Man on Wire

Golpe al sueño americano

Lo que vemos y lo que parecemos no es más que un sueño. Un sueño dentro de un sueño». Éstas son las palabras que abren Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, Peter Weir, 1975). Palabras que hacen referencia a la compleja sintonía entre realidad y ensoñación. Pero, sobre todo, a la dificultad de tomar como materia prima esta última para poder construir el mundo que pisamos, vivimos; nuestro mundo. En su obra, Peter Weir ha desvestido la realidad para, con las herramientas que proporciona el fantástico, mostrar que el verdadero territorio vivo es aquel que desconocemos, que forma parte del mito. Por eso, no sería nada descabellado ver en la orografía de Hanging Rock el lugar que colma los anhelos de sus adolescentes protagonistas, todas ellas acostumbradas a la rigidez y el encorsetamiento de las férreas convicciones morales británicas.

De alguna manera, Man on Wire (2008) y su protagonista, Philippe Petit, me han hecho dirigir la mirada hacia Peter Weir. Tal vez, porque el filme de James Marsh también habla de los sueños y, en especial, de cómo éstos pueden llegar a construir una realidad —por ejemplo, Estados Unidos— que nunca ha existido y, posiblemente, no existirá de esa forma. En este sentido, resulta interesante observar cómo afecta la imaginación de Petit sobre un World Trade Center aún en construcción a su visión de Norteamérica. Ese momento, el de dibujar una cultura a partir de un cable que junta dos extremos —realidad y mito—, tiene algo de revelador: da cuenta de una perspectiva de la vida que ya no podemos seguir pensando; aquella que narra los acontecimientos con excesiva —y expresiva— simplicidad.

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Si atendemos a la narración, más que a la desviación en clave de thriller, que Petit hace de los hechos, comprobamos un detalle: la empresa podía ser complicada e, incluso, irrealizable. Pero la convicción era tan potente, tan consecuente que, prácticamente, nos transporta hacia el corazón de la aventura con una sencillez pasmosa. Y ahí radica la importancia del filme de Marsh, al detallar un estado emocional que, en la actualidad, hemos dado por perdido. Probablemente, porque la Historia, a pesar de hablar de la tierra de las oportunidades, se ha encargado de que ya sólo podamos pensar en los jumpers del 11-S y no en el paseo por las nubes de Petit.

Tal vez por eso, Man on Wire parece no tener los pies en la tierra. En el fondo, supone un sueño dentro de un sueño, porque nos hace sentir realmente mal comprobar cómo toda la imagen que nos vende Petit no presenta solución de continuidad alguna con el presente. Es la crónica de un tiempo muerto y de una forma de ver las cosas que no encajaría ni en el mejor de los discursos sociales, porque reivindica una sencillez y una voluntad de ser actualmente distorsionadas —o vampirizadas en campañas políticas y publicitarias de engañosa solidaridad. A pesar de los esfuerzos de James Marsh, el filme transmite la visión de un mundo aprisionado en el sueño de un hombre, que sólo consigue respirar cuando revisamos una imagen hoy imposible: la de Philippe Petit caminando entre las dos torres.

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En cierto modo, para Petit era su Hanging Rock particular, es decir, el lugar a partir del cual poder expresar sus sentimientos sin tener que dar cuenta de las convicciones sociales de la época. Pero es una sensación tan débil y, en ocasiones, maniquea —hasta el punto de que Marsh podría venderle la idea a los ejecutivos de Aquarius; tendríamos un nuevo fenómeno Justo Gallego—, que acaba convirtiéndose en el reflejo de una cultura, la norteamericana, simulada hasta la náusea; hasta abrirla tanto que en su interior quepan todas las manifestaciones posibles… por mucho que en Man on Wire importe más el porqué y no el cómo —y lo primero está peor explicado que lo segundo. Por mucho que Philippe acabe siendo otro producto de consumo —cultural o no— y sus premisas sean fagocitadas por la grandeza de su conclusión, esa misma que desdibuja el interés de un filme que habría sido mucho más satisfactorio si realizador y protagonista no se hubiesen salido con la suya.

Anoche soñé contigo (Logo, 2007) es uno de los temas más preciosos de Kevin Johansen. No sólo por cuestiones sentimentales —que también—, sino porque capta, desde su primera estrofa, lo que he intentado decir en este texto: «Anoche soñé contigo/Y no estaba durmiendo/Todo lo contrario/Estaba bien despierto».  Los ojos de Philippe nunca se han abierto y, por ello, la perspectiva entre nostálgica e interesada que da Marsh de su historia acaba siendo la crónica de un pobre hombre que no se ha dado cuenta de que estaba despierto cuando creía soñar. «Y no te  cuesta nada más que tiempo». El problema, para Petit, es que tendrá que seguir cerrando los ojos para hablar de su vida, porque la realidad ha demostrado que sólo fue una bonita ensoñación —con tantas buenas intenciones como el propio filme atesora— que nunca tuvo los pies en la tierra. Ahora sólo es un recuerdo que intenta (re)vivir intensamente, pero que cae al vacío, porque acabó como otro símbolo más de un mundo que no existió en esos mismos términos. Lo importante de los sueños —así como de cualquier otra cosa— radica en conseguir mantenerlos en nuestra memoria hasta hacerlos realidad… o hasta darnos cuenta que eran la misma realidad y no algo desconocido. Philippe Petit no lo consiguió y Man on Wire es su testamento.