Zoolander

Modelo de culpa

Antes de que os adentréis en este artículo, os animamos a releer el que sobre Tropic Thunder y, por extensión, la carrera de Ben Stiller como realizador, escribió Roberto Alcover Oti para el número 79 de Miradas de Cine. En él, se perfilaban con acierto tres cualidades básicas de esta sátira centrada en «el universo de la moda y los iconos populares»: su condición de manifiesto crítico contra «la relación conformista de las figuras públicas con la política»; su habilidad a la hora de clonar «los dispositivos visuales de aquello que satiriza para dejarlo en evidencia»; y la tensión creativa derivada de una coherencia dramática fruto de la intención por parte de Stiller de «contar y transmitir», y el efecto desestabilizador de los gags.

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En esta ocasión, nos gustaría destacar un cuarto aspecto que creemos contribuye como el que más a la relevancia de Zoolander entre las muestras del género producidas en la presente década. Es el referido a la influencia en la ficción de la personalidad humorística de Stiller, sin que sea fácil dilucidar cuánto corresponde en ella al actor, y cuánto al guionista y director.

Los mejores cómicos son aquellos que calan en nuestra memoria al forjar a lo largo de sus trayectorias arquetipos identificables no ya en breves fragmentos de sus films, sino en nuestros propios comportamientos. Al respecto, tengamos en cuenta que los arquetipos cinematográficos cimentados en el humor son particularmente aprehensibles por su concreción expresiva mediante signos universales (gestos, mímica, inflexiones de voz), muy explícitos a la hora de satisfacer los postulados junguianos complementarios de «reconocimiento y asimilación de lo externo a través de los sentidos» y «transferencia de la interioridad a lo real visible». Ello explica la simpatía o antipatía visceral que un cómico suscita en nosotros: si la risa representa la verificación cómplice de un código que cifra una manera de estar en el mundo, su ausencia delata una disparidad total de criterios con aquel que trata de hacernos partícipes de su punto de vista.

En los protagonistas de las películas de y con Ben Stiller es inmediatamente apreciable el complejo de inferioridad, una característica no demasiado agradable para reconocerse en ella que se traduce en amenaza continua de fracaso apenas se ha logrado culminar una cumbre. Tanto da si sentimental (Algo pasa con Mary [There’s Something About Mary. Farrelly Bros., 1998], Los padres de ella [Meet the Parents. Jay Roach, 2000], Dúplex [Duplex. Danny DeVito, 2003], Y entonces llegó ella [Along Came Polly. John Hamburg, 2004], Matrimonio compulsivo [The Heartbreak Kid. Farrelly Bros., 2007]) o profesional (Zoolander, Noche en el Museo [Night at the Museum. Shawn Levy, 2006], Tropic Thunder [Ben Stiller, 2008]). La derrota se cierne sobre sus personajes en oleadas de humillación, indignidades y ridículos tan implacables que hacen pensar en un castigo autoinfligido, en un merecido golpe de estado inconsciente contra posiciones alcanzadas sin percepción siquiera propia de valía real. Lo revelador es la naturalidad con que Stiller asume, en tanto comediante, tales peculiaridades: «I’m always willing to endure humiliation on behalf of my characters».

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De Derek (Stiller) sabemos cuando se inicia Zoolander que es el supermodelo más prestigioso del mundo. Pero no hay pistas que permitan deducir tal cosa más allá del enunciado. Su ególatra estatus no le ha procurado una relación sentimental satisfactoria ni el aprecio de sus familiares. Sus cualidades como modelo (incluyendo las famosas miraditas con que ha conquistado el objetivo de la cámara) o como simple hombre atractivo, carecen de atributos palpables. Y aunque esto podría interpretarse como una requisitoria genérica contra la virtualidad del mundillo en que se mueve, lo cierto es que su rival inicial sobre las pasarelas, Hansel (Owen Wilson), sí goza de la planta, la sociabilidad y la actitud que se echan a faltar en Derek.

Para que nuestro protagonista pueda convencerse a sí mismo y a los demás de que no es un fiasco, habrá de superar una serie de pruebas —relacionadas con un complot conspiranoico del que, redundando en lo ya señalado, será parte involuntaria, y que rememoran vagamente aquellas tres primeras pruebas: el león de Nemea, la hidra de Lerma y las aves del lago Estínfalo, que afrontaba el mitológico Hércules para erradicar precisamente sus defectos—, que le procurarán la respetabilidad, la integración real en un entorno que hasta entonces le había considerado únicamente un objeto manipulable, un estúpido. También como Hércules, el modelo se consagrará como héroe completo, auténtico, al venir acompañada su autorrealización de un progreso colectivo, en forma de «la Escuela Derek Zoolander para niños que no saben leer ni escribir chachi».

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Existen paralelismos, por supuesto, entre el ansia de Derek por ganarse el aprecio de quienes le rodean y el de Stiller por elaborar un film que satisfaga a todos los públicos: ácido pero finalmente conciliador, equidistante entre lo grosero y lo naif, detallista y hasta vistoso a nivel escenográfico, y lleno de cameos que, en virtud de su complicidad, desactivan los aspectos más crudos de la sátira. A Stiller además le faltan como guionista y director la confianza en sí mismo, la desfachatez —la hipertrofia de la reciente Tropic Thunder es otra muestra de ello— que sí posee una generación posterior de cómicos, especialmente los acogidos bajo el manto protector de Judd Apatow. Aunque en su renuncia al naturalismo, lo improvisado y la autocomplacencia en la propia vulgaridad de que hacen gala sus sucesores, residen justamente sus mejores bazas como artista: Apatow ha escrito y/o dirigido desde 2005 más comedias que Stiller en quince años. Pero de las calidades de uno y otro se deduce, como ha ocurrido y ocurrirá siempre en el ámbito de la creación, que resultan mucho más estimulantes la inseguridad, la conciencia culpable de las propias limitaciones, la consiguiente autoexigencia, que el regodeo en la subnormalidad tan alabado en Apatow.

Ya lo decía un maestro indiscutible del género, Woody Allen, en Broadway Danny Rose (1984): «Es importante sentirse culpable… Yo, yo, yo me siento culpable todo el rato, y yo, la verdad es que yo, nunca he hecho nada, ¿sabe? Pero me siento culpable, que conste, me siento culpable también por eso».