello, su film resulta más lúgubre, pesimista, fascinante. En cualquier caso, sendas obras me parecen imprescindibles dentro del género.