Terminator 3: La rebelión de las máquinas

La guerra contra el cliché

La tercera entrega de la saga inaugurada en 1984 por James Cameron tiene la suerte de ser la entrega despreciada por fans, público general y también crítica y por eso mismo juega con una ventaja inusual: es la más coherente (juega a la autoparodia como recurso natural) y también una de las más atrevidas ya que la pirueta de Jonathan Mostow debe entenderse como un codazo en toda regla a James Cameron. Aún con todos sus errores es casi superior a su segunda entrega, demasiado anticuada ya en cuanto a conceptos.

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Terminator (The Terminator. James Cameron, 1984) es un caso extraordinario de B-Movie ochentera porque,  pese a ser paradigmática de su época y contener la habitual mixtura genérica y reinvención absolutamente urbana de géneros fantásticos (en este caso la ciencia ficción leída en clave de cine negro algo que sintetizó ese club nocturno llamado «technoir»), su extraordinario lenguaje visual la elevaba a los altares de clásico instantáneo: el climax final usaba de forma extraordinaria la iluminación y el stop motion y las persecuciones confirmaban a Cameron como un maestro del espectáculo aún con muy pocos recursos. La estupenda paradoja temporal de su guión fue dedicada a Harlan Ellison por cuestiones legales, pero el homenaje final no desentonaba con la personalidad de su autor que ahora mismo prepara Avatar (2010), una película de ciencia ficción que parte de las lecturas que hizo del John Carter de Marte de Edgar Rice Burroughs.  A través de una fotografía, Cameron articuló la historia de que su padre sería el soldado enviado por su hijo para proteger a su madre de un terrible robot y de paso fecundarle, habiendo provocado su enamoramiento en el futuro lejano.  Arnold Schwarzennegger, recién salido de Conan El Bárbaro (Conan The Barbarian. John Milius, 1982), encarnaba a un villano perfecto y gélido, invencible y  con un extraño y negrísimo humor sintetizado en su «I’ll be back» previo a un espectacular asalto a la comisaría.

La segunda entrega es ya un blockbuster y está rodada en una época en la que Cameron venía de hacer Abyss (The Abyss. 1989), su vano intento de grandilocuencia, con Spielberg como máxima referencia, pero sin todo su halo espiritual y sólo brillando en los momentos de tensión extrema. El film es todo un paradigma de los años noventa: mucha menos violencia de lo habitual, concesiones al happy ending y una revisión absolutamente espectacular del esquema de la primera entrega y que se repite estropeando la paradoja. En la segunda entrega no sólo se justificaba con un giro de guión ridículo la bondad del T-800 de un Schwarzennegger demasiado popular para volver a ser el villano, sino que se borraba de su línea temporal el día del Juicio Final con Sarah Connor destruyendo Cyberdyne y el antaño androide asesino convertido ahora en prototipo de padre con vocación redentora. Se hacen apuntes interesantísimos (Skynet, la máquina que esclavizará a los hombres, nacerá gracias a un resto del Terminator de 1984), pero se borran en pos al happy ending que no sólo anula el concepto motor de la saga (la predestinación del Apocalipsis y la necesidad de salvar a su futuro líder) sino que entran en sintonía con muchas de las ideas de su época, con Francis Fukuyama y su famoso «fin de la historia», proclamado tras la caída del muro de Berlín, como máximos exponentes de un optimismo circunstancial y feliz, integrador, sospechoso en última instancia, incluso aún anunciado con cierta ironía por el Jean Baudrillard de «la guerra no tuvo lugar». El espectáculo venía por las persecuciones y por el duelo, superheroico cuando no mítico, entre dos Terminators, sublimación del concepto inicial y aquí llevada al extremo con Robert Patrick encarnando a un villano proteico e invencible.

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John D. Brancato y Michael Ferris se hicieron cargo del guión de la entrega que nos ocupa y Mostow tomó el mando bajo sospecha, sobretodo después de que los fans vieran con malos ojos la deserción de un James Cameron al que se malinterpretaba por su condición de cineasta multioscarizado. Ferris y Brancato habían escrito ya un film tan interesante como Mindwarp (Steve Barnett, 1992) y otros tan aburridos como La Red (The Net. Irwin Winkler, 1995) y su guión sintonizaba más con el espíritu de la primera entrega y sobretodo con la imaginería sci-fi anunciada en aquella, con una paradoja temporal tan jugosa como la de que el robot malvado viene del tiempo Apocalíptico para confirmar el éxito de este. Mostow es un cineasta de una fuerza visual también hurcanada y que destacó con un film tan notable como Breakdown (1997) en el que se hacía obvia su pasión por las persecuciones rodadas al límite y además convertía en pura acción una historia propia del american gothic setentero.

El tono de la película es consecuente con el sentimentalismo de la segunda y sus ya toques de humor. Aquí todo está llevado a la autoparodia, cuando no a lo crepuscular: Nick Stahl es un perfecto Connor y un reflejo de su actor joven, Edward Furlong, y se ha convertido en un anónimo fracasado, en un mito que se ha desvanecido y que no terminará nunca de asumir su futuro. Sabiendo que Sarah Connor ya había tenido su momento, Mostow y sus guionistas daban un toque perfectamente posfeminista: el robot desvela a John Connor que su mujer, Kate (una destacable Claire Danes que combina sensibilidad y fuerza sin remitir demasiado al hallazgo de Linda Hamilton), tendrá tanta o más importancia que él en el futuro.

Quizá el mayor defecto de la película es que el villano encarnado por Kristanna Loken desfallezca respecto al prodigio de Robert Patrick, pero la persecución de la grúa se cuenta entre las mejores set pieces rodadas de la saga, capaz de hacer de la física pesada de un cyborg un motivo de destrucción automovolística ideal para el tono crepuscular que mantiene la saga. Los dos grandes hallazgos del film, no obstante, están en su clímax final: Mostow rueda, al fin, la explosión nuclear y lo hace con una elegancia inesperada de una entrega post11S, con una voz en off y la destrucción aconteciendo de un modo sinfónico, definitvo y además cierra la imagen del Terminator con una metáfora paradójica en la que el T-800, recuerdos extraños para su futuro mesías, es ahora sombra de un pasado y sólo eco anticuado de un futuro que está por venir. Sólo con el atrevido paso de Mostow, errado sólo con su villano, se entiende la cuarta entrega con McG al frente y la tan ansiada guerra de máquinas como centro de la acción.