Cannes 2009

El cine que se cruza

Un año más, aunque el primero para el que esto escribe, Cannes reúne a la flor y nata del cine mundial para, con el negocio y la industria siempre de fondo, exponer al mundo sus últimas creaciones, desde las más comerciales hasta las más marginales, desde lo nuevo de Pixar en 3D hasta la reciente ola de cine filipino. El Festival de Cannes, aún con sus errores en todas las secciones, aún con la odisea que supone para el común de los cinéfilos asistir a una proyección, aún con su aroma de mero escaparate, sigue siendo el lugar hacia el que se debe mirar para hacerse una idea genérica de los derroteros por los que transcurre el cine cada año. Porque pese a que cada película, cada director, cada cultura es un mundo, cuando uno asiste en 10 días a unas 30 proyecciones no puede evitar trazar unos hilos que conectan unos films con otros.

Este 2009, el propio espíritu internacional del festival parece haber contagiado a las películas y a sus creadores más que nunca. Quentin Tarantino y un grupo de actores americanos, encabezado por Brad Pitt, se han ido a Francia a rodar un film de nazis hablado en alemán, francés, inglés y un poco de italiano. Ang Lee ha elaborado el making of de otro festival, el de Woodstock. Johnnie To recluta al cantante Johnny Halliday, todo un icono en Francia, y se lo lleva a Macao en Vengeance (ídem, 2009), el último de sus films de mafiosos. Tsai Ming-Liang se ha desplazado a París y, con la colaboración especial de Jean-Pierre Leaud, ha rodado Visage (ídem, 2009). Isabel Coixet y Gaspar Noé, cada uno por su lado, han cogido el avión a Tokio para desarrollar allí sus respectivas historias. Lars Von Trier ha contado con los angloparlantes Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg para su Antichrist (ídem, 2009). Thirst (Bakjwi, Park Chan-Wook, 2009) está protagonizada por un sacerdote coreano católico que se convierte en vampiro. Toda esta amalgama de trasvases físicos, de desplazamientos geográficos para rodar las películas, derivan en muchas ocasiones en trasvases cinematográficos y culturales: Tarantino es consciente que es un americano en tierras extranjeras; Vengeance parte de una premisa muy occidental y posee momentos muy europeos; Coixet está más sensible que nunca en su paso por Tokio; hasta Von Trier se ha visto influido por la explosividad anglosajona de sus intérpretes.

Cabe recordar que todos estos ejemplos pertenecen sólo a la Sección Oficial a competición; si buceamos en las secciones paralelas también ejemplos de esto, aunque en menor cantidad: por ejemplo, la Quincena de los Realizadores se abrió con Tetro (ídem, Francis Ford Coppola, 2009), el viaje a Argentina de su director, quien ya se desplazó a Rumanía para rodar Youth without Youth (ídem, 2007).

El Festival de Cannes, este año más que nunca, ha sido un lugar de cruce de caminos, de encuentros: entre directores y actores que hablan lenguas distintas, entre cineastas y ciudades a las que acuden como extranjeros, entre creadores actuales y la propia Historia, entre un cinéfilo cualquiera y Martin Scorsese. Lo dicho, caminos que se cruzan, vidas que se cruzan, películas que se cruzan.

Thirst / Bakjwi, de Park Chan-wook (Corea del Sur, 2009)

Park Chan-wook, de la mano de la atrevida Oldboy (ídem, 2003), se dio a conocer al mundo precisamente en Cannes. Vuelve al festival francés con Thirst, la historia de un sacerdote católico coreano que queda convertido en vampiro a causa de un virus, premiada con el Premio del Jurado. Lamentablemente, los resultados de su última película distan mucho de los de Oldboy. Ésta se caracterizaba por una tensión interna profundamente inquietante, provocada por el enigma de un secuestro de 15 años no explicado, que finalmente estallaba en una hiperviolencia estilizada y trágica; es decir, su gran triunfo era la insoportable contención presente durante buena parte del metraje. Thirst apuesta justo por lo contrario: el barroquismo más excesivo, la delirante acumulación sin razón alguna. Es curioso que la cinta esté protagonizada por Song Kang-ho (lo mejor de la función), el protagonista de The host (Gwoemul, Bong Joon-ho, 2006) y Memories of murder (Salinui chueok, Bong Joon-.ho, 2003), grandes films que fundían magistralmente el género de la tragedia con el de la comedia. Da la sensación que Thirst pretende hacer lo mismo, que Chan-wook quiere reflexionar sobre el triángulo religión-sangre-sexo que se establece en el sacerdote una vez vampirizado, quien no puede evitar la tentación de morder-penetrar a la mujer de un amigo de la infancia, sin renunciar a tratarlo con humor. El gran problema es que lo que hay es una coña casposa y escatológica introducida con calzador. Si a eso le unimos que a medida que avanza la película ni el propio Chan-wook parece saber a dónde quiere ir a parar, Thirst queda como una genial propuesta (el comienzo hace gala de la contención que antes mencionaba) que, si se hubiera abordado más en serio, se hubiera convertido en el mejor film de vampiros en años, y no en la película hipertrofiada que es.

Taking Woodstock, de Ang Lee (Estados Unidos, 2009)

El taiwanés Ang Lee es de los pocos directores no americanos capaces de hacer cine en EEUU sin perder su identidad pero a la vez con plena consciencia del lugar, geográfico y cultural, en el que está rodando. Quizá por eso sus films americanos son, en muchas ocasiones, revisiones de temas y géneros típicamente estadounidenses: Brokeback mountain (ídem, 2005), Hulk (ídem, 2003), La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997)… Con Taking Woodstock, Lee aborda la preparación, el making of, del festival de Woodstock, un mito de la cultura hippie y musical de todo Occidente, y su conclusión (¿quizá errónea?) es que ese acontecimiento no fue más que la constatación masiva de la superación, por vez primera no traumática, de una férrea tradición basada en la perpetuación del linaje y la cultura familiares y el establecimiento geográfico. El mayor logro de Taking Woodstock es que es capaz de reflejar, siempre con gran amabilidad y autoironía, lo universal a través de lo particular con sencillez (el escenario no se ve más que a lo lejos en un par de planos) y humildad. La rebelión pacífica que supuso Woodstock se proyecta en la historia de Elliot Tiber, el joven que ofreció a los organizadores del festival que éste se organizara en su pueblo, un chico que ayudaba a sus padres a llevar el motel familiar y en cuyo interior bullía el deseo de huir de ese lugar. Quizá Ang Lee peca de ligero, complaciente y tópico (algunas muestras: el viaje psicodélico o lo naïf del tratamiento de los hippies), pero lo compensa con escenas como la de la emotiva y sutil conversación entre Elliot y su padre al final de la cinta, donde se produce ese milagro de la rebelión pacífica.

Vengeance, de Johnnie To (Hong Kong, 2009)

Tras cinco días de festival, llegó Johnnie To para que, por fin, pudiéramos ver cine con mayúsculas en la Sección Oficial. La historia, simple: en Macao, unos asesinos acaban con una familia. La mujer, francesa, sobrevive, y pide a su padre que acabe con los criminales. Ese padre, Costello (Johnny Halliday), es un chef francés que años atrás fue asesino a sueldo. La venganza que da título al film es el camino que emprende To para llevar su cine hacia la abstracción, un terreno que sólo los grandes directores se atreven a transitar. En Vengeance, el cineasta hongkonés depura en extremo sus dos grandes constantes: la filmación de la acción y la mezcla/veneración de géneros. Los cuerpos en tensión de los mafiosos del díptico Election (Hak se wui y Hak se wui yi wo wai kwai, 2005 y 2006) se convierten aquí en auténticas estatuas, en sombras que se observan eternamente hasta que deciden disparar y abatirse entre ellas, siempre a cámara lenta, en unos tiroteos históricos, como el del bosque, que no son sino pausas insoportablemente tensas, coreografías tan físicas como espectrales, dos conceptos claves para entender el film. La suprema estilización de la que hace gala Vengeance consigue llevar una arquetípica historia a un punto en el que todo pende de un hilo, desde la propia historia a través de la amnesia de Costello (si no hay recuerdo, no hay motivo, pero la venganza sigue, casi por inercia), hasta el género de la película: la escena del tiroteo entre bloques de papel recuerda más al western que al cine de mafias, mientras que el antológico enfrentamiento final no remite más que a sí mismo y a la propia película. Vengeance, en tanto que esencia y sublimación del cine de Johnnie To, es la obra maestra del hongkonés, junto a las dos Election, y el mejor aliciente para seguir sus pasos aún más de cerca.

Antichrist, de Lars Von Trier (Dinamarca, 2009)

Tras la experiencia visceral que ver Antichrist supone, la película requerirá, necesariamente, de una posterior reflexión calmada para que cada uno determine si está ante una obra que abraza la imagen (materia prima del cine) como máxima expresión del dolor emocional o bien ante el último delirio de un esnob. Sin gustarme demasiado la obra de Von Trier, con Antichrist yo me uno a los del primer grupo. La muerte accidental del hijo mientras sus padres (Él, Willem Dafoe; Ella, Charlotte Gainsbourg) practican sexo desencadena en Ella un trauma que Él, psicólogo, intenta curar. Al no mejorar la mujer, ambos deciden ir a la cabaña que tienen en un aislado bosque para reposar. Allí se desata el horror. Von Trier parte el relato en cuatro tétricos actos más un prólogo y un epílogo líricos. Con esta estructura, toda progresión psicológica de los personajes queda rota: podemos hablar entonces de Antichrist como de una coherente escalada de la brutalidad, a un nivel muy superior que el de, por ejemplo, Dogville (ídem, Lars Von Trier, 2003). Todo en ella lo es: la rotundidad de sus imágenes (la histeria de las escenas reales se escinde con el angustioso quietismo de los momentos oníricos), su aparente simbolismo religioso cuya explicitud lo acaba anulando, la apuesta de Von Trier por, para bien o para mal, no esconder nada… Así, el dolor de la pareja por la muerte del hijo se acaba transformando en un dolor puramente físico, en pura imagen de lo real: no hay gratuidad en mostrar a un matrimonio mutilarse los genitales, pues en el fondo están destruyendo la razón de su dolor, que es el sexo. De hecho, Antichrist es una experiencia similar a un polvo (orgasmo final incluido), sólo que, como las grandes películas de terror lo son de otros temas, es su lectura oscura.

Inglourious basterds, de Quentin Tarantino (Estados Unidos, 2009)

«Capítulo 1: Érase una vez… En una Francia ocupada por los nazis», reza un letrero. Suena The green leaves of summer, de la película El álamo (The Alamo, John Wayne, 1960). Parece que estemos ante un western. Una casa en medio de la campiña francesa, un granjero cortando leña junto a un solitario árbol: pensamos en Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992). Llegan unas motocicletas; de ellas bajan un grupo de soldados nazis comandados por Hans Landa, coronel de las SS, quien entra en casa del granjero y le pide mantener una conversación. Entonces los dos hombres comienzan a hablar, y a hablar, y a hablar, y Tarantino los filma con la densa calma de John Ford, la tensión corporal de Sergio Leone y, claro, la hilarante verborrea marca de la casa, que esta vez va más allá de sí misma (Landa le pregunta gentilmente al granjero si puede pasar del francés al inglés: uno de los grandes temas del film será el idioma). Así empieza Inglourious basterds, con la mejor secuencia de apertura de toda la carrera de Tarantino, una escena que reescribe el gran género americano como jamás habíamos visto, avisándonos que esta será una epopeya única, estructurada por capítulos y situada en los márgenes de la Segunda Guerra Mundial y no en su núcleo, como el resto de films sobre la contienda. La escena culmina abruptamente (a tiros); la acción cinematográfica entendida como alargar al límite las escenas por la vía del diálogo para rematarlas de sopetón es otra constante, que en la secuencia de la taberna alemana alcanza cotas de un radicalismo magistral. Pero al margen de la asombrosa multiplicidad de discursos que articula, lo que convierte a Inglourious basterds en la mejor película de Quentin Tarantino y en la obra maestra que merecía la Palma de Oro es la confianza ciega que el director tiene en el poder del cine: éste posee el derecho y, hoy en día, la obligación, de atreverse a enfrentarse y vencer a la Historia, incluso de forma literal, como sucede en este caso con el nazismo. El hacerlo supone la superación definitiva de los traumas del pasado, la muestra inequívoca de que el cine, y por extensión la humanidad, marcha. Ver, disfrutar Inglourious basterds es una alegría, cinematográfica y vital.

The White Ribbon / Das Weisse Band, de Michael Haneke (Alemania, 2009)

Si Tarantino ha mirado a la Historia para reescribirla, Michael Haneke lo ha hecho para reflexionarla. Tras la fotocopia de Funny Games (ídem, 1997) que el austríaco efectuó hace dos años, quizá era lo único que podía hacer. Volver atrás y empezar de nuevo. Y en esa transformación, Haneke se ha despojado casi del todo de ese aire de juez moral del primer mundo que mira por encima del hombro, pues que más que juzgar, esta vez analiza, lo que está realmente en consonancia con su intención de plantear preguntas, como a él le gusta decir. The White Ribbon muestra unos extraños accidentes ocurridos en una aislada y luterana aldea austríaca poco antes de la Primera Guerra Mundial. Se ha hablado mucho, Haneke incluido, de la Palma de Oro 2009 como de una película sobre los orígenes del nazismo, cuando esa sólo es una de sus vertientes, para mí poco relevante. The White Ribbon habla sobre el mal inherente en toda comunidad, y sostiene que ninguno de sus miembros (niños tampoco) está a salvo de ser causante o víctima del mismo. El verdadero horror, no obstante, está en que la comunidad, amparada en la rectitud religiosa, mirará siempre hacia otro lado con el objetivo de que su estructura no se resquebraje. Un muy honesto Haneke filma este horror desde dentro: su cristalino y cortante blanco y negro muestra paisajes, habitaciones, cuerpos (y voces) y, sobretodo, puertas que se cierran, de un modo nítido y insoportablemente antiénfatico, como si la cámara fuera capaz de llegar hasta la imagen pero no más allá de ella, retratando el horror sin poder tumbarlo, como un umbral imposible de cruzar. Así, la única opción, como hace el profesor/narrador, es huir. ¿Pero a dónde?

Tetro, de Francis Ford Coppola (Argentina, 2009)

70 años y rodando como el espíritu de un chaval de 25. Ese es el curioso caso de Francis Ford Coppola. En efecto, Tetro parece la película de un enérgico joven realizador de gran talento, hecha sin embargo con la sabiduría de un anciano. Coppola cuenta la historia de Bennie Tetrocini, un adolescente que llega a Buenos Aires para ver a su hermano Tetro (antes llamado Angelo), quien desapareció años atrás y ahora vive con su novia Miranda. El joven va en busca de las respuestas a una pregunta: «¿Por qué se fue Tetro?» Coppola filma Tetro en un blanco y negro visualmente parecido al de Haneke pero muy distinto en el fondo: aquí estamos ante un film vivísimo, melodramático, casi anárquico y tremendamente expresionista, como el propio Tetro, un hombre furioso e imprevisible, que no verá con buenos ojos que Bennie vuelva para remover el pasado, y mucho menos que cuando encuentre cierto manuscrito autobiográfico perteneciente a Tetro quiera teatralizarlo. El film trata, pues, de la relación entre la vida y el arte. Estamos ante la película más personal de Coppola por derecho propio, quien dibuja en ella dos alter ego: Tetro, que prefiere vivir su vida a entenderla, y Bennie, que necesita entenderla para vivirla. El corazón contra la cabeza. Los tiempos de Michael Corleone, quien buscaba salvar a su familia y a quien el destino acababa hundiendo precisamente destruyéndola, se han acabado. Los Tetrocini deben sacar a la luz los oscuros secretos que arrastran para volver a ser una familia, un todo. Como Coppola, que pone a la luz del cine, con toda la pasión imaginable, sus conflictos vitales para reconciliarse consigo mismo y abrir una nueva y prometedora etapa de su obra.

Ágora, de Alejandro Amenábar (España, 2009)

No por esperado deja de ser sorprendente. Lo esperado es que Ágora fuera mala. Lo sorprendente es que sea pésima. Alejandro Amenábar es un director impersonal (¿alguien encuentra alguna conexión entre Tesis (ídem, 1996), Los otros (The Others, 2001) y Mar adentro (ídem, 2004)?) que, aún así, hasta ahora había sido capaz de armar productos con bastante empaque. Tanto Tesis como Los otros son completamente disfrutables, e incluso Mar adentro, si pasamos por alto su detestable ética lacrimal, era capaz de emocionar. Ágora ni es disfrutable ni es emotiva ni, claro, tiene un mínimo de alma. Intenta explicar la historia de la filósofa y cosmóloga Hipatia, quien al parecer vivió en Alejandría en tiempos de gran convulsión religiosa. El primer problema es que Amenábar no tiene muy claro qué quiere contar: a ratos Ágora es un péplum y a ratos una clase de astronomía, con Hipatia explicando(nos) a los personajes los movimientos del universo y buscando la esencia de éstos. El segundo problema es que, en una película absolutamente clásica (aunque sería más correcto hablar de digitalmente anticuada, con planos propios del videojuego Age of empires o de un documental del espacio), el mecanismo de identificación no funciona en ningún momento dada la poca entidad de los personajes y las insulsas interpretaciones, si bien Rachel Weisz sobresale ligeramente. El tercer y más grave problema es que Amenábar ha hecho una película sin ninguna personalidad pero con muchas pretensiones: su conclusión es que la religión (especialmente la cristiana) es enemiga acérrima del conocimiento científico. Ágora es mala porque es impersonal. Su simplismo la convierte en pésima.

Like you know it all / Jal aljido mothamyeonseo, de Hong Sang-soo (Corea del Sur, 2009)

Con Like you know it all, un servidor ha descubierto a Hong Sang-soo, un cineasta del que llevaba bastante oyendo hablar y que, estando presente en Cannes (la película y él), no podía dejar escapar. La sorpresa ha sido mayúscula: el film es una experiencia ligera, casi cotidiana, y eso lo convierte en uno de los mejores del festival. Sang-soo cuenta las vivencias de un director que acude como jurado a un festival. Like you know it all es una muestra de que el buen cine no tiene por qué reñir con el cine accesible. Ver la película es como ver (vivir, incluso) situaciones en las que nos hemos encontrado todos: el director se duerme en el cine porque la película es aburrida, realiza promesas a admiradores que luego no cumple, se reúne en la habitación del hotel con el resto del jurado y allí se emborrachan, y charlan largamente… La cámara de Sang-soo camina junto a esos pedazos de vida, y los respeta lo suficiente como para filmarlos en largos planos-secuencia de un dinamismo hipnótico (gracias a los reencuadres y los zooms, llenos de alma) y, en los que uno se siente como si estuviera comiendo, bebiendo y hablando junto a los personajes, que es básicamente de lo que se compone la película. Algunas de esas situaciones acaban bien, otras mal, otras provocan que se digan más cosas de la cuenta, otras contienen conversaciones importantes, otras, simplemente, como nos ha pasado a todos, tienen un final difícil de recordar… Y, lúcidamente, el cine como telón de fondo de esas conversaciones. El cine y la vida, que con Hong Sang-soo van de la mano.

Conclusiones: un cine que se va (para seguir caminando)

Y volviendo de nuevo al comienzo de esta crónica de Cannes 2009, un gran número de las mejores películas en el festival han provenido de directores (o actores) que se han desplazado geográficamente, entrando así en contacto con el hacer de una cultura ajena y permitiendo que el cine sea uno de los pocos aspectos donde la globalización es siempre positiva. No vi el film de Isabel Coixet rodado en Tokio, y de hecho tengo entendido que no era muy estimable, pero que un creador tenga la oportunidad de desplazarse a un lugar lejano para abrir así nuevos senderos en su obra, sean prósperos o no, siempre es un acontecimiento que ha de ser bienvenido, se mire por donde se mire. Por eso no deja de ser curioso que el máximo galardón, la Palma de Oro, haya recaído sobre The White Ribbon, donde Haneke se enroca, geográfica e históricamente, como nadie lo ha hecho en la Sección Oficial de este año. Con resultados excelentes, es cierto, pero eso no quita que se echa de menos un palmarés donde este cine que se va, y que ha dado grandes obras como Inglourious basterds o Vengeance, tenga la representación que merece. Una reivindicación que aún cobra más fuerza al ver que un film tan mediocre como Thirst obtuvo el Premio del Jurado, o que la china Spring fever (Chun feng chen zui de ye wan, Lou Ye, 2009), que recibió una pésima acogida por parte de todo el mundo, se alzó con el premio al mejor guión. También sería interesante discutir qué hace un anticuado y aburridísimo péplum como Ágora en un festival de la importancia de Cannes, o por qué no se aceptó que una obra tan arriesgada y estimulante como Tetro compitiera por la Palma de Oro. Y a pesar de todo esto, nos quedamos con lo importante: en Cannes 2009 hemos podido corroborar la buenísima salud de un cine actual que se enriquece cada día más cruzando sus fronteras sin dejar de olvidar de dónde viene. El (buen) cine, y retomo a Hong Sang-soo para terminar, como la vida, se mueve hacia adelante y hacia atrás, pero siempre sigue caminando, trazando un recorrido que, afortunadamente, parece no tener fin.