Hardware: Programado para matar

Máquina letal

«Corre, Sarah Connor, te persigue el cyborg», cantaban Ojete Calor, sintetizando el esquemático conflicto de Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984). Sería sencillo afirmar que Hardware: Programado para matar (Hardware, 1990), adaptación del cómic de Steve McManus y Kevin O´Neill SHOK! a cargo del hoy olvidado Richard Stanley, no es más que otra explotación, en este caso británica, del film de Cameron, porque la historia da para ello: En los USA post–atómicos del siglo XXI, un vagabundo con aspecto de cowboy fantasmagórico (Carl McCoy, vocalista del grupo de rock gótico Fields of the Nephilim) vende a Moses (Dylan McDermott) y su amigo Shades (John Lynch, sorprendentemente parecido a Carlos Berlanga), que trabajan ocasionalmente como contrabandistas de chatarra mecánica, los restos de un androide que ha encontrado sepultados en la Zona Desértica. «Mo» regala la cabeza a su novia Jill (Stacey Travis), una joven artista trash amante de los paraísos artificiales que (sobre)vive encerrada en las entrañas de un bloque de apartamentos hipertecnológicos. Pero el robot se revela como un arma biomecánica y autoindependiente y tras reconstruirse, comienza a acosar a Jill…

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Lo que diferencia a Hardware de Terminator —y, por supuesto, del resto de imitaciones, plagios y recordatorios de ésta: Destroyer: Brazo de acero (Vendetta dal futuro, aka Hands of Steel, Martin Dolman/Sergio Martino, 1986), Top Line (Ted Archer/Nello Rossati, 1988), Cy–Warrior (Cyborg, il guerriero d´acciaio, Giannetto de Rossi, 1989), Terminator 2 (aka Shocking Dark, Vincent Dawn/Bruno Mattei, 1990)…— es el exasperante pero muy curioso confusionismo ideológico imprimido por su director. Stanley amplía y potencia al máximo los motivos esbozados por Cameron —la relación del ser humano con la tecnología[1], la inevitable maquinización de éste—, y entrega una cinta recorrida por la filosofía de la nueva carne y el ideario cyberpunk, a mitad de camino de la (delirante) parábola religiosa —el androide recibe el nombre de M.A.R.K.–13 en alusión al versículo que abre también el film[2]; Lincoln (William Hootkins), el grotesco vecino voyeur de Jill, muere asesinado por el robot, no sin antes haber sufrido la amputación del miembro pecador (en este caso, los ojos); «Mo(ses: Moisés)» agoniza bajo los efectos del veneno inoculado por la máquina letal y, seguro de contar con «la protección divina», emprende un alucinante trip místico, coro de ópera incluido, que debió entusiasmar a Ken Russell— y la (farragosa) metáfora política —Jill y Shades se evaden con frecuencia del mundo no precisamente feliz en el que viven drogándose con marihuana o «destello de luna»; ella termina su última obra (un caos metálico al que añade la cabeza del androide pintada con la bandera estadounidense, simulando una araña monstruosa y amenazante en medio de su tela) mientras la televisión emite propaganda gubernamental, imágenes ultraviolentas y vídeoclips de rock industrial; «Mo» habla con innegable satisfacción de «la supervivencia del más fuerte»…—.

Curiosamente, el resultado, atiborrado de excesos (audio)visuales, digresiones narrativas y macarrismo heavy–rock, no está lejos de los Dario Argento, Lucio Fulci y Russell Mulcahy de los años 80. No hay más que ver las innovaciones cromáticas de la fotografía de Steven Chivers (de sobras conocido por sus trabajos para Eurythmics o Depeche Mode), que tiñen y estilizan los espacios de ese tenebroso mundo futuro; la importancia que adquieren en la planificación los ojos de los personajes (agredidos por las imágenes que escapan de los monitores de televisión y las pantallas de ordenador o por las garras metálicas de M.A.R.K.–13) o el uso inquietante y al mismo tiempo juguetón de la cámara subjetiva y el punto de vista (cf. el polvo de «Mo» y Jill, que creemos contemplar a través de los infrarrojos del robot…, cuando, en realidad, la imagen pertenece al circuito de videovigilancia que Lincoln utiliza para espiar y acosar a Jill)… De este modo, Hardware es, también, un film paranoico y estetizante sobre las perversiones y los peligros de la mirada.


[1] Dice Jill: «Últimamente he basado mis obras en formas orgánicas. Pero cuando las acabo apenas se nota. Siempre estoy en lucha contra el metal y hasta la fecha, el metal gana siempre».

[2] «En todo el universo no quedará piedra sobre piedra. Todo será demolido. La tierra temblará, resonará y perecerá. A las masas les faltará comida, sus barrigas se hincharán y sufrirán con dolores de parto. Nadie se salvará».