Barras, tangas y estrellas
Si de todos los humoristas surgidos en los años noventa tuviera que escoger a uno como el más adecuado representante del llamado american dream ése sería Adam Sandler. Esto no quiere decir que su cine no pueda ser ácido, incluso trasgresor en momentos esquinados y puntuales, pues la vena gamberra del cineasta le ha llegado en más de una ocasión a transitar por caminos extraños, puede que hasta ennegrecidos. Sin embargo, su conexión inmediata con el público es definitoria, y lo convierte en una especie de conciencia moral de América por el camino de la risa, un papel nada despreciable en un país que vuelve a encontrarse inmerso en una crisis devastadora y bajo la amenaza de un enemigo invisible cuya sombra es constantemente hinchada y distorsionada por los medios oficiales: ante el horror, el pueblo vuelve a prestar la oreja al payaso, como ya sucediera en El gran dictador (The Great Dictador, 1940), de Charles Chaplin, aunque el sustrato moral del cine de Sandler, como en Capra, esté en el fondo más visto que el tebeo: la familia, la amistad, el coraje personal, la simpatía por el débil y, de nuevo, la cualidad redentora del amor verdadero.
Más que nada para probar su rabiosa modernidad, también me gusta comparar el cine del protagonista de Un papá genial (Big Daddy. Dennis Dugan, 1999) o Click (Frank Coraci, 2006) con Quentin Tarantino. Esto no es tan gratuito como pudiera parecer de entrada. Es bien sabida la amistad y mutua admiración entre ambos (Tarantino realiza un cameo en Little Nicky, 1997, y Sandler fue una de las primeras opciones del cineasta para su Inglorious Bastards, 2009) y es evidente que tanto las películas de uno como del otro vienen preñadas de componentes lúdicos al margen de su diferente hondura, y trasmiten una similar sensación liberadora en sus mejores momentos. Ambos son firmes defensores de la cultura popular y de la comida basura: la memorable conversación sobre el McDonald’s entre los dos mafiosos de Pulp Fiction (1994) tiene un equivalente en prácticamente cada comedia que ha estrenado Sandler en los últimos años: los desayunos de Un papá genial, el centro comercial de Ocho noches locas (Eight Crazy Nights. Seth Kearsley, 2002), los chocobollos en Click, el pollo Popeye en Little Nicky, etcétera. Los universos de Sandler y Tarantino presentan obras comunicantes [1], de tal modo que los personajes de una bien pueden aparecer en otra filmada con más de cinco años en el tiempo, una característica que sólo la comparte Kevin Smith, quizá de un modo mucho más evidente, en este momento. Y por si esto fuera poco no es difícil adivinar la debilidad por los pies femeninos que subyace a todo su cine: la de Tarantino es bien conocida por sus seguidores, pero la de Sandler no es menos evidente si analizamos el grueso de su obra: el papel de John Turturro en Mr. Deeds (Steven Brill, 2002), la escena entre Jessica Alba y el propio Sandler en Os declaro marido y marido (I Now Pronounce Chuck and Larry. Dennis Dugan, 2007) y los continuos juegos entre David Hasselholf y sus secretarias en Click son ejemplos bastante esclarecedores.
Tampoco debemos pasar por alto la importancia capital de las mujeres dentro de su cine, sobre todo en sus primeras películas: desde la Verónica de Billy Madison a la Alex de Os declaro marido y marido, sin olvidar a mi favorita, la deslenguada Vicky Vallencourt de The Waterboy (Frank Coraci, 1998), todas ellas son mujeres inconformistas, nada decorativas, sino más bien firmes, activas, inconformistas, casi agresivas en su voluntad por marcar su territorio. Cierto es que el cine de Sandler es demasiado viril como para darle a la mujer un mayor protagonismo, por encima del hombre, que las más de las veces está encarnado por el propio Sandler: de hecho, esto no ocurría hasta el año pasado, con Una conejita en el campus (The House Bunny. Fred Wolf, 2008), un pequeño y festivo hito en la historia de la Happy Madison. En los papeles secundarios, los hombres, colegas o compinches, marcan también la pauta: camaradas de batalla del héroe, son tan imprescindibles para el desarrollo de la aventura que no sólo sus roles se repiten, sino también la presencia de unos cuantos actores habituales: Rob Schneider, David Spade, Steve Buscemi, Allan Covert, Norm McDonald y últimamente también Nick Swardson, quien protagonizara el descacharrante y muy popular en Internet vídeo Secret, apoyados casi siempre de actuaciones especiales de estrellas de la cultura pop, invitadas por Sandler para unirse a la fiesta a razón de uno o dos por película (Chevy Chase, Richard Chamberlain, Henry Winkler, Harvey Keitel, Ozzy Osbourne, Billy Idol y un largo etcétera).
Dejando por fin de lado las concomitancias con Tarantino, desde luego que la relación con Capra es más evidente, pero no olvidemos que el cine de Sandler también ha cambiado mucho desde sus orígenes. Sus primeras películas están más centradas en contar la historia de perdedores natos, que bien parecen un retraso mental (The Waterboy), bien son unos vagos irredentos (Billy Madison) o bien viven amargados por un hecho traumático que no han conseguido superar (Ocho noches locas, su ¡Qué bello es vivir! (What a Wonderful Life. Frank Capra, 1946)particular). Sin embargo, esto cambia a partir de 50 primeras citas, punto de inflexión que convierte a sus héroes en triunfadores heridos por dentro, imagen más o menos distorsionada o dulcificada del propio Sandler, como ocurre no sólo en esta película, sino también en Click o en Ejecutivo agresivo (Anger Management. Peter Segal, 2003).
Cerrando ya esta introducción, conviene aclarar que excluiremos de este estudio todas las películas en las que Sandler intervenga como actor sin que conste o pueda sospecharse una concreta y relevante implicación creativa. Me encantaría dedicar cinco o seis folios a ponderar Punch-Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002), pero hay que reconocer que es tan ridículo defender a Sandler partiendo de esta película, como injusto valernos de la nefasta Spanglish (James L. Brooks, 2004) para remarcar los defectos de su cine. Asimismo, quedan excluidas la anodina y derivativa Bulletproof (Ernest R. Dickerson, 1996), más cercana al thriller, y el melodrama En algún lugar de la memoria (Reign Over Me. Mike Binder, 2007). Dicho esto, metámonos en harina.
Primeros pasos
Going overboard (Valerie Breiman, 1989) debe considerarse el punto de arranque de la obra sandleriana, dato en el que parecen estar de acuerdo la mayoría de sus seguidores. Si bien es cierto que se trata de una muestra un tanto primitiva y tosca de su universo, esta caótica historia de un cómico embarcado en un crucero que luchará a brazo partido primero por pillar cacho y en segundo lugar por triunfar sobre el escenario atesora no pocas de las constantes de las futuras películas del actor, además de contar entre su reparto con nombres luego tan habituales como los de Allen Covert o Steven Brill. La película, divertida pero no especialmente destacable, guarda una especial conexión con el Sandler más burro y carnavalero: chistes sexuales, moderada bilis en los diálogos y sobre todo una dicotomía constante entre el éxito y la otredad que siempre se posiciona del lado del paria, del desheredado y del zopilote. Como nota curiosa, cabe apuntar que esta película supone una colaboración única entre Sandler y Adam Rifkin, guionista y actor, un auténtico perro verde de Hollywood, máximo responsable de films de culto como la enrarecida Marty, el chepa o Con la poli en los talones.
Pese a tratarse de una película más bien minoritaria y que por tanto ni tuviera un éxito notable ni llegara a llamar la atención de una crítica que se limitó a despreciarla sin miramientos, Going overboard le sirvió a Sandler para darse a conocer, poner su pica en el terreno del humor absurdo y, seguramente también, hacerse una buena agenda de contactos a la que sacar el debido partido. Estas y otras cosas lo llevarían a comienzos de los noventa a las filas del emblemático Saturday Night Live, dejando atrás muchos días grises punteados, probablemente, con actuaciones en clubes de cuarta y en bares inhóspitos. Se inicia así una época feliz para el humorista, marcada por pequeños hitos como la intervención en sketches tan míticos como Denise show, la creación del personaje de Opera Man, y por supuesto, el inicio de la colaboración con futuras presencias habituales de su cine, como Chris Farley, David Spade, Steve Buscemi o, claro, Rob Schneider. Y entretanto, comienzan a sucederse intervenciones en modestas películas vinculadas al moderado cambio de discurso que ya empezaba a afectar a la comedia norteamericana y que tomaría forma en años venideros con él como cabeza de carrera: la curiosa Los caraconos (Coneheads. Steve Barron, 1993), especie de película bisagra entre la primera generación del SNL y la más reciente; la desaprovechada Cabezas huecas (Airheads. Michael Lehmann, 1994); la raruna y melancólica Shakes, the clown (1991), ópera prima del no menos inclasificable Bobcat Goldwait; y la reinvidicable Un día de locos (Mixed Nuts. Nora Ephron, 1994), cuento de Navidad contaminado por un agradable confeti con el virus del humor negro. Quizá sea en esta última, por la que no negaré que siento una especial debilidad, donde a Sandler se le permita ser más él mismo, pese a interpretar un papel meramente episódico: un ingenuo y atontolinado joven que se dedica a diseñar frases chulas para camisetas, primo hermano de los personajes de The waterboy, Billy Madison o del protagonista de Mr. Deeds, que desempañaba con equiparable tesón una ocupación muy similar, aunque en este caso fueran tarjetas de felicitaciones.
Las películas fundacionales: el golfista y el niñato
Situadas cronológicamente a mediados de los años noventa, esto es, en el epicentro del origen de la nueva comedia gamberra, Billy Madison (Tamra Davis, 1995) y Happy Gilmore (Dennis Dugan, 1996) vienen a presentar diáfanamente todas las constantes de la senda sandleriana, así como bifurcan su andadura en dos caminos complementarios: la mala baba y la ternura. Si bien Billy Madison, la historia de un malcriado heredero que tendrá que demostrar a su progenitor que es capaz de sacarse el graduado, pasa por ser una entonada muestra de humor cruel, absurdo y refinadamente antisistema bajo el dulce envoltorio de una humorada familiar, Happy Gilmore, en un tono más blando después de su potente comienzo, escoge el mundo del golf para narrar la historia del perdedor con talento que consigue dejar boquiabiertos a los triunfadores de baratillo y conquistar a la preciosa chica. Ambas películas, pero sobre todo la primera, dan amplias muestra de una personalidad muy especial, capaz de coordinar a la perfección golpes del humor más negro (la muerte del payaso en Billy Madison o del personaje de Carl Weathers en Happy Gilmore) con un buen rollo supuestamente inocuo que compensa sin destruir las notables zonas oscuras del desarrollo. Así pues, por encima de Tamra Davis y Dennis Dugan, directores funcionales pero intercambiables, aparece la batuta y las obsesiones de la estrella, continuando una tradición de actor/autor, en la misma línea que la seguida por los hermanos Marx o Harold Lloyd.
Tal sería el control y el poder alcanzado por Sandler, y la importancia de estas películas dentro de su trayectoria posterior, que un año más tarde el actor crearía la productora Happy Madison, destinada a producir no sólo sus propias películas —con la intención de tener un control aun mayor sobre el resultado— , sino también los proyectos personales de sus colegas de profesión, desde cómicos como Dana Carvey y Rob Schneider, a guionistas como Tom Brady, Fred Wolf o Allan Covert. Con los años, y conforme las películas protagonizadas por él fueran más y más exitosas, perdiendo parte del tono rompedor de los films fundacionales, las obras de la Happy Madison servirían de escape para el Sandler más salvaje y descontrolado, pero también más zafio y caótico, tal y como prueban la saga Gigoló, Naturaleza a lo bestia o Grandma’s boy. Precisamente es esta cara menos amable la que analizaremos en el siguiente apartado.
El eterno adolescente: de Billy Madison a Naturaleza a lo bestia
La sutileza está sobrevalorada, y esto es más cierto que nunca en el terreno humorístico. Cualquier fan más o menos entregado ansía disfrutar de su ídolo en su momento más histriónico, aunque ello no coincida —de hecho rara vez lo hace— con la cima de su talento. Resulta que ahora, con esta tontada del humor inteligente, cualquier gracia sutil tiene a la fuerza que ser mejor que una broma grosera y directa, una regla de hojalata que de aplicarse a rajatabla nos llevaría a conclusiones cuando menos disparatadas. Por ejemplo, una comedia como Como en casa en en ningún sitio (Four Christmases. Seth Gordon, 2008) tendría que ser a la fuerza superior a El guateque, pues ambas hunden sus raíces en la screwball comedy quedándose en distintos peldaños graduales y conscientemente modulados. O, siguiendo el hilo, un capítulo al azar de Un chapuzas en casa resultaría cien veces más brillante que cualquiera de Monty Phyton´s Flying Circus. Demencial, sin duda. Más lógica sería la afirmación contraria: todo autor, mucho más si es humorista, debería soltarse el pelo de vez en cuando, aunque sólo sea por salud mental o regocijo de su público. Todo sea dicho: lo cierto es que Sandler rara vez se desmelena cuando carga con todo el peso de una película. Su cine viene a ser una ejemplificación meridiana de la gracia negra puntual, oculta tras el adocenado formato del cine familiar, romántico o simplemente blanco. Con todo, bien es cierto que en Billy Madison la jugada se descompensa un poco, aunque para bien: el detalle pesa más que el conjunto, y tantas son las bromas ácidas, sexuales o enfermas (una profesora de preescolar adicta al pegamento, un director gay que mató a un hombre en un campeonato de lucha libre, el instituto visto casi como campo de concentración… y podría seguir) que la película se desborda hacia un descontrol francamente feliz, si acaso similar a la de obras tan desconcertantes como La tribu de los Brady de Betty Thomas o la más reciente De vuelta al insti (Strangers with candy. Paul Dinello, 2005).
Con todo, tendríamos que esperar al año 2000 para ver al Sandler salvaje nuevamente en su salsa, como máxima estrella de la película más grosera de cuantas haya protagonizado: Little Nicky (Brill, 2000). Tanto es así, que su nutrido grupo de hoolligans volvería la espalda a esta obra carente de sutileza, pero ferozmente libre en su zafiedad, dando lugar a un pequeño fracaso de taquilla para un cómico que por entonces no quería permitirse un patinazo. Una pena, porque Little Nicky queda como una obra imperfecta pero en ocasiones brillante en su uso del absurdo y el humor estúpido, aproximada muestra de lo que Sandler podría llegar a ser, para bien o para mal, de seguir sus instintos y no verse tan coartado por las dictadura de su propio rebaño de fieles. Ahí es nada esta desmañada historia de ángeles y demonios que rivalizan en promiscuidad y blasfemia a los de Smith y Kushner. Muy extraño fue que esta sarta de locuras con fondo heavy-metalero recibiera la más bien clemente PG-13, considerando que hablamos de una película en cuyo prólogo Jon Lovitz es condenado a ser sodomizado por un pájaro gigante. Por si no había quedado claro, Little Nicky es una película genuinamente adolescente. Y, como tal, subversiva e iconoclasta. Quizá se tratara de un grito desesperado del niño que se negaba a crecer, ya que su cine posterior, también para bien o para mal, ha abrazado la edad adulta logrando, tal vez, cotas de similar altura, pero en ningún caso comparable en tanto a empuje juvenil a esta obra propia de un teenager sobreexcitado, hiperactivo pero aun así extrañamente tierno.
El último grito del Sandler descontrolado ha sido la recientísima Zohan: licencia para peinar (You don´t mess with the Zohan. Dennis Dugan, 2008), que supone además su primera colaboración con Judd Apatow. Curiosa pero menos mordaz de lo que cabría esperar revisión del conflicto palestino a través de un espía con aspiraciones de estilista fashion, la película de Dugan es formal y estructuralmente tan caótica como Little Nicky, o más si cabe, pero su osada incursión en tamaño conflicto a través de un humor tan básico como eficaz, y un gran happy end de talante conciliador le valieron los parabienes de la misma crítica que despreciara la primera, amén de un caluroso recibimiento por parte tanto de sus incondicionales como de espectadores poco afines a su universo. No faltan de nuevo los continuos chistes sexuales con poso cándidamente bizarro que se han convertido en marca de la casa, y que se ceban en este caso con la gerontofilia. Ni tampoco los papeles para sus habituales colegas, de John Turturro a Chris Rock, pasando por el clásico Rob Schneider. Pero, con todo, algo aleja a Zohan de la habitual película-Sandler: ya sea su falta de ternura, su ritmo quizá demasiado frenético o sus aspiraciones de crítica social, ya presentes en la más atinada y entrañable Os declaro marido y marido.
Tal como habíamos apuntado, el apogeo del Sandler más genuinamente gamberro tendrá lugar a través de su productora Happy Madison. Tanto es así, que cabría preguntarse dónde hubiera metido el humorista tal derroche de sexo sucio, escatología de saldo y misoginia galopante de no haber contando con esta productora-tapadera para desempeñar el papel de catarsis. Como precedentes a tal lodazal de infamias, no está de más volver a citar Going Overboard, pero, sobre todo, Trabajo sucio (Dirty Work. Saget, 1998). Esta conseguida comedia funciona ante todo como una suerte de borrador de lo que sería el cine de la Happy Madison a partir de entonces: no sólo contamos como protagonistas con dos de los personajes de Billy Madison, interpretados por los mismos actores, sino también con un cameo del propio Sandler, la aparición de Chris Farley, otro cameo que hace las veces de tributo al SNL más clásico (ni más ni menos que un quejicoso Chevy Chase), y una trama que oscila entre el tono capriano y la sátira malhablada, con especial inclinación hacia esta última, como prueba, por ejemplo, la memorable escena de las prostitutas muertas. Pese a ello, Trabajo sucio obtendría una calificación PG-13, al igual que todas las películas protagonizadas por Sandler y producidas por él; no así muchas del venideras obras de la Happy Madison, como la saga Gigoló, Naturaleza a lo bestia o Grandma´s boy, que cargarían con una R por su continuo regodeo en la sexualidad más chabacana y por tanto hilarante. Otras, como Este cuerpo no es el mío se quedarían tan sólo a un paso de ser prohibidas para menores.
Con todo lo expuesto más arriba podríamos deducir, erróneamente, que Sandler alcanza algunos de sus hallazgos más notables en sus películas para la Happy Madison, pues en ellas llega a sentirse cómodo a la hora de probar ciertos planteamientos adultos sin las cortapisas del lenguaje y el tono. Un visionado comparativo entre estas y sus películas como máxima estrella nos indican lo contrario. Esto nos lleva a pensar que quizá el talento de Sandler florezca mejor bajo la férrea protección del corsé censor, autocensura en este caso, y que sus películas más libres puedan contener determinados momentos de gloria, pero sean más irregulares en conjunto precisamente por el descontrol y el libertinaje del que hacen gala, uso y abuso. Gigoló, distando bastante de la perfección, quizá continúe siendo la más lograda, aunque su secuela, si bien más bestia, fuera derivativa y zafia hasta extremos casi inaceptables, incluso dentro del campo del humor marrano. Naturaleza a lo bestia es una chorrada amable, simpática por su caos y genuina alma porreta, pero su ocasional capacidad trasgresora parece más producto de la casualidad que de la inspiración. Grandma´s boy tiene una comicidad intermitente que alcanza momentos de mayor calado y una dosificación de gags más certera, pero hay demasiadas interferencias de tono como para poder hablar de una obra realmente importante. Cerrando este apartado paso a repasar otras obras de la Happy Madison que globalmente se alejarían de un enfoque cien por cien gamberro: la profunda y épica La sucia historia de Joe Guarro (Joe Dirt, Dennie Gordon. 2001); la lograda Estoy hecho un animal (The Animal. Luke Greenfield, 2001), con ese clímax y ese arranque desopilantes, lástima de un desarrollo medianero; la quizá algo más formulista Este cuerpo no es el mío (The Hot Chick. Tom Brady, 2002), de nuevo a mayor gloria de Schneider; la prometedora pero desaprovechada Los calientabanquillos (The Benchwarmers. Dennis Dugan, 2006); la extraña y casi infantil, aunque no por ello desdeñable El maestro del disfraz (The Master of Disguise. Perry Andelin Blake, 2002); la ingeniosa pero excesivamente esquemática Una conejita en el campus; y finalmente la triste y a la vez ciegamente humanista Dickie Roberts, ex niño prodigio (Dickie Roberts: Former Child Star, 2003), quizá mi favorita de todo este amplio saco de más que aceptables comedias.
La odisea americana: las comedias deportivas
Ya que las comedias de Sandler, como antes las de Capra, son hoy por hoy el más firme exponente del vapuleado american way of life a nadie debe extrañar que el actor y guionista haya escogido varias veces el formato del film deportivo para trazar sus historias de fracasados con un talento especial que viven su particular sueño en el país de las barras y estrellas. Dicho formato es inevitablemente previsible por mero reconocimiento, pero le permite insertar sus habituales golpes de humor marciano, y más importante, profundizar en su particular visión del héroe. En Happy Gilmore (Dennis Dugan, 1996), con el golf como fondo, se apuntan las bases de un discurso tan clásico como coherente. Pero en The waterboy (Frank Coraci, 1998), tal vez su mejor película deportiva, llega incluso más allá: su héroe no sólo es el epítome del fracaso, sino que además parece retraso mental, lo que no le impedirá convertirse en ídolo de masas y quedarse con la chica. Es curioso como en esta película todo fluya tan bien que Sandler consiga hacernos olvidar lo blando y sobado de su premisa base: en América cualquiera puede conseguir la victoria si realmente tiene el tesón y el coraje suficientes.
Bastante menos satisfactoria resulta El clan de los rompehuesos (The Longest Yard, Peter Segal, 2005), película de su segunda etapa en la que el héroe ya no es un perdedor bonachón, sino un triunfador arrogante que pide a gritos redimirse. Puesta al día de la brutal película de Aldrich Rompehuesos, la película funciona a ratos como reiterado recital de mamporros y bromas viriles, pero acaba agotando sus mejores recursos por pura reiteración. Quizá Sandler no eligiera demasiado bien su fuente de inspiración: uno de los films más sucios y nihilistas de la década de los setenta no casaba para nada con el estilo integrador y buenrrollero del actor de The waterboy, ni siquiera con la rama juvenil, cachonda y falsamente ingenuista de Little Nicky o Billy Madison.
Cóctel de pedorretas y caricias: el Sandler romántico
A juzgar por sus destacables resultados, es la comedia romántica un terreno donde Sandler parece haberse encontrado ciertamente más a gusto, donde ha podido ser más clásico y tradicionalista, pero también donde se ha mostrado más respetuoso con la estructura, la caracterización de personajes y el mensaje de la historia. No hablamos, pese a todo, de películas conservadoras, sino simplemente adscritas a las reglas de un género que como tal tiene unos límites y una hoja de ruta, y sobre el cual sólo caben pequeñas innovaciones y licencias, pero nunca, de acuerdo con las intenciones de Sandler, una revolución desde dentro. De todas formas, hay que decir que ni El chico ideal (The Wedding Singer. Frank Coraci, 1998), ni Mr. Deeds (Steven Brill, 2002) ni mucho menos 50 primeras citas (50 First Dates, Peter Segal, 2004) alcanzan el nivel de sensiblería indigesta de muchas de las muestras más recientes del subgénero (¿para qué dar títulos cuando son tantísimas?), ni tampoco estaban aquejadas por una excesiva veneración a lo añejo que echa por tierra la mayoría de los remakes de clásicos hollywoodienses. Es más, todas ellas esquivan con notable habilidad ambos precipicios. Son películas modernas, actuales sin necesidad de mostrarlo en el montaje, sensibles pero no acarameladas, profundas sin llegar a trascendentales, dotadas de un alma transparente y una formidable capacidad de venderle la moto al público parejil que suele ser el target del género, como prueba el éxito de los tres filmes en todo el mundo.
El chico ideal, la primera del lote, es una delicia pop trufada de canciones de The Cure que comienza con una decepción amorosa y termina con un cameo de Billy Idol. La concisión del metraje y la transparencia del punto de vista acumulan puntos a favor frente a una pareja protagonista que trasmitía encanto y carisma a borbotones: el propio Sandler y Drew Barrymore. El realismo de su discurso, que esquivaba una conclusión cínica bastante más coherente por el humanismo del happy end, no desentonaba en absoluto con su tono de pastelito dotado de un indudable encanto y una ligera, pero honesta, capacidad de reflexión. Quizá por ello la siguiente comedia romántica de Sandler fuera la quizá más respetuosa Mr. Deeds, remake de El secreto de vivir, que no era de las comedias más redondas de Capra pero cuyo paso por el tamiz de Sandler la mejora sustancialmente. La pareja en esta ocasión también estaba a la altura del armónico equilibrio entre clasicismo y modernidad, y en ocasiones entre romanticismo y gamberrada: de nuevo Sandler y una recuperada Winona Ryder, en su salsa en el estereotipo de mujer parlanchina de buen corazón pero moral discutible, tan en boga en la screwball comedy más clásica.
Sandler y Barrymore volverían a coincidir en 50 primeras citas, posiblemente la comedia romántica más redonda de la Happy Madison hasta el momento. Su punto de partida es puro ejercicio gimnástico de high concept comedy: una atractiva muchacha aquejada de una enfermedad que le hace perder la memoria cuando se queda dormida, y la lucha a brazo partido de un playboy en clave hortera-hawaiana (¡otra gran encarnación de Sandler!) por conquistarla un día tras otro. Con sólo decir que el desarrollo de este afortunado planteamiento no desmerece al de la muy diferente pero igualmente capriana y modélica Atrapado en el tiempo (Groundhog Day. Harold Ramis, 1993), ya estamos haciendo justicia a uno de los títulos clave del universo Sandler, y pese a ello una de sus obras más inclasificables y enrarecidamente tristes de toda su filmografía. Precisamente por esto, resulta tan extraño que la película partiera de un guión ajeno, en el que (aparentemente) Sandler no intervino, ni contara con la complicidad en la escritura de habituales como Tim Herlihy, Allan Covert, Fred Wolf o Tom Brady. Digo curioso porque 50 primeras citas se adapta como un guante a los nada elásticos límites del universo Sandler, desde su sentido del humor, unas veces tierno otra procaz, a la profusión de referencias pop y de la cultura basura, o el sabio empleo de personajes secundarios como Rob Schneider, de nuevo Covert o Sean Astin en un registro más bien disparatado, hasta el punto de ejercer de impecable película-puente entre la primera etapa del humorista y la actual. Poco antes del rodaje de esta película, Sandler contrajo matrimonio, y a partir de este momento, no sé si buscadamente o no, su cine cambiaría de raíz, densificándose moral y conceptualmente; lo que sí está claro es que sus héroes se volverían más tristes y solitarios, y su redención no vendría por el camino del éxito, sino por el descubrimiento de otro tipo de valores en el seno de la familia o de una relación romántica. 50 primeras citas cuenta, además, con el más triste happy end del cine del protagonista de Billy Madison: es ahí donde la película muestra con mayor claridad toda su ternura, su raro laconismo y su personalidad, por lo menos, peculiar dentro de un género tan encorsetado como no dado precisamente a las rarezas.
La fachada del hombre perfecto: el último Sandler
La era del perdedor con suerte y talento toca a su fin. Sandler dejó de ser este hombre, el mismo entrañable zopenco de Going overboard (Valerie Breiman, 1989), hace tiempo, y no le apetece volver a contar su historia de ascenso al estrellato. Ahora es un imán del éxito, a un paso de fundar una familia, cargado de las responsabilidades y obligaciones de todo hombre adulto con intención de cuidar de los suyos. En consecuencia, el humorista volverá a utilizar su cine como terapia, y a partir de entonces sus personajes centrales serán de dos tipos: o bien envidiados mujeriegos en espera de una circunstancia que los haga sentar la cabeza (50 primeras citas, El clan de los rompehuesos y Os declaro marido y marido), u hombres de familia inconscientes del valor que atesora lo que tienen (Ejecutivo agresivo y, desde luego, Click).
Esto no quiere decir que Sandler se haya vuelto aburrido con las años, como ocurrió con Kevin Smith en ese desnortado ataque trascendentalista llamado Jersey Girl (2004). Sus películas seguirán teniendo la misma sobredosis de guiños, chistes soeces y slapstick resultón, continuarán sin renunciar a sus principales señas de identidad, pero el fondo se hará más amargas y reposadas, sin caer del todo en el abismo de la impostura. El mejor exponente de todo esto quizá sea la ya comentada 50 primeras citas, pero Click (Coraci, 2006) también supone otra high concept comedy cargada de dramatismo y de reflexión vital, sobre todo en su última media hora. El ejercicio no llega al notable nivel de su predecesora, pero constituye un intento nada desdeñable por parte del actor de dotar a su cine de una carga moral y de una complejidad conceptual que antes no había necesitado. Honesta dentro de su formulismo y limitaciones, Click, más que un canto al bienestar familiar, resulta su segunda gran película sobre el paso del tiempo y la muerte, o aquello que Kundera llamó la insoportable levedad del ser. No hace falta subrayar que colar tamañas reflexiones entre chiste viril y broma escatológica tiene doble mérito, claro.
Dos rarezas de postre: 8 noches locas y Un papá genial
En este repaso sobre la obra del actor protagonista de Billy Madison, forzosamente incompleto y tan sólo orientativo, dos películas se han evitado con clara intención, y no por falta de interés o naturaleza prescindible, sino más bien por todo lo contrario: la singular importancia que tienen dentro de la obra sandleriana las hace merecedoras de un capítulo aparte. O al menos, como es el caso, de un apartado propio.
La primera de ellas, Un papá genial (Big Daddy. Dennis Dugan, 1999), es cine familiar en esencia, con todos las pegas que de acompañan al género, pero, antes que eso, es una comedia que no se traiciona a sí misma en ningún momento ni toma a su público por idiota, aunando con peculiar eficacia corazón (destructivo) y cabeza (amable). Especie de punto intermedio entre el gamberrismo desnudo de Billy Madison y la melancolía de Click, Un papá genial sabe esquivar sus propias trampas, o las del propio cine familiar, y ante todo, no pierde el sentido del humor cuando el argumento obliga a cargar las tintas dramáticas. Ojalá todas las películas con niño, vertiente infantil temible donde las haya, abordaran el género con el mismo sentido común y cara desnuda de la que Sandler y su colega Herlihy hacen gala en esta modesta pero película. Y no deja de ser sorprendente que tan sólo unos años después de la más bien iconoclasta Billy Madison Sandler vuelva al género cargado de respeto y humildad, con la seguridad de quien sabe que su personalidad va a estar siempre por encima de los prejuicios. Basta con decir que el resultado da fe de que logra sus propósitos con holgura.
Más detallado, a la fuerza, ha de ser el análisis de 8 noches locas (Eight Crazy Nights. Kearsley, 2002), puesto que se trata de una de las obras más personales y ricas del actor, y junto con 50 primeras citas con toda seguridad la más perdurable de toda su carrera: una película de animación con fondo navideño situada en una tierra de nadie entre el humor adulto y el dirigido al público infantil, debido no sólo al abuso del chiste ordinario y sexual marca de la casa, sino por el realismo y la frontalidad —aquí no caben las medias tintas— con el que son tratados ciertos temas. Una versión animada muy reconocible del propio Sandler da vida a Dave, un borracho pendenciero cercano a la treintena que odia la Navidad y a todo bicho viviente por un hecho traumático de su pasado: la muerte de sus padres en plena infancia. Como luego en Click, la familia aparece como un paraíso ilusorio y con fecha de caducidad, en el que también caben la tragedia y la muerte. Interesante también es la forma que encuentra Dave de redimirse: por una vez no será a través de una mujer (aquí la historia de amor importa poco o nada), sino a partir de su amistad con Whitey, su antiguo entrenador de baloncesto, un anciano albino de buen corazón y chirriante voz que accederá a acogerlo e intentar reformarlo. No cabe duda de que Whitey es uno de los personajes más complejos y vivos de todo el cine de Sandler: su bondad rayana en la oligofrenia lo convertirá siempre en la diana del desprecio y la burla de sus vecinos, que representan, con inesperada crueldad, nuestros propios rostros. Whitey no pide mucho más al mundo: sólo pretende frenar su continuo calvario, que es la consecuencia más directa de su caridad y sus buenas obras. Por si fuera poco, 8 noches locas cuenta con las bromas y las referencias sexuales más explícitas y extrañas de todo la obra de Sandler —gracias sobre el incesto entre madre e hijo, un mujer con una malformación de tres pechos, y un niño gordito de ocho años con debilidad por los sostenes, entre otras lindezas— que ayudan a convertir el resultado en una experiencia extraña, cercana al desconcierto, pero también lograda y gratificante. La animación, realizada por los responsables de El gigante de hierro, revela un evidente virtuosismo y los números musicales, algunos de ellos memorables en cuanto a letra, sentido de la ironía y perfecta ejecución, están a la altura, al margen de culminar, en cierta medida, uno de los sueños húmedos de todo seguidor de Sandler: verlo en una comedia musical tan grosera e irreverente como sus primeras películas, que cuenta además con un extraordinario y perfecto timing entre los momentos dramáticos y los siempre eficaces desahogos humorísticos.
Concluyendo, la obra de Sandler ha ido evolucionando, que no necesariamente progresando, desde sus inicios en los primeros noventa, y hoy por hoy su cine continúa siendo, tal como apuntábamos al principio, un espejo fiel del sueño americano en cada una de sus variantes: un sueño que pese a culminar siempre con un hálito de esperanza, no elude la capacidad crítica, con mayor o menor mala uva, ni las esquinas oscuras. Quizá esto sea lo que muchos críticos le reprochan con mayor rotundidad: ser un cómico oficial, de sistema, cuando algunos de sus logros puntuales alcanzan a apuntar que, de pretenderlo, podría hacer carrera a la perfección en el circuito outsider y contracultural. Pero… ¿para qué? ¿Realmente serían mejores sus películas de optar por finales más tristes y realistas, o por intentar gustar a minorías más que al público de las multisalas? Quizá sea una característica inevitable de cierta crítica progre, el considerar las buenas intenciones como sinónimo de reaccionarismo y cobardía, pasando por alto que todo género tiene unas reglas y requiere un posicionamiento previo. Sandler siempre se dejará seducir por su lado más Capra, o por su lado Bob Hope, y las barras y estrellas de su mono de trabajo se las ingeniarán para contener al zopenco borrachuzo y fumeta que esconde en su interior. Mejor así, porque en este equilibrio de fuerzas, reside la fuerza de su cine, y el corazón desnudo de sus más estimables virtudes. La renuncia a saltarse a la torera las reglas genéricas —ya sean las de la comedia romántica, las de la comedia deportiva o las del cine familiar— podrá despertar mayor o menor simpatía entre el aficionado a propuestas cómicas más radicales, pero no erosiona un ápice de la fuerza de sus obras más perdurables: Billy Madison, 50 primeras citas, 8 noches locas y Un papá genial. Disfrutarlas puede que no ayude a cambiar el mundo ni a explorar caminos intransitados dentro de la naturaleza de la comedia, pero tampoco era ésa la pretensión de algunos de los grandes maestros de los años cuarenta y cincuenta, y bien que hoy se nos cae la baba a todos con su legado.
[1] Este sistema se cumple en el cine de Sandler de una forma harto curiosa, a través de pequeños detalles separados por importantes lapsos de tiempo que funcionan como guiños para sus fans para acérrimos. Entre otros muchos, puede citarse la reaparición de la familia O´Doyle, procedente de Billy Madison, en Click, o el regreso del personaje interpretado por Carl Weathers en Happy Gilmore en el cielo de Little Nicky.