El (re)nacimiento de una nación
1Todo empezó un día cualquiera en la región de Baffin, al norte del Ártico Canadiense. Corrían los movidos años 60 y Zacharias Kunuk se encontraba tranquilo en su alcoba (o en su iglú). Nada sabía de lo que sucedía más allá del hielo ni tampoco le importaba. No era más que un niño y, como tal, ya tenía sus propias utopías, sus propios sueños, sus propios deseos más o menos revolucionarios. Toda su atención sensorial se dirigía, en cambio, a un rostro. O mejor aún, a una voz. Es difícil recordar ahora de quién se trataba, pero es seguro que sus atónitos ojos se enfrentaban a los de alguien sabio, a los de un adulto que desprendía una profunda autoridad por el saber acumulado. Quizás miraba a su padre. Quizás contemplaba a su madre. Quizás observaba a uno de los viejos chamanes del lugar. Pero lo relevante es que estaba ahí. Pues la clave de nuestra pequeña historia se encuentra en lo que ese crío descubrió, en el conjunto de palabras declamadas que escuchó; en el relato oral milenario que llegó, por primera vez, a sus oídos y transformó para siempre su imaginario. Ese joven (aún no podía saberlo) sería un día cineasta y dirigiría una película inspirándose en esa leyenda relatada que tanto le afectó. El filme adoptaría (¿cómo no?) el nombre del héroe, del referente moral de todo su pueblo, de Atanarjuat, y llega hoy a nuestras pantallas tras sólo ocho años de retraso. Menos da una piedra.
2Iglooik es una comunidad inuit ancestral que cuenta actualmente con poco más de mil habitantes, pero que lleva unos cuatro milenios asentada en el mismo territorio. Kunuk es uno de sus mayores pioneros. Forma parte de la generación que vivió la primera escolarización y que, no sin problemas, se enfrentó a la convivencia con la civilización, procedente del sur de Canadá. Antes de asistir a su primera clase, este creador tuvo, sin embargo, la fortuna de conocer los métodos de supervivencia tradicionales de su etnia esquimal (un término éste, por cierto, de connotaciones despectivas para el pueblo inuit; pues significa literalmente «comedor de carne cruda»: más información en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes) y se convirtió en un experimentado cazador. También resultó ser, al igual que muchos de sus predecesores, un habilidoso artesano. Y, probablemente por ello, desarrolló pronto su inclinación artística hacia la escultura mientras, poco a poco, iba aprendiendo inglés e iba conociendo la historia de una Norteamérica colonizada que apenas se parecía a la de sus padres. Otro día cualquiera, el bueno de Kunuk decidió intercambiar una de sus obras escultóricas por una cámara de vídeo y un aparato reproductor. Y ahí empezó todo. Primero llevó un televisor a Iglooik y abrió un canal en su lengua materna, el inuktitut. Después, fundó una productora cinematográfica y reunió a un equipo técnico y artístico de nativos. Y luego, tras escuchar los relatos orales de numerosos ancianos, se enmarcó en el emblemático proyecto que nos ocupa, en lo que sería el complejo rodaje de Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz; la primera película de la historia dirigida, escrita y protagonizada por inuits.
3El cine que más suele golpearnos surge de las entrañas, de las vísceras del cineasta. Y Kunuk parece haberlo comprendido al concebir su ópera prima. Desconozco los cauces por los que discurre su inédita segunda película —The Journals of Knud Rasmussen (2006), basada en la vida del famoso explorador danés que fue criado según las tradiciones esquimales—, pero en Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz hay algo más allá de la esperada (y legítima) reivindicación étnica. Existe rabia. Una rabia que contagia a un montaje abrupto, ortopédico, errático si se quiere, que nos puede recordar en sus momentos más desatados al de Teza (2008), la reciente obra del etíope Haile Gerima. Por lo que sabemos, el realizador inuit (usar aquí el término canadiense sería un tanto improcedente) no tiene una gran formación cinéfila y sus influencias son un tanto difusas. Asegura que, como tantos otros niños, «creció viendo películas de John Wayne». Y algo de ello perdura en su filme que nos remite al western clásico en su marcada concepción maniquea del bien y del mal y en su icónica puesta en escena (en la que se intercambian pistoleros por cazadores, praderas por campos glaciares y carruajes por trineos).
Empero, el devenir de su epopeya moral no se puede comprender plenamente desde una mirada occidental. Pues lo que Kunuk pretendía (y, por momentos, consigue) es «olvidar las convenciones cinematográficas del sur y permitir a la historia moldear el proceso cinematográfico a la manera inuit». Es decir, ofrecer, a partir de la forma y del fondo, un contraplano tanto épico como documental a todos los fotogramas que antes habían retratado a su etnia desde un injusto exotismo. Una apuesta de la que el realizador sale airoso y que, más allá de las irregularidades del guión, hace de Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz una propuesta inédita a nuestros ojos. Un filme que, sin caer en la beatificación de un pueblo ni en la idealización de un modelo de vida en vías de extinción, sabe ofrecer un punto de vista particular. Un enfoque a ras de suelo que, asimismo, nos invita a revisar nuestras parábolas para explicar el universo. Pues aquí deambulan unos personajes que, al igual que los héroes griegos o que los hermanos bíblicos Caín y Abel, no son perfectos. Pero que en su devenir alcanzan una cierta purificación, un ansiado equilibrio natural que, a ratos, consigue capturar esta desigual película.
4Decía el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw que «el nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí». Y, en parte, tenía razón. Pero también se equivocaba. Porque su definición no hacía más que apropiarse ideológicamente de un término (el nacionalismo) que, perversa y progresivamente, ha ido acumulando connotaciones negativas a lo largo de los últimos siglos. No seré yo el que defienda, a estas alturas, la importancia de algo tan irrelevante como la patria (nada más lejos de ello), pero sí me atreveré sin reparos a reivindicar una película implícitamente nacionalista (etnicista, si ustedes prefieren) como Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz. Tanto por sus considerables valores artísticos como, sobre todo, por su indudable relevancia histórica. Pues, en estos tiempos de colonización cultural y económica (globalización, dirán otros), defender lenguas y tradiciones distintas (que no superiores) no me parece una opción descabellada ni beligerante. Sino más bien necesaria y enriquecedora. Aunque sea a través de mecanismos tan poco mesurables como el arte.