Ben Stiller

El hombre humillado (pero después)

El intríngulis de la risa

Desde siempre, la historia de la Humanidad viene escribiéndose alrededor de la humillación. Nada baladí si entendemos que nuestro mayor referente moral se ha erigido en paradigma de la vejación física y la mortificación ética. Porque duele tanto que te machaquen a latigazos y te claven en una cruz como que salven a un Barrabás antes que a ti. De ahí que nuestros héroes —también los de mucho antes— tengan como recorrido hacia la gloria un camino señalizado por el martirio, la sangre y la pérdida. Hay que joderse para disfrutar, o ¿realmente tenemos que deprimirnos antes para luego ser feliz? Sea verdad o no, lo cierto es que el sufrimiento es ingrediente fundamental de nuestra dieta histórica, parte congénita de nuestra condición…y algo a lo que nunca le haríamos asco si lo vemos proyectado en cualquier persona que no sea de nuestro agrado.

Humillar al prójimo es un sano ejercicio que hemos practicado desde siempre, algo que mejora nuestra autoestima y nos hace sentirnos bien, aunque sea a costa de otro, claro está. Humillar al prójimo podría considerarse entonces como una reacción natural, compartida y espontánea, que permite satisfacer toda una amplia gama de pulsiones inconscientes a las que difícilmente podríamos encontrar otra salida. No obstante, hoy en día surgen complicaciones: la esclavitud ya ha sido abolida, las mujeres comparten nuestros mismos derechos, y los menores están protegidos. Todos los colectivos se han fortalecido y la globalización pretende igualarnos. Ahora tenemos bullying, mobbing, burn-out, y demás palabrejas que protegen al humillado y estigmatizan a quienes sufragan con el dolor o el insulto, una necesidad básica y colectiva. En definitiva, poco a poco la humillación «en vivo» se hace más complicada, y eso que ya nos avisaron cuando Zeus convirtió a Licaón en un lobo, o cuando Yahvé castigó a los libertinos de Sodoma y Gomorra. De ahí que el ser humano, siempre en su intento por deleitarse y cubrir sus deseos más primarios, inventara otras formas indirectas para proyectar esas fantasías no tan sádicas que ya carecen de un sustento diario.

Si bien la literatura y la pintura son prácticas demasiado sosas y poco expresivas como para sublimar nuestros anhelos más desviados, solo puede considerarse al teatro como inicial valedor de la vejación hacia el otro, primero en sentido figurado en forma de sátiras, sainetes, esperpentos y tragicomedias varias, y luego derivando en catarsis puramente físicas encarnadas por el teatro de la crueldad y el grand guignol. El cine, su continuo de la representación, se apropió de sus prácticas y las llevó al límite, como bien propugnan estudiosos como Roman Gubern o prosistas como Stephen King, especialistas en conectar las ramificaciones del terror con todo tipo de abreacciones —que diría Freud— psíquicas.

Pero más allá de la explicitud del horror como vertedero de nuestro deseo por joder al personal, la comedia esconde un poso acaso más temible, en lo que tiene de representación consentida, de códigos compartidos y adquiridos desde unas edades en las que el terror es todavía territorio prohibido para prepúberes. La comedia, en casi todas sus vertientes, contiene el germen de la mortificación como mecanismo narrativo, con la excusa de una saludable risa. Así, no hay género más incorrecto e incómodo que la comedia, capaz de mostrar los aspectos más deleznables de nosotros mismos, pero siempre barnizados por la más naif de las sonrisas. Un género que, desde la más tierna infancia, nos invita a desarrollar cruentas diferencias de clase o nos relata enfrentamientos que culminan con la degradación del otro, como bien pone de manifiesto esos inolvidables enfrentamientos entre Tom y Jerry o entre el Coyote y el Correcaminos.

A diferencia del actor del cine de horror, el protagonista de la comedia es un ente miserable que carece de la oportunidad para redimirse, ni siquiera puede utilizarse a sí mismo como método catártico. Su cuerpo es vasija de dolor, nunca satisfecho, nunca destrozado porque ha de subsistir hasta el final. En la comedia, la sangre ha de lavarse y las heridas se suturan para que el cuerpo vuelva a ser herido. El actor de comedia es, por lo tanto, un muñeco constantemente agredido por la sociedad que paga con él sus frustraciones y complejos. En definitiva, el actor de comedia es también un instrumento social, y la comedia es el horror para el público aprensivo.

Humillación ‘a lo Stiller’

Hijo y nieto artístico de Jack Lemmon y Buster Keaton respectivamente, así como sobrino político de Peter Sellers, Ben Stiller es el actor que mejor ha sabido recoger y reactivar el legado del slapstick dentro de la comedia contemporánea. Su patrimonio fílmico ha sabido renunciar a la mueca abierta a lo Jim Carrey, al gamberrismo infantil de Adam Sandler, o a la macabra incorrección de Tom Green, para adoptar un discurso donde el dolor físico se da la mano con la humillación social, pero enraizados dentro de propuestas para toda la familia. Porque como buen actor del método, Stiller no es una máquina gestual que fuerza la risa, sino que posee un rostro —y por ende, un cuerpo— moldeable a la recepción de leñazos de toda índole. Y es que pocos cómicos tienen en su currículo audiovisual el haberse pillado el pene y los huevos con una cremallera, haber sido enganchado por un anzuelo en pleno paseo romántico, recibir el cabezazo de un bebé, o sufrir de colon irritable y pegarse una sudada de órdago —más descongestión intestinal posterior— en una cita «perfecta» en el hindú de la esquina.

Analizando a conciencia la autoría de Ben Stiller [1], su entidad no anda muy lejos de ese hombre sin atributos que reflejó Robert Musil en su tochazo que nunca terminé de leer. Convertido en un don nadie con ínfulas prosociales, Stiller es un loser que vagabundea por el medio en busca de un sitio donde asentarse; un mediocre common man carente de la dignidad y el coraje de los héroes de Capra; un abyecto funcionario que no acepta porque ni siquiera se conoce; o el típico chico corriente que sólo quiere vivir la vida que le han programado y con la que cree será feliz. Ni rastro de la malicia de Ferrell, del egocentrismo de Jack Black, del cinismo de Vince Vaughn o del buenrollismo de Owen Wilson. Stiller es un tipo corriente, provisto de una inocencia que convierte cada golpe (de la clase que sea) en una risotada de un público que se ve reflejado en sus personajes desde un estadío posterior. Su camino está condenado al fracaso, como ejemplifica su delirante boda en Los padres de él (Meet the Fockers. Jay Roach, 2004), donde el sueño se torna en pesadilla cuando quien auspicia la ceremonia es el ex-novio (¡!) de su prometida. Si sus películas son en el fondo versiones mainstream de la obra de Kafka, Stiller es un Joseph K. empujado al abismo por fuerzas y estamentos que le impiden alcanzar su realización como ser social. En resumen, Ben Stiller somos nosotros, mindundis de extrarradio que sonreímos cuando observamos a nuestro alter ego ficcional sufrir las penurias que soportamos en el día a día, convenientemente idiotizadas (¿o no?).

En Duplex (Danny DeVito, 2003), una cándida anciana evita que termine la novela de segunda que está escribiendo; en Envidia (Envy. Barry Levinson, 2004) decide no formar parte de la estúpida (pero lucrativa) idea de su mejor amigo; en Escuela de pringaos (School for Scoundrels. Todd Phillips, 2006) es el vengativo producto del maquiavélico líder de una comunidad de autoayuda. De lo práctico a lo teórico: en Algo pasa con Mary (Something about Mary. Bobby y Peter Farrelly, 1998) es la herramienta para que un puñado de retrasados se peleen por un arquetipo irreal. Y en Matrimonio compulsivo (The Heartbreak Kid. Bobby y Peter Farrelly, 2007) se trata de un protagonista anti-Apatow abocado por los mandamientos sociales a lanzarse a una desastrosa aventura junto a una ex-cocainónama y «oenegera» rubia en un complejo turístico mexicano. El resultado es una contundente diatriba sobre el fracaso del macho y de su cadena genética.

Aunque para abstracciones de la comedia, Noche en el museo (Night at the Museum. Shawn Levy, 2006). En ella, Ben Stiller se recicla a sí mismo en un divorciado en paro cuyo hijo disfruta con la posición social de su padrastro, un arrogante Paul Rudd. Para relanzar su vida, decide convertirse en el guarda nocturno de seguridad de un museo. Allí le espera la rebelión de la Historia contra los mediocres, y Stiller, que representa al hombre atormentado por el peso de unas tradiciones que desconoce, se embarca en una trepidante aventura del saber que le reconciliará con el conocimiento y la sabiduría. Y solo desde allí será capaz de reconducir la relación con su hijo, fascinado por el nuevo mundo de saber que le presenta su padre. Pero con una objeción: solo lo Irreal, lo Imposible, confraterniza al padre con su hijo, porque para quienes somos vulgo, el deseo solo adquiere sentido a través de lo onírico. O como el actor de comedia que, cual Buster Keaton moderno, solo puede encontrar en otra ficción la satisfacción que su propia condición parece haberle negado.


[1] Vamos a limitarnos a parte de su trayectoria como actor de comedia, donde obviaremos otros roles a las órdenes de Neil LaBute, Wes Anderson, James Toback o Steven Spielberg. Incluso su discurso como director remite a otras obsesiones.