Good

Es tu momento

La distribuidora X me pide permiso para utilizar mi valoración sobre una película (solicitada en sus oficinas tras el correspondiente pase de prensa) como parte de su promoción. La película me había decepcionado y así lo hice constar en mi comentario. Aunque añadiese que, entre sus escasos méritos, figuraba la espectacularidad de ciertas secuencias. Es a ese sucinto laudo al que se ha agarrado como un clavo ardiendo mi interlocutor en la distribuidora. Y yo, incrédulo ante el hecho de que alguien me considere posible referencia a la hora de hablar de cualquier cosa, doy el visto bueno a que se me cite.

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Apenas me veo en negro sobre blanco publicitando una película que no me ha gustado, la mala conciencia me sume en un estado febril que no logran disipar ni el paso de los días, ni esa clase de ánimos que esconden no poca complacencia ante la evidencia de que nuestro amigo, tan radical y autárquico como crítico, se ha rendido a los embrujos del mundillo del cine en la primera ocasión real que ha surgido. Y por una simple y fugaz mención: «¿Es una oportunidad, no? Venga, no le des más vueltas […] Si no hubieras sido tú habría sido otro […] ¿Vas a compararte con Fulano, que según el medio en que escribe califica las películas con más o menos estrellitas? ¿Con Mengano, que habitúa a escribir críticas de películas sin haberlas visto? ¿Con Zutano, que pone por las nubes películas de la distribuidora para la que trabaja como oteador? ¿Con Perengano, cuyo estilo aséptico y ambiguo persigue según propia confesión el no enemistarse con nadie, participar de cuantos saraos y festivales sea posible y vivir «de esto»? […] Además, no sería tan mala película, viéndola al menos no te dormiste como te pasa otras veces, ¿verdad? ¿Verdad?». Y uno no deja de pensar en La Rochefoucauld: «Es más fácil apagar la primera llama que todos los fuegos que vienen después».

No creo que Good trate sobre las incoherencias de los intelectuales frente a los totalitarismos, aunque se centre en un escritor y profesor universitario (muy mal interpretado por Viggo Mortensen) de cuyos textos abusa el régimen de Hitler para justificar sus teorías eugenésicas, lo que conlleva una progresiva aquiescencia por parte del protagonista hacia los nazis que le hace abdicar de cualquier consideración ética para con aquellos que le rodean. Y tampoco me parecen demasiado estimables sus apuntes alegóricos, que ligan formal y argumentalmente la realización de Vicente Amorim a pretenciosas producciones comerciales de los setenta dirigidas por tipos hoy olvidados como Fred Haines, Jack Gold o Stuart Cooper; apuntes que han llevado a más de uno a establecer analogías entre la actitud acomodaticia de John Halder (Mortensen) y la de muchos pensadores contemporáneos ante el panorama global de los últimos años.

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Si Good tiene valor es porque, a veces, logra sobreponerse a los defectos citados —a los que habría que añadir su farragosa progresión dramática y su inoperante ubicación en determinado momento histórico— y erigirse en reflexión no muy frecuente y de calado íntimo sobre lo que supone soslayar egoístamente los imperativos y las indigencias de lo real para abrazar fantasías complacientes. Con lo que ello acarrea en términos de complicidad con superestructuras sociales que nos prometen la integración en ellas, la plenitud como Übermenschen, a condición de que dejemos a un lado todo aquello que nos hubiera permitido combatir sus imposturas.

En la ficción, Halder se nos presenta como un hombre acogotado por las obligaciones familiares y por las inquietudes intelectuales, a que cree podrá superar participando de las doctrinas aparentemente revitalizadoras, enérgicas y dionisiacas, que cimentaron las ideologías dictatoriales florecidas en el primer tercio del siglo XX en Europa. Cien años después, nuevos cantos de sirena nos incitan a soslayar nuestras verdaderas circunstancias: «Ahora o nunca», «Porque tú lo vales», «Es tu momento», «Escápate ahora», «Deja atrás tus preocupaciones», rezan los anuncios con los que voy topándome mientras pienso en Good. Y me pregunto, como me pregunté hace tiempo a propósito de La Ola (Die Welle. Dennis Gansel, 2008), si el advenimiento amenazante de lo totalitario, contra el que se está tan alerta de continuo que ya no sabe uno si se teme o se desea inconscientemente, no estará tan relacionado como nos interesa creer con los señores malos del bigotito y el traje cruzado, como con nuestros anhelos inconfesables, nuestras ambiciones y frustraciones, que el entorno fricciona como si fueran órganos deseosos de estallar en fuegos artificiales. Anhelos que parece puedan satisfacer un ticket de compra, un récord de preservativos usados en una noche, un «sí» que nos mantiene en nuestro puesto de trabajo y condena a quien dijo «no», o una mención de nuestro nombre en la prensa. Me remito al artículo de Roberto Alcover sobre el tema publicado en esta misma revista, Killin’ Nazis, si es que el lector está dispuesto a reconocer sus propias responsabilidades en la marcha de las cosas. Si no es así, que se pase por cualquier calle céntrica y le firme a la primera modernita atractiva que le asalte el manifiesto de turno contra Emilio Botín, Israel, Aznar o Ramón Calderón. Y después, a quemar el paro en unas cañitas, que tampoco vamos a dejar que nada nos amargue la vida, ¿verdad? ¿Verdad?