Terminator 2: El juicio final

Resaca de los años 80

Lo confieso, no puedo ser objetivo con Terminator 2: El juicio final (Terminator 2: Judgement Day, 1991) por una sencilla razón: yo fui uno de aquellos adolescentes que vio el famoso teaser que mostraba la construcción de un T-800, y que llegó al cine preguntándose si James Cameron habría osado llevar de nuevo al lado oscuro a nuestro Schwarzenneger. Y seguramente por eso comprendo, y sobre todo empatizo, con esa naturaleza de secuela en la que, con notable sentido del humor, tanto incide el director, en parte con ese juego del gato y el ratón inicial que diluye los límites entre quién es el héroe y quién es el villano, pero sobre todo con la pléyade de referencias, rimas y reflejos con respecto a Terminator (The Terminator, 1984) que han llevado a afirmar a menudo que tiene más de remake que de continuación.

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Si hay una cosa que tengo clara, en todo caso, es que uno no puede tomarse muy en serio los retruécanos argumentales y las paradojas temporales que esta obra plantea. Al fin y al cabo, se trata de una película que, como otro éxito anterior del gobernador de California, la maravillosa Desafío total (Total Recall; Paul Verhoeven, 1990), todavía arrastra planteamientos formales de las action movies de los 80, de ahí que el suyo sea un guión escrito desde las tripas, con una solidísima estructura clásica pero poniendo el acento en la testosterona —¿soy yo el único que echa en falta ese concepto de la acción… y no, no me vale Michael Bay?—. Aunque todavía más significativo, en ese sentido, es que, rascando por debajo de sus millonarios efectos especiales made in ILM, y como todo el cine de James Cameron hasta Titanic (1997) —e incluso la posterior serie de televisión Dark Angel (2000-2002)—, Terminator 2 sea pura y dura serie B. Con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva.

Al fin y al cabo, lo que el director está perpetrando es un remake inconfeso de esa especie de apéndice canceroso de Planeta prohibido (Forbidden Planet; Fred M. Wilcox, 1956) que fue The Invisible Boy (Herman Hoffman, 1957), sustituyendo al robot Robbie por Schwarzenneger y al monín Richard Eyer por el punkarra Edward Furlong. Y, en connivencia con William Wisher, se cachondea abiertamente de los tópicos de ese tipo de historias de autodescubrimiento infantil mediante la intervención de un robot/alien/monstruo, regándolo todo con una violencia tan seca y expeditiva —algunos de los asesinatos del T-1000 son escalofriantes, gracias a la fisicidad que el autor les imprime— que le valió una clasificación R en los Estados Unidos.

De hecho, el auténtico valor de Terminator 2, y sobre todo de su guión, es que narra dos películas paralelas que se entrecruzan continuamente, y además con notable habilidad. Por una parte, esa buddy movie jocosa y desenfadada que protagonizan John Connor y el T-800 enviado para defenderlo, y por otro, esa continuación del fatalismo y la negatividad del primer Terminator que supone toda la trama protagonizada por Linda Hamilton. Su apostura de heroína fuerte, decidida, cuyo ímpetu esconde una vulnerabilidad rebosante de dudas, no está tan lejos de la Sydney Bristow de Alias (2001-2006): como ella, intenta recuperar desesperadamente su existencia, aunque en ese caso desde un notable desequilibrio psicológico. La ensoñación con Kyle Reese que Cameron añadió en su edición especial no es una simple ilusión, sino una proyección física de que Sarah intenta ser para su hijo (de forma infructuosa) tanto un padre como una madre, provocando en él un carácter disfuncional que, paradójicamente, sólo podrá paliar la presencia de la máquina que interpreta Schwarzenneger.

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Es lógico que lo que peor haya envejecido de la película sea lo que en su momento resultó más novedoso, sus efectos especiales digitales. Las limitaciones de los primitivos programas de composición utilizados hacen que las texturas líquidas del T-1000 resulten falsas, forzadas, quizá porque, para Cameron, eran algo así como una prueba técnica destinada a esa soñada adaptación de los cómics de Spiderman que jamás pudo llevar a cabo —no descubro nada nuevo si incido en que el terminator de metal líquido muestra habilidades muy similares a las del Hombre de Arena, villain que el director pretendía usar—. De ahí que funcionen mucho mejor los efectos físicos, sobre todos los de maquillaje —los relacionados con las muertes por empalación de algunos secundarios son simplemente brillantes—, y en especial algo que el director usa con mucha más habilidad de la que se le suele reconocer: las elipsis.

Lo que, en todo caso, demuestra Terminator 2: El día del juicio, y refrendaría la posterior y muy reivindicable Mentiras arriesgadas (True Lies, 1994), es que James Cameron llegó a ser uno de los mejores directores de actioners que surgieron durante los 80, antes de que, como otros de sus compañeros de generación —y pienso muy especialmente en Robert Zemeckis—, se tomara demasiado en serio a sí mismo. Y es que no pongo en duda que el guión de Terminator 3: La rebelión de la máquinas (Terminator 3: Rise of the Machines; Jonathan Mostow, 2003) sea más redondo y más coherente que el de Wisher y Cameron, que también tenga unas escenas de acción física para quitarse el sombrero, y que sus efectos resulten infinitamente más brillantes, pero en ella ha desaparecido ese sense of wonder, esa diversión desprejuicida, que caracterizaba al cine de acción ochentero cuyo espíritu aún hereda esta epopeya temporal.