El Romanticismo se acabó en una playa
En Muerte en Venecia se da una circunstancia muy poco común en el cine: Visconti (el conde Don Luchino Visconti di Modrone) consigue impregnar con su sofisticado esteticismo un espacio tan poco dado, en principio, a ello como la playa. Esteriotipo de la ligereza, de la frivolidad y del hedonismo, la playa es planteada aquí, sin embargo, como un lugar marcado por el sopor angustioso, la búsqueda frustrada y la infelicidad. La mirada lánguida y detallista del cineasta muestra hasta qué punto la playa puede llegar a ser un espacio auténticamente existencial, escenario de la vivencia interior de un individuo hasta su catarsis final, deviniendo lugar de muerte por excelencia. Pocas secuencias tan sutiles en una pantalla cinematográfica como la de la llegada del enfermo profesor y músico Gustav von Ashenbach a la habitación del Grand Hotel des Bains, en la cual Visconti filma la playa por vez primera en la película, haciéndolo desde el punto de vista del personaje, a través de la ventana, vinculando visualmente ambos espacios vitales como si fuesen (lo son realmente en la película) el mismo: el alma de Ashenbach.
No recuerdo ahora ningún filme donde un personaje haya muerto en una playa como en Muerte en Venecia. Se trata de una muerte filosófica en el más puro sentido de la expresión. Acaso Ashenbach hubiera atisbado desde su profunda angustia vital que el final de su investigación estética (y, por ende, de su existencia) se hallaba en esa luminosa playa veneciana ante la contemplación idílica de la, ahora sí, verdadera belleza, ejemplificada en esa especie de ángel de la muerte que es Tadzio, el joven efébico del que queda prendado el músico. La playa como punto de llegada, como telón trágico (en un sentido estético-filosófico del término) de una época, de un siglo como el XIX alemán, representados en la búsqueda insaciable y atormentada del músico germano.
La decadencia veneciana y la obstinada negativa de la ciudad a aceptar la epidemia de cólera como metáfora de su precariedad, el inminente final de un mundo ya trasnochado, representados por la mustia aristocracia que puebla el hotel y la playa, donde la individualidad era plenamente romántica (en el sentido literario del término), contextualizan y favorecen, sin duda, la apuesta del cineasta en la película: una sentida y personal reflexión sobre el modo en que el sujeto moderno comienza a tomar conciencia dramáticamente de sus insatisfacciones y de sus limitaciones ante la gran promesa ilustrada de felicidad individual y de armonía social; en suma, una hermosa indagación en los orígenes de la sospecha filosófica que marcará todo el pensamiento y la vida del siglo posterior.
La coincidencia con la novela es palmaria: Thomas Mann pinta (iba a decir, filma) magistralmente en su obra esa toma de conciencia, a fin de cuentas, esa revelación que lanzará al sujeto moderno a la vorágine y a la vacuidad del sujeto-masa (recuérdese también su monumental La montaña mágica, donde todo esto adquiere unos contornos excelsos). Y es que raras veces se ha fusionado el cine tan fiel y armónicamente con la literatura como en el filme de Visconti, a la postre, tal vez, uno de los cineastas más genuinamente literarios que ha dado el Séptimo Arte.