La cosa más dulce

Trío de damas

La incorrección política —sí, esto también— genera extraños compañeros de cama. Así, una vez aceptadas por el gran público y consolidados sus principales parámetros, comenzaron los lazos de unión con las tendencias más diversas, y a veces sobre el papel contrarias, generando comedias monstruosas que ofrecían esquinadas muestras de trasgresión para colar el rancio mensaje conciliador aturullado en los últimos diez minutos. Un fenómeno a estudiar es el de la serie Sexo en Nueva York (Sex and the City. Candace Bushnell y Darren Star, 1998-2004, HBO), perfecta combinación de barniz sexual y valiente y fondo retrógrado con poco o nada que ver su espíritu pretendidamente revolucionario y/o feminista. En la misma línea se extiende La cosa más dulce, cierto, pero sus destellos de auténtico fuego contracultural son puntualmente tan brillantes que llegan a aplastar la fuerza de su acomodaticio subtexto. Hay que tener en cuenta que a un tipo como Roger Kumble, que venía del inclemente y grosero universo de las comedias juveniles y de oficiar de maestro de ceremonias en la afilada saga de Crueles intenciones (Cruel Intentions, 1999 + Cruel Intentions 2, 2001 + Cruel Intentions 3, 2004, esta ya dirigida por Scott Ziehl), se la debía traer al fresco tanta llorera vaginocéntrica: no es extraño por tanto que no parezca tomarse ni medianamente en serio ni la trama romántica ni, mucho menos, el mensaje dramático (ahí están, como prueba, las tomas falsas finales), y concentre todo su talento tanto en el repertorio de encantadores tics del trío protagonista, como en la eficacia de tres secuencias que ya por sí solas merecen un reclinatorio: el bochorno de una espléndida Selma Blair en la tintorería, el momentazo piercing y el gozoso número musical, amputado en los EEUU.

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En este sentido, La cosa más dulce se convierte en un precedente maquiavélico y mucho menos ligero de lo que parece de tantas otras comedias con la etiqueta de feministas que nos llegan ahora: bien desde la óptica levemente satírica de Confesiones de una compradora compulsiva (Confesión of a Shopaholic. P.J. Hogan, 2009), la reivindicación de los tonos pastel del fem-angst de Postdata: te quiero (P.S. I Love You. Richard Lagravenese, 2007) o la desnuda validación de la superficilidad como arma arrojadiza en la tremenda 27 vestidos (27 Dresses. Anne Fletcher, 2007). El cine actual, inmerso en su ya anunciada y coreada postmodernidad, reivindica estereotipos de la feminidad que hasta hace poco eran objeto de burla o escarnio por parte de la cultura popular: el consumismo desenfrenado, la promiscuidad sexual, la búsqueda del príncipe azul y el horror a la soltería, y los convierte en orgullosas señas de identidad, en armas de género, en identificables muestras de diferencia. Todo esto puede verse en La cosa más dulce: sus tres protagonistas femeninas, verdaderas reinas de la función, parecen pavonearse de su condición de desechos sociales vestidos de Armani, porque, dentro del contexto del nuevo siglo, saben que molan y son envidiadas precisamente por su falta de sentido del exceso y su orgullosa condición de objeto. Sí, puede que La cosa más dulce esté tan condenada a desaparecer en la polvareda como su propio humor y su mensaje, pero no por ello deja de constituir una inédita yuxtaposición entre superficie femínea y fondo inequívocamente viril: es decir, lo que hace Kumble no dista tanto de ser una sexploitation moderna que consigue vender la moto al gran público con la cantinela del amor verdadero y la aceptación de las reglas del juego. Por ello, la escena del espionaje en el cuarto de baño de la discoteca es mucho más que un acertado gag: las mujeres ya no quieren ser mujeres, sino aspiran a convertirse en lo que nosotros vemos en ellas.