Señales del futuro

El árbol de la ciencia, el árbol de la vida

I.

Entre las lecturas más influyentes de mi adolescencia se cuentan los libros profesionales de mi abuelo, médico militar. Los domingos a media tarde, mientras mis hermanos jugaban en torno al gran castaño que presidía el patio de la casa familiar, yo me refugiaba en la biblioteca para abismarme en pulcros grabados y borrosas fotografías que ilustraban todo tipo de malformaciones, mutilaciones y tumores. Para mí, aquellas imágenes de horror puro, aquellos textos de prosa despiadada, constituían el reverso lúcido y audaz de la inconsciencia que manifestaban las risas distantes de mis seres queridos y los vivarachos rayos de sol que se abrían paso, entre los cortinajes y el polvo, hasta el decrépito mobiliario que me amortajaba. Yo , me decía después con suficiencia en el asiento trasero del coche de mi padre, mientras regresábamos a Madrid; yo y vosotros no, cuál es la esencia de la realidad. Y a la luz de las farolas que iluminaban intermitentemente los rostros cansados de mis acompañantes, cavilaba con suficiencia sobre lo que podían ocultar los dedos manchados por la nicotina de mi madre o el lunar en el hombro de mi hermana.

Pero saber no implica que los hechos básicos que constituyen la vida y la muerte vayan a cambiar, ni que vayan a doler menos cuando su epicentro pasemos a ser nosotros mismos. Lo único que hace el conocimiento es matar la esperanza, como pude comprobar el domingo que, al sacar de su estantería un volumen de Medicina Interna, descubrí que alguien había señalado con un marcapáginas el capítulo dedicado a la hematología. Entonces comprendí con terror el porqué de la anormal agitación que había revelado mi abuelo durante toda la jornada, como comprendí el porqué de su progresivo declive a lo largo de las siguientes semanas y el espanto que traslucieron sus ojos durante el proceso que le llevó a la muerte; él sabía perfectamente por su profesión qué iba a suceder, y no podía hacer nada para eludirlo. Y mientras anochecía en el patio, sus hijos acariciaban el rostro de mi abuelo con ternura y sus nietos jugaban incansablemente alrededor del castaño, haciendo volar hojas mustias que batían contra los pies del enfermo como olas cada vez más atrevidas.

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No volví nunca al despacho, pero tampoco fui capaz de integrarme con convicción en ese jolgorio familiar en el que había tanto de candidez como de rebeldía frente a lo inevitable. Mi estado pasó a ser el de un perpetuo «cansancio espiritual», tal y como lo definió Stefan Zweig en su nota de suicidio. Y años después, como siempre demasiado tarde, caería en mis manos El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, libro gracias al que me quedó claro cuál había sido mi error: «Tú habrás leído que en el Paraíso había dos árboles, el de la vida y el de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso y frondoso; según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El de la ciencia no se dice cómo era; probablemente, mezquino y triste. ¿Sabes lo que le dijo Dios a Adán? Que podía comer todos los frutos del jardín, pero que debía tener cuidado con los del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que los comiese moriría de muerte. Y Dios seguramente añadió: «Comed del árbol de la vida. Sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos alegremente por el suelo; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque su fruto agrio os destruirá»».

II.

John Koestler (Nicolas Cage) también es presa del cansancio espiritual. Siendo astrofísico, profesor de ciencias y padre de un niño de diez años, cabría suponérsele un talante positivo y positivista del que sin embargo carece: su esposa falleció en un incendio y, como consecuencia, John ha devenido un hombre marchito, inmerso en incertidumbres metafísicas y en borracheras que apenas le sirven para convencerse a sí mismo de que la mujer que amaba murió asfixiada mientras dormía y no achicharrada. Sin embargo, resulta interesante observar como el Apocalipsis que parece amenazar nuestro planeta en la película, así como muchas de sus señales previas, en las que John ejerce de testigo impotente tras descifrar un enigmático listado numérico que llega a sus manos desde una cápsula del tiempo enterrada en 1959, están relacionados con el fuego. De modo que los esfuerzos infructuosos del científico por evitar lo inevitable trasladan al espectador una sensación de profecía autocumplida y constatación de las peores conjeturas (sensación que se concreta sobre todo en dos de las secuencias de catástrofe más escalofriantes vistas nunca en pantalla) que se extiende a la naturaleza de la propia película.

Y es que, durante muchos minutos, el último largo del siempre interesante Alex Proyas (Dark City, Yo, Robot) funciona como producto derivativo de títulos tan prestigiosos como Donnie Darko, Señales o El Incidente. Al tratarse de una película sometida sin complejos a sus condicionantes comerciales, sin la carga de ingeniosas ambigüedades, subtextos y múltiples lecturas intelectuales latentes en los films de Richard Kelly y el divinizado M. Night Shyamalan. Pero planean sobre Señales del Futuro, en cualquier caso, las mismas sombras de conocimiento, aprovechamiento y reformulación del fantástico a la luz de una mayor sabiduría en comparación con los clásicos. Sabiduría que trae aparejados en las películas de Shyamalan y Kelly aspectos irónicos, a los que parece obligado haya de entregarse también en estos tiempos el aficionado al género si no quiere pasar por un simple, aunque a la larga esa ironía termine por desecar la ilusión en lo maravilloso y, por tanto, en que algo puede cambiar; mientras que Señales del Futuro pasa a apostar en su última media hora por la ciencia-ficción más cándida y delirante, descabalando para empezar los esquemas mentales de John, a quien al fin y al cabo no se le estaba pidiendo que resolviese sus pesimistas conjeturas acerca del determinismo y el azar, sino que confiase en los frutos del árbol de la vida. Ser incapaz de hacerlo le condenará, mientras que su hijo (no por casualidad sordo literal al entorno emocional árido que le rodeaba) sí podrá acceder a sus ramas frondosas.

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No seamos, con todo, inflexibles con John, quien no representa sino nuestro propio y apuntado cansancio. Quién sabe si el cansancio de toda una época (el destino de John es un destino colectivo). Y él al menos se sigue torturando por lo que sucedió y sucederá, lo que no es sino una forma retorcida de ilusión. En este aspecto, que se apellide Koestler puede deberse a la casualidad, pero nos remite al novelista y ensayista Arthur Koestler (1905-1983), quien tras consagrar los últimos treinta años de su vida a escribir sobre ciencia desde el relativismo más absoluto, se abandonó súbitamente al misticismo y lo alternativo, dedicándole suma atención a temas como la sincronicidad junguiana —mentada expresamente en Señales del Futuro por parte de un colega de John para intentar explicar lo que ocurre—. Y cuando, como Zweig, se suicidó, Koestler dejó escrito: «Tengo alguna tímida esperanza en una vida posterior despersonalizada más allá de los límites del espacio y del tiempo, de los límites de nuestra comprensión».

Señales del Futuro se abandona postrera y valientemente a esa idea, tan propia de la ciencia-ficción escapista previa a la denominada Era Dorada del género, que tan pocas manifestaciones cinematográficas ha generado, y que en lo literario ejemplificaron entre 1926 y 1938 Jack Williamson, Clifford D. Simak y Edmond Hamilton. Escritores que no tuvieron miedo a dejarse llevar, partiendo de lo consensuado, por rutas descabelladas, desinhibidas, limpias, que más de uno tachará en el caso de la película de Proyas de ridículas, o despreciará por sus supuestas resonancias espirituales; delatando únicamente con ello que su cobijo bajo el árbol de la ciencia, bajo las alas protectoras del guiño cómplice, el relativismo y la suficiencia, ha devenido un sudario.

Fernando Savater[1] ha diferenciado, a la hora de analizar el arte de contar historias, entre lo que es novela (para la ocasión, película) y lo que es pura narración: «La cámara natal de la novela es el individuo en su soledad, incapaz ya de expresarse ejemplarmente sobre sus deseos más importantes, sin consejo para sí mismo y sin poder ofrecer ninguno […] la narración en cambio, en cuanto empieza a ser contada, revoca la soledad; y no sólo en el momento fugaz que dura el relato, sino en el futuro que promete la posibilidad misma de narrar». No hace falta decir que Señales del Futuro es narración gozosa, de las que nos permiten hacer las paces con la idea de la muerte y creer a la vez en la posibilidad de que reverdezca lo agostado


[1] SAVATER, Fernando. Misterio, emoción y riesgo. Sobre libros y películas de aventuras. 2008. Página 19. Editorial Ariel.