Matar al padre
Se dice que los fans canónicos de Star Trek consideran la reinvención de la saga a cargo de J.J. Abrams demasiado divertida. Dios mío, ¿qué esperaban estos aguafiestas? ¿Otra grisácea ficción especulativa protagonizada por mayores de treinta años empeñados en cuestionar los límites físicos e intelectuales del espacio sideral? ¿No estábamos todos ansiando que alguien diese al traste de una vez con tanta filosofía de andar por casa y nos emborrachase de luz y de color? ¿Alguien que se revelase capaz —como antes Homero, Dickens, Griffith, Hitchcock o Spielberg— de boicotear nuestras conexiones sinápticas y asaltar sin piedad nuestras emociones primarias? Servidor ha tenido la oportunidad de ver en vivo a J.J. Abrams dos veces, y se ha sentido arrebatado en ambas ocasiones por su energía, su pasión, su sentido de lo maravilloso. ¿Hay mejor manera de soslayar una crisis que el escapismo embriagador que propugna este vendedor de crecepelo anímico? ¿Quién puede resistirse al embrujo de un artista que acaba de convertir la última frontera, la Vía Láctea, en una ubre de la que mamar insaciablemente cual bebés? ¿Qué justificaría abandonar un domingo por la tarde nuestra sesión continua de Lost (D. Lindeloff, J.J. Abrams, J. Lieber, 2004-?. ABC) proyectada en el televisor de plasma a medio pagar de nuestra vivienda hipotecada, sino la promesa de teletransportación a otro universo igualmente adictivo, otro universo en renovada expansión pero en armonía con esos lujosos cofres de DVDs que contienen cientos de películas y episodios previos de Star Trek, regalados a cada tanto por nuestras solícitas parejas?
Provoca, sin embargo, una decepción incómoda la aparente heterodoxia que manifiesta la Star Trek de J.J. Abrams respecto de la creación de Gene Roddenberry y sus infinitas extensiones televisivas y cinematográficas —heterodoxia que de ser real sí habría justificado la obscena campaña promocional y la expectación despertada—, y el reconocimiento de lo que termina siendo finalmente la propuesta: un lavado de cara más agresivo que el que supuso en 1987 Star Treck: The Next Generation (Roddenberry, 1987-1994. Paramount / BBC), pero menos atrevido en el fondo que aquel; por mucho que hagan pensar otra cosa los homenajes a Star Wars (George Lucas, 1977), el reseteado de los personajes, la sensibilidad de instituto, y unas temerarias piruetas argumentales destinadas a que no olvidemos en ningún momento que nos hallamos ante la apertura de un nuevo local, pero perteneciente a una franquicia con solera. Star Trek es, en ese sentido, mucho más cobarde que otros films adscritos a la misma reconversión industrial mediatizada por la generación PlayStation, como Batman Begins (id. Christopher Nolan, 2005) o Casino Royale (id. Martin Campbell, 2006).
Prometía algo diferente su arranque, en el que se dan la mano la muerte del padre y el nacimiento del héroe, la disolución de un statu quo y el impulso hacia nuevos horizontes, con una intuición admirable por parte de Abrams y sus guionistas del material dramático que forja los mitos. Pero muy pronto nos queda claro que James T. Kirk, futuro comandante de la nave Enterprise y protagonista desde el minuto uno de esta Star Trek, no es más que un niñato, primo hermano de ese estudiante de Hogwarts o aquel elfo adoptado por la familia Bolsón ante cuyas correrías uno ha permanecido siempre impasible. Todos ellos están marcados desde su concepción como personajes triunfantes —cualidad básica del arquetipo heroico tal y como lo sistematizase Otto Rank—, pero nunca tenemos la sensación de que corran serio peligro, de que su entorno pase de lo doméstico, de que deban el poder y la gloria a su esfuerzo y no a arbitrarias influencias protectoras.
En este aspecto, si el lector nos permite una inferencia anacrónicamente psicoanalítica, no sería difícil establecer un paralelismo entre el insustancial James T. Kirk encarnado por Chris Pine y el J.J. Abrams que está dando sus primeros pasos cinematográficos bajo las generosas alas de Paramount Pictures. Resulta cuando menos curioso que tanto Star Trek como su ópera prima, Mission: Impossible III (2005), se basen en series televisivas creadas en 1966, ¡año en que nació Abrams!, y que ninguna de ellas haya sabido trascender su naturaleza derivativa. Hay en cambio otro camino creativo frente a él —representado por Alias (id. Abrams, 2001-2006. ABC), Lost o Monstruoso (Cloverfield. Matt Reeves, 2008)—, en el que las influencias se perfilan más elusivas y los atrevimientos narrativos campan a sus anchas. Siendo como somos defensores a contracorriente de las calidades superiores de la gran pantalla frente a las de la pequeña, nos apena que, como director, J.J. Abrams no se esté aplicando en el cine con todo el talento que todavía no dudamos en reconocerle. Como Kirk, Abrams está rindiendo bajo su rebeldía superficial un servicio perfecto al sistema que lo ha acogido magnánimamente. ¿Hasta cuándo la pose de enfant terrible y la sumisión soterrada a los designios de Brad Grey? ¿Para cuándo el asesinato del directivo de la Paramount en su despacho de Melrose Avenue?