La tribu de los Brady

El fin de la inocencia

En la infancia, el sexo surge como una ráfaga de grosería y regusto a secreto vergonzante que se cuela en una existencia hasta el momento sin mayores complicaciones. Y como una mancha de aceite en una piscina, se extiende, avanzando en susurros entre los pupitres y proporcionando una extraña mezcla de deseo y repugnancia. Una de las claves de la pérdida de la inocencia, que viene pareja a los años de adolescencia, consiste en darse cuenta de que el sexo no es secreto, sino público e inevitable, y que no es sólo privilegio de unos pocos, sino que todo el mundo lo practica (o al menos, quiere practicarlo). Aquello que escondías ante la mirada feroz de tu maestra, lo hacen también tus padres. Y tu niñera. Y los tíos que te venden los donuts de la merienda. Y los hombres y mujeres que escriben los dibujos animados. Y tus hermanos mayores. Y tu profesora también. Nadie es inocente, todos estamos embadurnados de pecado original. Por todo esto, una película como La tribu de los Brady ejemplifica tan bien la pérdida de inocencia: no hay nada más chocante que escuchar a un niño de la familia Brady decir correrse. Es como ver a Mickey Mouse masturbándose o a la sirenita en paños menores. Algo brutal, quién sabe si estimulante, pero con un poso de melancolía. Sobre esta revelación en forma de chiste amargo, Betty Thomas monta toda una película. Los Brady tampoco son inocentes. O mucho mejor, los Brady siguen siendo inocentes, pero es nuestra época la que se revuelca en el cinismo y en la barbarie del mal gusto. He ahí uno de los grandes temas de la NCA: el contraste, el choque frontal del ingenuo bienintencionado que hace las veces de héroe con el mundo hostil que nos representa a nosotros mismos.  Es ése y no otro el argumento de Austin Powers (Austin Powers: International Man of Mystery. Jay Roach, 1999), de Movida en el Roxbury (A Night at the Roxbury. John Fortenberry y Amy Heckerling, 1998), de Zoolander (Ben Stiller, 2001) y de Superstar (Bruce McCulloch, 1999). Pero me atrevería a decir que ninguna de estas películas llega tan lejos y rasca en la herida hasta tan hondo como lo hace La tribu de los Brady.

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Volvamos la vista atrás. Hoy devenida en icono trash por su  frontal empleo del almíbar, hubo un tiempo en que el mundo entero se tragaba como aspirinas y sin pestañear las enseñanzas de la boba teleserie La tribu de los Brady. Que el cine ha crecido sustancialmente y puede burlarse de sus propios mitos del pasado, mejor cuanto más ridículos sean a ojos del presente, lo prueba esta parodia cañera e inclemente (¡destrocemos la sitcom de ayer con armas de la nueva sitcom!), que funciona además como un taimado ejercicio de caligrafía postmoderna: tomamos los iconos de los sesenta y los situamos en los noventa, donde su cursilería ya no es enrollada, sino que se convierte en objeto de mofa. La idea ya tiene tela, pero su resolución, a base de mala leche que oscila entre lo sutil y lo abiertamente zafio pero aun así tronchante (la amiga lesbiana de Marsha Brady, el psiquiatra travelo, la vecina ninfómana), se convierte por momentos en todo un campeonato del doble sentido verbal y la gracia sexual camuflada, sin llegar a desvestirse de los ropajes de una comedia infantil al uso. ¡La pirueta es redonda! Betty Thomas, que más tarde intentaría una maniobra similar —aunque barnizada de un mayor cariño pop hacia su referente— produciendo la saga de Los ángeles de Charlie (Charlie’s Angels, 2000 + Charlie’s Angels: Full Throttle, 2003, ambas dirigidas por McG), nunca estuvo tan brillante como aquí: modula bien sus fuerzas para no caer de lleno en el desmadre autocomplaciente, y nos regala un bombón envenenado que, en sus mejores momentos, nada tiene que envidiar al John Waters de Pecker (1998) o Los asesinatos de mamá (Serial mom, 1994). Palabras mayores.

En tiempos tan tempranos la crítica no entendió la broma. Apenas habían comenzado a hilarse las principales constantes de la Nueva Comedia Americana, pero ya aquí podíamos disfrutar de algunas de sus características más relevantes. El sexo parece impregnar cada secuencia y cada diálogo, de una forma esquinada y maliciosa, que tiene más que ver con un cierto tipo de mirada que con una presentación limpia y directa. En formato pastiche, sin el humor desnudo y contextualizado de los ochenta, sino recurriendo a las más viles tretas para capturar la complicidad de un público que está de vuelta de todo. Quizá sea ésta la base del nuevo estilo humorístico: la aceptación de que los tiempos han cambiado y de que el espectador se las sabe todos y ya no va a tolerar más bromas del tipo de Loca academia de policía (Police Academy. Hugh Wilson, 1984) o similares. La cultura dejaba de ser la oficial y se cambiaba por lo popular, lo profano y carnavalero, pero con una perspectiva capaz de deconstruir lo sagrado y de venerar lo intrascendente. Y sí, el mensaje final, aunque en tono paródico, es sorprendentemente integrador y positivo, al igual que en Billy Madison de Adam Sandler y Tamra Davis, lo que no supone una renuncia, sino un redondeo de la gigantesca broma. Porque el mejor gag de esta película es que acabe funcionando con la misma eficacia que un capítulo de la misma serie que de entrada parecía mirar por encima del hombro. En tiempos tan crueles y confusos, el único refugio de la ternura es la estupidez más empalagosa. ¿Tan miserable es el mundo que no tenemos más remedio que admirar a los Brady? Thomas y su equipo de guionistas parecen tenerlo claro, y aunque sus dos secuelas fueran redundantes y formulistas, este pequeño título puede verse como un jalón nada despreciable a la hora de reformular el humor contemporáneo.