Las tres edades de la comedia
La edad de la inocencia
No sé hasta qué punto puede esto calificarme como cinéfilo, pero Ace Ventura, un detective diferente (Ace Ventura. Pet Detective, Tom Shadyac, 1994) es uno de los filmes que más ganas he tenido de ver en mi vida —y que más veces he visto—. Quizá la razón resida en ese momento tan frustrante de estar en la puerta del cine y no poder ver la película que te apetece, porque vas con tus padres y ésta, misteriosamente, ha sido calificada para mayores de 18 años. La anécdota es verídica y dice mucho del poder que tienen determinadas imágenes y cómo, ellas solas, pueden convertir una comedia como otra cualquiera en un acontecimiento importante para un crío de 12 años. Y supongo que el hecho de acabar viéndola, y encima encontrarla realmente buena, fueron suficientes para no parar de ver películas de ese tal Jim Carrey.
Si el siguiente escalón fue La máscara (The Mask, 1994), yo ya estaba con el cuerpo preparado para Un loco a domicilio (The Cable Guy, 1996) y hasta podía encontrar alguna defensa a un desastre de las proporciones de Batman Forever (1995), sólo sostenible por la presencia autoparódica del propio actor canadiense. En parte, me gustaba el humor de Carrey porque, no sé sin conscientemente, lo veía adaptarse a ambientes muy distintos, a directores-mercenarios y a gente con universos propios —los Farrelly— o con una carrera en expansión —Ben Stiller—. Era la demostración de que realmente tenía algo que decir dentro de una industria que, a pesar de su éxito, ya buscaba fabricar otro nuevo cómico o reenfocar el material previo hacia otros géneros.
La edad de la ignorancia
Tom Hanks o Steve Martin podían haber hecho el tonto en pantalla y ser admirados por dos obras maestras de la categoría de Joe contra el volcán (Joe Versus the Volcano. John Patrick Shanley, 1990) o Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven. Herbert Ross, 1981), respectivamente. ¿Por qué no podría Carrey? Al fin y al cabo, Ben Stiller ya le había proporcionado una dosis de mala baba que no fue muy apreciada en su momento. Peter Weir, en cambio, le estaba construyendo el escenario perfecto para materializar su realidad, la de un cómico en vías de desarrollar plenamente sus capacidades. Truman Burbank no fue tanto el personaje que le llevó al estrellato sino el que le mostró la burbuja de éxito que explota cuando menos lo esperas y revela los límites del sueño, la frontera de la que no puedes huir y que te encasilla hasta cosificarte en otro objeto más vistoso a los ojos de algún productor. Por eso, el hecho de que Carrey ni siquiera fuese nominado por El show de Truman (The Truman Show, 1998), fue el acicate necesario para enderezar una carrera que habría entrado en barrena si hubiese aceptado una nueva secuela de Ace Ventura o acariciado más de la cuenta la posibilidad de otra máscara.
En el fondo, si por algo nos gusta Jim Carrey es por su manera de combinar proyectos dramáticos con enésimas vueltas de tuerca sobre la comedia. Podemos esperar de él que trate de sorprendernos, aunque no lo creamos como personaje de thriller, y también que resucite los viejos tiempos a golpe de mueca o carota. Su evolución como cómico ha sido, en parte, análoga a la nuestra en educación sentimental, y por mucha política de los autores que gastemos, siempre guardamos cierta nostalgia hacia un gesto suyo o una película. Es posible que Carrey, a pesar de madurar a nivel interpretativo, carezca de la ambición de algunos de sus contemporáneos, pero no es menos cierto que es uno de los pocos cómicos que más se afanan por darle otro sentido al entretenimiento, vampirizando y reutilizando los envoltorios en los que participa —Jeckyll y Hyde / Él y él mismo— o metamorfoseándose en elementos de la cultura popular norteamericana —el Grinch, sin ir más lejos—.
La edad ideal
El Carrey más sorprendente ha sido el Joel Barish de Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondy, 2004) por su capacidad de acercar su sensibilidad escondida —esa misma que le caracteriza como un individuo más retraído y solitario— y sintonizarla hacia una audiencia con ganas de hacer públicas sus pequeñas historias emocionales. Como el Claude Ridder de Je t’aime, Je t’aime (1968), de Alain Resnais, la película no se desordena sólo para dar cuenta de la fractura emocional de su personaje, sino también para hacer visible esa convulsión, esa parte escondida al público que grita por sobrevivir fuera de un sistema que la amenaza. Carrey, como Joel o Claude, intentaba mostrarse sensible, íntimo, ser considerado por un espectador no muy acostumbrado a ir al cine para ver el lado sensible de una estrella, que consistía en desordenar su vida y concluirla en una línea entre la amargura y la esperanza, entre repetir un mismo papel sucesivamente o indagar en torno al camino que le había llevado hasta ese lugar.
Con Jim Carrey me sucede algo parecido a lo que me sucede en literatura con Kurt Vonnegut Jr. A medida que pasa el tiempo, me doy cuenta de que ambos han marcado significativamente mi forma de ver y pensar, hasta el punto de que han jugado un rol distinto según la edad. Si Ace Ventura fue una película que, más buena o más mala, me hizo interesarme por el cine siendo un crío que no era ni adolescente; Madre noche / Mother Night (1961) me descubrió las contradicciones de la moralidad cuando aún no había decidido ni si quería estudiar alguna carrera. Del mismo modo, cuando pienso en Olvídate de mí me viene a la cabeza la intensidad con la que vivimos nuestras relaciones sentimentales y cómo no las cambiaríamos por nada en el mundo —porque preferimos mezclar la esperanza con la amargura y saborear durante más tiempo nuestros momentos más felices—; y cuando pienso en Matadero cinco (Slaughterhouse Five. George Roy Hill, 1969), recuerdo por qué estudié lo que estudié.
Conclusión
Supongo que os digo todo esto porque a veces pienso en lo que hacía diez años atrás y no entiendo qué caray podía encontrar en tal o cuál película o libro. Al final, más allá de la risa y la forma de hacernos reír, lo más valioso resulta de una obra o un actor que nos ha acompañado siempre y del que, de una u otra manera, nos hemos enriquecido. Eso quizá nos sirva ahora mismo para soltar alguna coña de sus películas en una conversación, igual que podemos hacernos los leídos disparando alguna cita literal de un libro. Pero el caso es que, imposturas o no, que lo hagamos con más o menos propiedad revela que lo hemos sentido cercano en algún momento de nuestra vida y que de verdad eso sirvió para algo, aunque fuese un ocasional momento de evasión. Y lo cierto es que, una vez abandonadas la niñez y la adolescencia y, en fin, instalado un poco más en la madurez, Jim Carrey sigue presente, quizá en otros términos —porque ahora valore más a Gondry y menos a Tom Shadyac—, pero sobreviviendo a las modas. Por eso, sigo pensando que algo bueno debió tener perderme el estreno de Ace Ventu