Entrevista Arnaud Desplechin

Resolver una ecuación creativa

Es habitual, al entrevistar a un director durante la promoción de su última película, contagiarse un tanto de la premura que desgraciadamente suele acompañar a estos encuentros. Ver como Arnaud Desplechin (Roubaix, Francia, 1960) se toma su tiempo ante cada pregunta para reflexionar la respuesta vale ya, en sí mismo, la experiencia de esta entrevista, distendida y cercana, centrada en sus dos últimos trabajos: Reyes y reina (Rois et Reigne, 2004), comercializada en DVD en nuestro país por Cameo, y Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008), el primero de sus largometrajes en llegar a nuestras pantallas y una de las mejores películas francesas de los últimos años. Todo en él, desde sus gestos al lenguaje que utiliza, resulta informal y cercano, como si se dialogara con alguien al que se conociese desde hace tiempo. Sin embargo, y a pesar de esta cordialidad, la agenda manda —aunque Núria y Nadia de Alta Films prorrogasen amablemente la duración standard de este tipo de entrevistas, lo que, una vez más, les agradecemos—, y así tuvimos que dejar para otra ocasión cuestiones sobre películas anteriores como La sentinelle (1992) o Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996). Finalmente, señalar también que en la presente entrevista confluyen, como el lector sin duda distinguirá, dos grandes bloques de preguntas: por un lado, uno centrado en temas, contenidos, personajes y estructuras comunes a las dos películas tratadas, y, por el otro, una serie de cuestiones relativas a sus métodos de trabajo (la escritura del guión, el trabajo con los actores, el montaje) y sus ideas sobre el cine.

—La visión que das en tus dos últimas películas (Reyes y reina y Un cuento de Navidad) de la familia no es, ciertamente, muy complaciente. Pareces querer demostrar que ciertos males de la sociedad están ya, en origen, en la familia, quizá porque la ves como una especie de microsociedad…

—Sí, existe una expresión anglosajona que los críticos norteamericanos no dejaban de repetirme cuando presenté la película [Un cuento de Navidad] en Cannes: dysfunctional family. Recuerdo que me chocó mucho porque, de hecho, no entiendo cómo una familia puede ser funcional. Uno de los inconvenientes de la familia —reafirmante y epatante, por otro lado— es que no puede ser funcional, simplemente no fue inventada para ello… En mi elección de la familia hay un interés por su dimensión teatral, como en La regla del juego (La Règle du jeu, 1939, Jean Renoir) o algunas obras de Goldoni, por ejemplo. Y de ahí la visión de ésta como una especie de teatro en el que cada miembro tiene su papel, pues cada uno tiene el suyo, aunque ni ellos ni nosotros estemos de acuerdo con el reparto de roles. Algo muy interesante de las familias es precisamente ese reparto, por qué cada miembro tiene el suyo asignado o establecido, incluso sin que él sepa exactamente cuál ese rol. Me interesaba un componente de agresividad teatral que creo que encaja muy bien con el cine.

—Tus películas presentan a menudo personajes inadaptados (e incluso marginales) a la sociedad y, en éste caso, a la familia. ¿Te interesan particularmente este tipo de personajes o son sólo un recurso dramático, una especie de catalizador?

—Espero que no sean sólo herramientas, recursos dramáticos como decís vosotros. Es difícil generalizar, pero a menudo cuando uno hace una película, sobre todo durante el montaje, se encuentra con la dificultad de construir personajes dramáticamente complejos. Cuando montas, comprendes realmente la estructura profunda de la película al tiempo que estableces un rapport moral con los personajes. Por poner un ejemplo concreto, pensemos en el personaje de Paul en Un cuento de Navidad: cada vez que, durante el rodaje, les pedía a los actores adultos que se enfrentasen físicamente a este adolescente introvertido, casi secreto, y triste, un personaje que ni siquiera el espectador comprende bien, me encontraba después, en la sala de montaje, unos resultados un tanto exhibicionistas que no me gustaban. Sin embargo desde que comienzan a maltratarlo dialécticamente, sobre todo Henri, que se burla de él ridiculizándole, le humilla, etc, comenzamos a entenderle mejor. No hace falta violencia física para mostrar enormes cantidades de agresividad, brutalidad o desprecio. Mi intención no era hacer un retrato del outcast, pero sí mostrar la reunión de un grupo de personas que viven en una enorme soledad.

—Construyes el relato de tus películas mezclando elementos genéricos diversos y tonos y registros (interpretativos, por ejemplo) distintos, ¿crees en el cine como un arte de la mezcla?

—Sí, un poco, aunque lo entiendo también como un diálogo con el espectador: recuerdo el caso de uno, en Viena, con el que estuve hablando de una de mis películas, y que me explicó lo que le había llamado más la atención, lo que él habría cambiado, etc. Mezcla, sí, en el sentido de conexión. Siempre me ha interesado mucho la estructura narrativa. Para pasar de lo abstracto a lo concreto, el mismo año ví dos películas que hablan de familias: Saraband (Saraband, 2003), de Ingmar Bergman, y Los Tenenbaums, una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001), de Wes Anderson, y me pareció que las dos trataban de lo mismo. Dudo que Bergman viera Los Tenenbaums, pero sé, porque se lo pregunté, que Wes Anderson tampoco vio Saraband. En los dos casos tenemos mansiones alejadas; el mismo suicidio, tan particular, de cortarse las venas; los padres divorciados; los hijos que viven con la madre; el padre que no es capaz de sentir afecto por nadie… Ciertamente, comparten bastantes elementos narrativos. Me chocó que un film noble como el de Bergman y otro popular como el de Anderson hablasen casi exactamente de lo mismo. Es cierto que la primera es una película sería, grave, brutal, aunque exista en su fondo una alegría tan salvaje y terrible, como enorme: la alegría del padre que es feliz haciendo el mal; y que en la otra, en apariencia una comedia, haya una gran tristeza, una verdadera amargura, en la desesperación que sienten la mayoría de sus personajes. Entonces, tenemos dos películas de dos países y culturas muy diferentes y de dos directores muy alejados entre sí, y sin embargo existen fuertes conexiones entre ambas. Así que, sí, creo que el cine puede entenderse como la conexión de ideas, elementos y materiales muy diversos.

—Los personajes de tus películas tienen una dimensión, una profundidad y una riqueza extraordinarias. Hemos leído que, cuando escribes un guión, trabajas primero la acción, dejando los personajes abocetados, y que luego los completas, los dimensionas, en el rodaje, trabajando con los actores…

—Efectivamente, es en el rodaje, pero no con los actores o, al menos, no en contacto directo con ellos. Cuando empiezo a trabajar en un guión, confío mucho en la intuición. Generalmente, al comienzo de una nueva película tengo un montón de textos y diálogos que he ido escribiendo y recopilando de aquí y de allá. Entonces, establezco las acciones porque aún no se exactamente cómo ni cuántos serán los personajes. Conozco, más o menos, el catálogo, por llamarlo de alguna manera, de los personajes que me interesan: no serán convencionales. Y poco a poco el esquema comienza a crecer, a hacerse más complejo: las acciones se vuelven más sólidas a medida que los personajes van teniendo dimensión. Me gusta esta forma de trabajar porque, veréis, no soporto quedarme a medias en mis películas. Según voy trabajando descubro, valoro y proporciono lo que va a contar la película. De alguna manera, soy también un actor que al principio no comprende perfectamente el guión, y que, con su trabajo, lo llena de sentido. Por eso en mis películas hay muchos personajes, diferentes líneas argumentales, tonos y registros muy diversos, como vosotros decíais. Creo que el trabajo del director es encontrar la forma correcta de conjugar una serie de elementos (narrativos, respecto a los personajes, de ritmo, etc) que le proporcionan a la película su verdadera dimensión.

—¿Trabajas entonces con guiones abiertos? Porque hemos leído que pruebas en el set diferentes variaciones sobre una misma escena…

—Veréis, no es exactamente así. No improviso en el plató. Quiero decir, es un trabajo que hago durante la escritura del guión. Os pondré un ejemplo concreto para explicároslo mejor: en Un cuento de Navidad, vemos, a lo largo de la película, que Henri le concede una gran importancia al dinero. Es una persona ciertamente materialista: cuando se despierta en el hospital tras la operación, lo primero que dice es: «¿Mi abrigo?». Le preocupa porque es muy caro. Pues bien, buena parte de la dimensión de este personaje se crea sobre una acción escrita de antemano. Desde el principio sé que la acción en concreto va a ser una conversación con su madre. Esta idea me gusta. Tenemos el cliché de que el hijo haya salvado a la madre, ahora bien, sin cerrarla, sin dimensionarla emocionalmente, la escena no vale nada. Así que, en este caso, la cargué de agresividad mutua entre dos personajes egoístas y materialistas, y creo que así sí que funciona. Dimensionar es, por lo tanto, adecuar cada registro interpretativo al plano en que la secuencia se integra en el relato.

—Las referencias en Un cuento de Navidad a Emmerson y El nuevo mundo (The New World, 2005), de Terrence Malick, pero también la idea del transplante como forma de salvar una vida, ¿son símbolos de la necesidad de regenerarse de nuestra sociedad?

—Buena pregunta. Strictu sensu. Quiero decir, no pretendía ser simbólico, sino directo. Estos elementos no tratan en absoluto de ser un mensaje oculto, secreto. Que la acción suceda en Roubaix (y todos los países del mundo tienen regiones y ciudades en las que nadie querría haber nacido) y que en la primera secuencia el padre, sobre la tumba de su hijo, diga: «Mi hijo ha muerto. El mundo es nuevo ahora, ya no vivimos en el lugar en el que solíamos hacerlo…», es absolutamente inusual y te obliga a construir sobre ello algo novedoso. Él dice: «La muerte de mi hijo me ha obligado a inventar un nuevo mundo». Esto no podría suceder en Norteamérica, por ejemplo, donde no existe una gran dimensión moral. Roubaix puede ser triste, sí, pero Norteamérica es descorazonadora. Que una familia reconstruya su mundo no es un comienzo apasionante, pero funciona, da pie a que, mediante un magnífico reparto y un entorno un tanto irrisorio pero cargado de sentimientos, como la casa de Roubaix, podamos crear magia. Y, esos elementos a los que os referís, trabajan en ese mismo sentido, espero, y no en un plano simbólico.

—Sabemos que te aburre que te pregunten una y otra vez acerca de tu relación con un grupo de actores (Mathieu Amalric, Emmanuelle Devos, Jean-Paul Roussillon, Catherine Deneuve, Chiara Mastroianni…) con los que trabajas habitualmente, pero nos interesa un aspecto concreto de esta relación: ¿pensar en el actor que va a interpretar al personaje te ayuda a crearlo?

—Es verdaderamente imposible hacerlo así. No, nunca pienso en un actor determinado para crear un personaje. Es el trabajo en el plató y, sobre todo, en la sala de montaje el que, como hemos dicho, acaba de dimensionar, de completar a los personajes. Antes de elegir a un actor concreto ya conozco lo esencial de su personaje. Pensar en un actor para escribir su personaje me parece extraño, en mi opinión no favorece en absoluto el proceso de escritura. Al contrario. Hasta que no estoy rodando, a menudo no puedo saber exactamente cómo es el personaje. Aún no se si es divertido o triste, por ejemplo. Aún no estoy seguro. De nuevo os pondré un ejemplo concreto para aclarar esto: en la primera parte de la película vemos, en una secuencia, a Henri (Mathieu Amalric) andando por la calle. Va cantando una extraña canción —que es casi imposible de entender para alguien que no sea francés, y que incluso algunos compatriotas míos no comprenden—: «Mis orificios no me pertenecen. ¿Me pertenece el orificio de mi culo? ¿Y los de mis orejas?…». Eso no puede escribirse para un actor, simplemente surge. En el rodaje, trabajando con Mathieu, surgió tanto de mí como de él. Sería extraño escribir ese texto para un actor concreto. Un texto que, además, es imposible de interpretar. Y, sin embargo, Mathieu lo hizo posible. Él podría haber interpretado a cualquiera de los tres personajes masculinos de su edad, de hecho, cualquiera de los actores de la película hubiese podido hacerlo también. No importa qué actor vaya a hacer qué papel. Lo fundamental es, para mí, la encarnación, que es un regalo absoluto. Para un actor es muy cómodo interpretar con el manual en la mano, pero nunca da buenos resultados. Cuando empiezo a trabajar con los actores, no lo hacemos sobre el guión, con el texto, si no, más bien, contra él. Es una búsqueda.

—Has expresado en muchísimas ocasiones tu idea de que el cine es un arte popular, ¿puedes explicarnos esta visión?

—Comenzaré, una vez más, por poneros un ejemplo muy simple. Hace dos años se estrenaron, prácticamente a la vez, dos películas sobre el mismo tema: una, titulada Juno (Juno, 2007, Jason Reitman), un Hollywood movie horriblemente simple, que era además una película reaccionara y en contra de la juventud; y otra, On the Outs (2004, Lori Silverbush y Michael Skolnik), apasionante, un producto de la verdadera industria indie americana. Esta última era un film progresista dirigido a los jóvenes. Creo que el cine tiene una virtud, la particularidad de que la diferencia entre estas dos propuestas se reconozca inmediatamente. Un concepto muy francés, aunque universal, creado por los críticos de los sesenta es el film d’Art [cine de arte y ensayo].  A partir de esa época, el cine se ha estudiado desde la teoría, prestando atención a los temas y contenidos, a la estructura del relato, a la técnica, etc. Aunque las películas de Germaine Dulac sean buenas, no son, en mi opinión, mejores que un buen western, por ejemplo. Para mí no existe diferencia entre unas y otras. El cine no es la técnica, ni las lecturas intelectuales de las películas, sino imágenes proyectadas veinticuatro veces por segundo. Tarantino es capaz de hablarnos de filosofía y el último Jason Bourne [El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, 2007, Paul Greengrass)] ser una película experimental. Y eso es lo que hace único al cine, ser un arte popular. No hay películas mejores o peores a priori.

—Para terminar, tus películas, viscerales y de un alto contenido emotivo, son un reflejo entre realista y metafórico de la vida, ¿podríamos decir que tu vocación de cineasta es la de buscar la verdad última de esa vida?

—Es una pregunta difícil de responder concretamente sin irse por las ramas. Cuando era niño alguien me dijo una vez: «El infierno ya no existe», y yo, de educación católica, me puse a pensar en ello. Anularlo me parecía difícil. Recuerdo que pensé en qué quería decir aquello y no fui capaz de entenderlo. Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006), de Alain Resnais, me gustó mucho. Es una película muy política. Resnais habla de gente desafortunada en el amor que vive en Paris. Toda la película está llena de nieve, y podríamos decir que los personajes se queman de frío. Uno de ellos, el que interpreta Sabine Azéma, es muy religioso. Pues bien, viendo la película entendí aquello que de niño no pude comprender intelectualmente. Sí, el cine es capaz de explicar este tipo de cosas. Generalmente trato de empezar cada una de mis películas con algo que no comprendo, que se me escapa. En Un cuento de Navidad hay una secuencia en la que Abel, el padre, se despierta y observa a su mujer, gravemente enferma, dormida. En ese momento se produce algo extraño que el espectador, sin embargo, comprende: nunca ha sido capaz de hablar con ella de la muerte de su hijo, en cuarenta años no ha podido referirse a ello con su compañera, y, en su mirada, comprendemos algo casi matemático, o mejor dicho, aritmético, You can’t share a loss. A loss is a loss. No se comparte. Él no puede compartir la perdida de un hijo ni siquiera con su mujer, y esto es algo que no lo digo yo, lo dice la película.


Declaraciones recogidas el 9 de marzo de 2009 en Madrid