La vida y poco más
Hace poco me encargué de comentar aquí el estreno de la segunda parte del díptico sobre la figura del Che realizado por Steven Soderbergh (Che, Guerrilla. 2008). Allí señalaba que, a mi juicio, Soderbergh se mostraba más interesado por acumular imágenes, aún con innegable habilidad, antes que por expresar alguna idea o sentimiento propios. Ahora, al enfrentarme al nuevo film de Michael Winterbottom —al que no he seguido la pista tanto como al director de Traffic (Steven Soderbergh, 2000)—, las sensaciones que me produce su cine son muy similares. Por así decirlo, en ambos casos, pareciera que sus habilidades técnicas se encontraran muy por encima de su capacidad de expresión poética.
La anécdota mostrada en Génova es sencilla: un desafortunado accidente de tráfico acaba con la vida de Marianne (Hope Davis), esposa de Joe (Colin Firth) y madre de dos niñas, Kelly (Willa Holland) y Mary (Perla Haney-Jardine). Cinco meses después, la mermada familia decide cambiar su residencia habitual en Chicago por una breve estancia en la ciudad italiana de Génova, donde Joe impartirá un curso en la universidad. La película, tras un breve prólogo dedicado a la muerte y posterior funeral de Marianne, se desarrolla en los meses del verano tras la llegada de la familia norteamericana a la vieja Europa. A partir de entonces, el film muestra cómo cada uno de los miembros de la familia se enfrenta por separado a su particular lucha por superar la tragedia y cómo estas pequeñas evoluciones individuales afectan a las relaciones del grupo, en una estructura de progresivo distanciamiento y catártica reunión final deudora del Rossellini de Te querré siempre (Viaggio in Italia. 1953).
La estructura de la película se conforma en base a la puesta en escena de una serie de tópicos (la mirada norteamericana sobre Europa, las relaciones familiares, los escarceos sexuales, etc.) que Winterbottom aún con cierto estilo y gracia, no duda en corroborar (remarcando, además, la lógica y la naturalidad con la que éstos se suceden), pero pareciera que —volviendo a la cita de Soderbergh a la que me refería al inicio— sin nada propio que expresar o añadir a lo ya conocido. Así, cada miembro de la familia se comporta tal y como es de esperar en una situación similar: Joe, el cabeza de familia se vuelve extremadamente proteccionista con sus hijas, tratando de refugiarse en el trabajo y renunciando a la posibilidad de tener una nueva relación estable —junto a Bárbara (Catherine Keener)— pero, en cambio, dejándose tentar por otra más idílica —la que le propone una de sus alumnas—. Kelly, la bella hija adolescente, guarda para sí el dolor por la pérdida de su madre, destapando poco a poco unas ansias de soledad que le llevan a distanciarse de la familia y refugiarse en las relaciones sexuales. Mary, la menor, conserva más presente el recuerdo de la madre muerta, volcándose en su mundo interior —mediante sus habilidades musicales y pictóricas— y en la espiritualidad. No sorprenderá, por tanto, que sea a ella a quien se le aparezca el fantasma de Marianne, pero sin desmarcarse en absoluto de ese tono naturalista que señalábamos.
Resulta obvio que Winterbottom ha buscado limitar su relato a un pequeño esquema de repeticiones y variaciones en las que poder observar el comportamiento de sus personajes. Será en la plasmación de estas ideas donde el realizador muestre por igual sus habilidades y carencias. Las primeras se evidencian a través de una eficaz y delicada dirección de actores, basada en la fisicidad de las relaciones que se establecen entre los cuerpos y las miradas de los intérpretes y el paisaje que les rodea, antes que en las líneas de diálogo; y en la evidente capacidad de Winterbottom para construir una sucesión de imágenes ágiles, de liviana belleza, que se adaptan con inmediatez al devenir de los personajes por las intrincadas callejuelas genovesas. Pero es precisamente en esa levedad donde sus carencias como artista se revelan más claramente. La distancia que el realizador interpone entre si y sus películas, es inversamente proporcional a la que ha de recorrer el espectador para llegar a alguna sacudida emocional o intelectual al experimentarlas. Y en ocasiones, esa distancia es demasiado larga. Este mismo factor es el que parece guiar a Winterbottom en una búsqueda saltarina de un modo de filmar a otro, de un género a otro; como empeñándose en ser, a cada ocasión, una persona distinta… que no es la misma cosa que ser una persona poseedora de múltiples registros o facetas.