Fantasmas y otras ausencias en el cine de Desplechin
Un cineasta interpretado por Gianni Cavina en la película Il regista di matrimoni de Marco Bellochio (2006) decía a su amigo también cineasta interpretado por Sergio Castellito: «En Italia gobiernan los muertos». Es una aseveración que bien podría apropiarse Arnaud Desplechin puesto que la muerte en su cine gobierna a los personajes y al propio relato y, de hecho, funciona como detonante de la progresión dramática de sus películas.
Desplechin tenía 31 años cuando rodó su primer largometraje titulado La Vie des morts (1991). Sin duda un título que casi podría entenderse como una declaración de intenciones o una carta de presentación de la importancia que los muertos tendrían posteriormente en sus películas y de la forma como solamente él es capaz de otorgarles vida cinematográfica. Y es seguramente cierto que el hecho de encontrarse justo en ese momento de la vida en que parece imprescindible conocerse a fondo para poder progresar, contribuyera de forma decisiva a que Desplechin se adueñara de lo fantasmas para crear un estilo cinematográfico propio e inconfundible.
Hay tres películas en la obra de Desplechin donde la ausencia de los muertos pesa como una losa sobre el cine y deviene fundamental para marcar el carácter fílmico del que hablamos sin que ello signifique que sus demás películas no estén impregnadas de esta sensibilidad especial por lo espectral. Son tres películas que se encuentran repartidas en su filmografía de forma harmónica y que marcan tres puntos estratégicos y equidistantes en cuanto a su cronología se refiere. Son la mencionada La vie des Morts (1991), L’Aimée (2007) y Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008). Y no es casual que las tres estén rodadas en el municipio de Roubaix donde nació y creció el cineasta. Sin duda, la muerte en el cine de Desplechin remite a los aspectos más autobiográficos e íntimos del cineasta. De algún modo, su fascinación hitchcockiana por los fantasmas y el legado de los ausentes forma parte de su poso más recóndito y secreto, y es ahí donde radica el misterio de la belleza turbadora que es capaz de hacer emerger en sus fotogramas entorno a ellos. Y es también por ello que los personajes que habitan en sus películas son marionetas que se encuentran a merced de los muertos, que bailan, viven y sienten en función de su presencia intangible hasta que estos ausentes se convierten en un peso insoportable, en una pesadilla. «Podríamos preocuparnos por los vivos en vez de preocuparnos por los muertos», grita Pascale (Marianne Denicourt) en La vie des morts (1991), en un intento desesperado de desprenderse de los hilos, invisibles pero invencibles, que le unen a su familia reunida en una misma casa tras el intento de suicidio de su hermano, Patrick.
Los fantasmas que habitan en estas tres películas imprescindibles de la filmografía de Desplechin sirven a un único propósito: enseñar el peso de la herencia familiar en el entorno pequeñoburgués, mostrar las cadenas que recortan la libertad del individuo en una sociedad donde predomina el culto a la unión familiar por encima de todo y que, por tanto, debe cerrar sus ojos a la doble moral que necesariamente emerge tras ella. En definitiva, sirve para mostrar a unos personajes atrapados por un destino inexorable, encerrados en un rol familiar del cual no pueden escapar, movidos por los hilos que dejaron atados los que ya se fueron.
Si bien en La vie des morts, Desplechin reunía a una familia en la casa patriarcal a raíz del hijo que había decido morir y que, finalmente, muere, quince años después, en L’Aimée, el cineasta decide enfrentarse directamente a los fantasmas que habitan su propia biografía. Concebida como un gran documental a la búsqueda de sus raíces y de la influencia que los muertos han ejercido en su vida, L’Aimée teje un relato a través de las entrevistas que el propio Desplechin realiza a su padre después de enterarse que éste ha decidido poner en venta la casa familiar. Desplechin se interesa sobretodo por la figura de su abuela (muerta cuando su padre tenía solamente dos años), cuyo fantasma toma forma en la imagen del cuadro pintado años atrás Un Conte dey que cuelga en la pared de la casa— y de la fotografía en blanco y negro tomada el mismo día de su muerte. Desplechin consigue recuperar la historia de su abuela haciendo recordar a su padre su trayecto hacia la muerte: la enfermedad, el aislamiento en un centro hospitalario y el diario que escribió durante el encierro —y que permite al cineasta incorporar en la película una voz directa de las vivencias de la abuela—. Hay L’Aimée una fascinación por los fallecidos similar a la pulsión de muerte que domina el cine de Alfred Hitchcock. Las largas panorámicas del trayecto en coche que conducen hacia la casa familiar, acompañadas de una música que recuerda vivamente a Vértigo. De entre los muertos (Alfred Hitchcock, 1958), son subyugantes, hipnóticas y contienen el halo de misterio seductor que el mago del suspense sabía conferir a sus películas. La pulsión de muerte y la fascinación por lo siniestro llegan a su punto más álgido en el momento en que Desplechin descubre, a través de las palabras de su padre, que su abuelo Alphonse se casó en segundas nupcias con una mujer muy parecida a su abuela. Curiosamente, ambas eran cantantes y sus respectivos repertorios musicales coincidían exactamente. Sin duda, el fantasma de la Madeleine de Vértigo, y el deseo de recuperar a los muertos, resuena vivamente en la figura de la abuela paterna.
Tan solo un año después de haber finalizado L’Aimée, Desplechin presenta su octavo largometraje, Un conte de Noël. Una fábula que reúne a una familia alrededor del árbol de Navidad y sobre cuyos personajes planea la ausencia del hijo muerto años atrás. La temática vuelve a ser la misma y la intención también: la familia como epicentro a partir de la cual surgen todas las angustias del hombre contemporáneo. Sin duda, hay en Un Conte de Noël una continuación, sino una sublimación, del tema de la muerte que recorre la filmografía de Desplechin y, seguramente, existe en esa última película los restos de la exorcización personal y biográfica del cineasta. Una suerte de liberación de los propios fantasmas. De la propia vida.
Pero la presencia de los fantasmas en el cine de Desplechin va más allá de su recurrencia en esta trilogía de los espectros familiares. Sus otras películas beben necesariamente de esa fascinación. En La Sentinelle (1992), por ejemplo, es la muerte de un desconocido la que se apodera del personaje protagonista. La película narra la historia de Mathias, hijo de un diplomático afincando en Alemania, que decide volver a París para estudiar medicina forense. Después de un extraño viaje en tren, Mathias descubre la cabeza de una persona muerta en su equipaje. A partir de aquí, el protagonista quedará totalmente atrapado por la historia de ese fantasma y su vida no volverá a ser la misma puesto que ha quedado sesgada por la muerte. Esta forma de atrapar y recluir a los personajes, que parecen movidos por los hilos invisibles que manejan los espectros, es el rasgo que caracteriza toda la obra de Desplechin. De hecho, algunos de sus personajes quedan igualmente atrapados por las propias películas viajando entre filme y filme. De Comment je me suis disputé ma vie sexuelle (1996) hasta Un conte de Noël (2008) pasando por Rois et Reine (2004), los personajes del cineasta francés cambian de nombre y de escenario siendo, no obstante, los mismos. Es como si la obra de Desplechin estuviera marcada por una estructura capitular mayor en la cual los mismos personajes bailaran indefinidamente. Vivos o muertos. Presentes o ausentes. De carne y hueso o incorpóreos. Con un rostro o solamente con un aliento.