Un cuento de Navidad

Deslumbrante desconcierto

La entrevista, uno de mis géneros periodísticos preferidos, ha sido siempre fuente privilegiada de conocimiento. Durante los últimos meses he leído varias que dejaban desnudos los argumentos de una buena parte de la crítica cinematográfica moderna frente a las palabras de los cineastas. La publicada en la revista Dirigido por… (387, Marzo 2009), realizada por Aurélien Le Genissel al cineasta Arnaud Desplechin, es una de las más reconfortantes y reveladoras que recuerdo. En ella, un cineasta colocado por parte de la crítica más elitista del mundo en el Olimpo de los dioses cinematográficos, defiende abiertamente «contar una historia», considera presuntuosa y desgastada la política de los autores y defiende «la política de las películas», afirma que le encantan los géneros, dice literalmente que «el espectador siempre tiene razón» y que «lo precioso del cine es que es un arte popular» porque «el cine nació así, nació como un arte de feria y pienso que siempre lo será porque… ¡está hecho para eso!».  Un documento imprescindible, en suma, que pone algunas cosas en su sitio, y que nos permite enfrentarnos a su obra sin cristales distorsionadores.

Un cuento de Navidad (Un conte de Noël. Francia, 2008) es una de las películas más singulares y estimulantes que he visto en mucho tiempo. Es un filme desconcertante pero a ratos deslumbrante. Incluso en su argumento, aparentemente un tópico sobre la falsa y complicada naturaleza de las relaciones familiares, se esconde un giro poderoso y arrollador, que desplaza la atención hacia la búsqueda de la propia identidad y, desde esa perspectiva, se eleva incluso por encima de algunas de las clásicas propuestas sobre el tema, como la magistral Fanny y Alexander (Fanny och Alexander. Suecia-Francia-Alemania, 1982), con la que mantiene una sensible y fina línea de contacto, así como con buena parte del aliento cinematográfico del maestro Ingmar Bergman.

Desplechin plantea una reunión familiar durante la Navidad como un juego visual y narrativo; esa dimensión lúdica aleja el filme de un prurito pretencioso de rigor y lo acerca a una idea que me resulta especialmente querida, la de la diversión intelectual. Esta línea de búsqueda, la mayor parte de las veces plagada de hallazgos sugestivos, le lleva a emplear una narrativa clásica, poderosa y enérgica, aunque plagada de digresiones excéntricas a través de la multiplicidad del punto de vista o del uso de técnicas visuales primitivas (como las cortinillas circulares, mediante el movimiento del iris). Forman parte de este mismo juego las alusiones a filmes clásicos que aparecen en televisión, o el empleo de una amplísima gama de referencias musicales, de lo más heterogéneo y siempre integradas magníficamente en la ficción. La música, de hecho, ejemplifica esa tercera vía elegida por Desplechin entre la mera diversión tontorrona del cine comercial y el innecesario hermetismo de una buena parte del cine de autor: la música clásica, la música popular y la música contemporánea comparten espacio sin el menor atisbo de extrañeza.

Algo parecido ocurre en la mayoría de las decisiones tomadas en la puesta en escena. Desplechin huye del solipsismo, y dedica buena parte de la película a la definición del contexto, sin caer en los tópicos ni en el convencionalismo. Juguetea con los sentimientos y las ideas, haciendo traspasar al espectador los universos del humor, la crueldad, el hastío, la frialdad, el sarcasmo, la calidez o la ironía. Acude a numerosos apuntes metafóricos que se desprenden con naturalidad de la iluminación o del atrezzo, evitando las formulaciones meramente intelectuales o ajenas a la diégesis. Es, en definitiva, un cine plagado de costumbrismo que adquiere una profundidad inusitada. Es una de las obras más ricas de los últimos años en cuanto a significados, sin caer en pedanterías ni en amaneramientos autorales.

Los personajes de Desplechin se van diluyendo y recomponiendo a lo largo de todo el filme: hablan a la cámara, escriben cartas, se confiesan entre ellos, quedan embebidos en soliloquios, absorbidos por el silencio, aparecen, desaparecen. Es, en cierto modo, una estrategia narrativa y escenográfica que enlaza de manera plenamente coherente con el tema principal de la película, que acaba siendo la disolución de la propia identidad, pero no por causa de la familia, sino al margen de ella, de manera que ese núcleo social tan poco auténtico no sería tanto el causante de todos los males, como el síntoma de una verdad mayor: la suma de identidades en tránsito, que no alcanzan nunca la solidez, que no pueden abrazar al otro porque su dibujo apenas si aparece con nitidez.

Podría parecer, por todo lo dicho, que Un cuento de Navidad es casi tan ligero como un minué, o tan distendido como un atardecer ante el mar: nada más lejos de la realidad. Uno de los miembros más peculiares de la peculiar familia, el irritante Henri (Mathieu Amalric) (en casi todos los personajes que le he visto interpretar me resulta irritante, y empiezo a dudar de si se debe al personaje o a la persona), pronuncia unas palabras que dejan clara la seriedad del asunto: « […] la desmesura, la locura, la violencia de esta nueva estructura familiar ha alcanzado límites que no imaginaba. Estamos en medio de un mito, y no sé de qué mito se trata». El propio Henri, en otra escena, será incapaz de recordar el nombre de sus sobrinos. Las parejas se encuentran instaladas en la mentira. La escena del jardín, en que Henri habla con su madre, Junon (Catherine Deneuve), resulta de una gelidez casi insoportable, escalofriante. Cuando un personaje se dirige al espectador mirando directamente a la cámara pensamos, por un momento, que lo hace para huir de la terrible soledad compartida.

La escena en que vemos las células de la sangre a través de un microscopio, bajo una música más propia de un filme de terror que de un drama familiar, encontramos quizá el momento paradigmático de un filme que juega con el extrañamiento del espectador, con la mezcla de sentimientos y que, de paso, emplea la sangre como metáfora de lo que nos es más propio, signo de vida, y, al mismo tiempo, compartido con la familia: la crisis de identidad y la crisis familiar. La sangre supuestamente enferma de Junon, propia del cáncer que quizá la lleve a la muerte, se convierte en el macguffin que sirve a Desplechin para hilar levemente una trama intermitente y sincopada. No en vano, la muerte se encuentra en el sustrato mismo de todo el filme, quizá como uno de los elementos más permanentes durante todo él: comienza en un cementerio, Junon puede morir de cáncer, las fotos de los familiares fallecidos son foco de atención en las habitaciones… Reencontramos de nuevo a Bergman, pero también da la sensación de observar al más genuino Desplechin.

Se acaba de ver Un cuento de Navidad con ansia de volver a verla de inmediato. Es un filme poliédrico e inagotable de una sola vez, tanto en su complejidad semántica como en su riqueza visual. Sólo la pasión del cineasta por la palabra, reconocida en la entrevista que mencionaba al principio, le introduce en ciertas contradicciones estilísticas, y le juega alguna mala pasada, incurriendo a veces en ciertas reminiscencias literarias que, por desgracia, parecen uno de los males endémicos del cine francés, incluso en sus representantes más singulares. Sólo ese detalle, y una exuberancia en ocasiones poco medida, que puede resultar en exceso apabullante, alejan este filme extraordinario (en sentido literal) de ser una obra redonda.