Tetro + Youth Without Youth

El regreso de Coppola

Más allá de juicios valorativos acerca de la calidad e importancia de su obra, probablemente es Francis Ford Coppola el cineasta cuya trayectoria mejor representa la de su generación, aquella que fue llamada como Nuevo Hollywood, o la generación de los film-brats, y que sin duda alguna perfiló los rasgos definitorios del cine americano de los años setenta, un grupo de realizadores —bien heterogéneos entre ellos, es cierto— que se propuso a sí mismo, desde finales de los años sesenta, como el principal impulso que llevara al renacimiento del Hollywood clásico —en esa época en serio proceso de descomposición y con los cineastas que lo hicieron posible muertos o en jubilación forzosa— convenientemente actualizado [1], que intentó armonizar las propuestas personales con los imperativos industriales, todo ello en una época particularmente convulsa de la historia americana. Y ello porque en ninguno de ellos esta tensión entre lo viejo y lo nuevo es tan palpable como en Coppola, y probablemente ningún hecho resulta hoy tan paradigmático de las ambiciones de esa generación, y de un fracaso que estuvo acompañado, sin embargo, por una de las épocas de mayor esplendor y más estimulantes de su historia cinematográfica, como la accidentada vida de Zoetrope, la utópica y visionaria productora que Coppola fundara a finales de los sesenta, a imagen de las grandes productoras del pasado, pero también a la vanguardia tecnológica y, sobre todo, al servicio de un concepto diferente del cine, al margen de que fuera un nuevo descalabro comercial de dimensiones colosales, el de La puerta del cielo (Heaven’s gate. 1980), dos años antes, el que rubricara la oficial defunción de esa generación que el fracaso de Corazonada (One from the Heart. 1982) no hizo sino confirmar —aunque, si exceptuamos al propio Cimino, que encontró enormes dificultades para continuar su carrera, o el caso de Hal Ashby, muerto en 1988, todos los integrantes de esta generación han proseguido sus carreras con cierta normalidad, y con mayor o menor fortuna, hasta la actualidad, si bien, en cualquier caso, desde unos planteamientos distintos, como desde luego ocurrió con Coppola [2]—, pasando el cine americano al en líneas generales bastante más conservador y adocenado cine de los ochenta, coincidiendo con la llegada de Ronald Reagan a la Presidencia, precisamente un antiguo y mediocre actor de la vieja guardia que acabó de finiquitar una época de utopías y, más particularmente, al Nuevo Hollywood, como si ese enorme relato que llamamos Historia actuara a veces de formas misteriosas pero atenta a los símbolos más propios de los pequeños relatos que llamamos ficciones.

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Youth Without Youth (2007)

Desde hace ya mucho tiempo, la clave autobiográfica resulta imprescindible en la lectura de la obra de Francis Ford Coppola, lo que no es nada extraño en un realizador con las pretensiones autorales —que nunca ha ocultado— del director de La conversación (The Conversation, 1974). Pero la principal particularidad de su caso consiste en que, después del desastre económico de Corazonada, arrastrando con él a Zoetrope —que aún así ha sobrevivido con distintos nombres, aunque con propósitos mucho más humildes que los de su época dorada—, esta experiencia profesional se ha incorporado de forma trascendental a muchos de sus films posteriores, obligado Coppola a personalizar muchas de estas películas —que, en líneas generales, se ajustan a la noción de «encargo»— con referencias, más o menos veladas, a las derivaciones que ese punto de inflexión casi irreversible ha supuesto en su obra, que en buena medida ha seguido las líneas de una inmensa metáfora de sí misma y de la complicada situación de Coppola en la industria. Es incuestionable la vertiente autobiográfica que alimenta algunos de sus mejores films, antes y después de Corazonada, desde Llueve sobre mi corazón (The Rain People. 1969) hasta La ley de la calle (Rumble Fish. 1983), pasando por la misma Corazonada, Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker`s Dracula. 1992) e incluso por la saga de El Padrino o por films tan artesanales como Jack (1996) o Legítima defensa (The Rainmaker. 1997). Pero es a partir de Corazonada cuando la trayectoria de Coppola dentro de la industria se convierte en sustrato esencial de buena parte de una serie de películas en que Coppola ha de armonizar sus ambiciones artísticas y la viabilidad comercial de unas películas que le ayuden a saldar sus deudas, y es sin duda Tucker. Un hombre y su sueño (Tucker. The Man and His Dream. 1988) el filme en que la identificación entre Coppola y su protagonista era más patente y que, en este sentido, resulta más cercano a Youth Without Youth, su penúltimo film, aún no estrenado en España, y en el que de nuevo es viable rastrear semejante proceso de identificación. En ambos, Coppola se encarga de retratar a sendos personajes arrastrados por un proyecto tremendamente ambicioso, que los absorbe completamente: respectivamente, un constructor de automóviles que pretende diseñar el coche del futuro, proyecto fracasado por las maniobras de las grandes empresas automovilísticas; y un filólogo empeñado en llegar a las raíces del lenguaje, a «una época anterior a la historia», al lenguaje primigenio [3] — como el de Willard en Apocalypse Now, el trayecto de Dominic es el de un viaje a los orígenes, físico y psicológico en el primero, puramente intelectual en el segundo—, meta para cuya consecución le es concedido, por misteriosas razones, volver a su juventud y, además, que se paralice el proceso de envejecimiento de su organismo. Pero los veinte años transcurridos entre Tucker y Youth Without Youth marcan también las diferencias esenciales entre ambas cintas. A sus casi setenta años —la edad que tiene Dominic Matei, el protagonista de la película— Coppola parece tomarse con más serenidad su evidente megalomanía —como también confirmaría la posterior Tetro— y cuando Dominic tenga que decidir entre la culminación de la que es la obra de su vida y la supervivencia de la mujer que ama —reuniéndose en este dilema dos de los temas capitales de la obra coppoliana, el retrato de personajes obsesionados, y frecuentemente destruidos, por el cumplimiento de una absorbente misión, y el retrato de los lazos familiares (que en Youth Without Youth son mostrados como el proyecto de establecerlos), siempre esenciales en la configuración de sus criaturas—, optará por lo segundo. ¿Implica esa decisión la definitiva resignación del inconformista Coppola, su final derrota por el sistema?

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La respuesta, como suele ocurrir, no es sencilla y me parecería demasiado reduccionista dar la respuesta positiva a que uno se sentiría tentado en primera instancia, más habida cuenta que semejante vinculación entre el proyecto de Dominic y la destrucción de su amada, Verónica, que da la impresión de ser un mero recurso argumental que en ningún momento adquiere justificación en la película, que parece sólo motivado por posibilitar el dilema a que ha de enfrentarse Dominic, en la que es una de las principales debilidades de la película. Como buena parte de su obra, pues, Youth Without Youth es la narración de un proyecto grandioso abocado al fracaso. La particularidad de este filme reside en la exacerbación del paralelismo de los procesos de desintegración y de construcción con frecuencia mostrados simultáneamente en su cine, que aquí son indisociables, absolutamente complementarios: para Dominic alcanzar la cumbre de su investigación importa inevitablemente la destrucción física de Verónica, su amor reencontrado —tiempo atrás Dominic perdió a Laura, de rasgos idénticos a Verónica—, debido a que la regresión a lo largo de la historia de las lenguas que la muchacha recorre —después de que también fuera alcanzada por un rayo— va acompañada de su progresivo deterioro físico [4]. Es decir, una de las sugerencias implícitas que han enriquecido algunas de las obras maestras de Coppola, en Youth Without Youth es materia explícita de la película, restándole, tal vez, misterio y sutileza a la penúltima película de Coppola:. Lamentablemente, la película la película parece con demasiado frecuencia la ilustración de unas ideas —contando con la coartada de su naturaleza fantástica que las introduce por la senda de la irrealidad: el mejor cine de Coppola es aquél que muestra la locura en entornos estrictamente realistas, que muestra la irrealidad que progresivamente se va apoderando, que va invadiendo insidiosamente, como un virus mortal, la realidad, sin haber modificado ésta sus rasgos básicos, su apariencia externa, y ahí están La conversación y Apocalypse Now, acaso sus dos mejores películas, para demostrarlo— que un relato complejo, esto es, menos teórico y más físico de lo que es Youth Without Youth.

Dominic Matei es, en este aspecto, el reverso de Michael Corleone, aquél tiene, en virtud de un oportuno rayo que lo fulmina en plena calle, la segunda oportunidad —como tuvo Peggy Sue en la que es una de las películas más endebles de Coppola, Peggy Sue se casó (Peggy Sue Got Married. 1986), otro viaje al pasado, en esta ocasión literal, de nuevo bajo el amparo del cine fantástico— que el jefe del clan de los Corleone no tuvo: si este último tenía que afrontar numerosos sacrificios para mantener a la Familia —entre ellos la felicidad personal con Kay o la vida de su hija—, Dominic podrá evitar la destrucción de Verónica —reencarnación de Laura, después de haber sacrificado su felicidad con ella por alcanzar la consecución de la obra a la que dedica su vida, conocer las raíces del lenguaje y de la conciencia en el ser humano—, si bien al precio de renunciar a la culminación de su obra. «No merece la pena», concluye Dominic.  Este personaje representa, pues, una nueva figura trágica semejante a Drácula tal como fue mostrado por Coppola, semejanzas potenciadas por el hecho de que ambos se encuentran con una reencarnación de su amada perdida tiempo atrás pero que, inevitablemente, perderán de nuevo. Ahí reside una de las razones por las que Tucker. Un hombre y su sueño es una de las películas más luminosas de Coppola, a pesar de ser la historia de un fracaso, y una de las diferencias principales con esta Youth Without Youth o previamente con la saga de El padrino: la derrota de Tucker al menos no afectará a la unión familiar, al contrario de lo que les sucederá a Michael Corleone y a Dominic Matei. En cualquier caso, lo que no se puede negar es que el grado de autorevisión que Coppola, a sus setenta años, emprende en este filme sobre sí mismo y su obra es de una honestidad admirable.

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Youth Without Youth es una película continuamente desdoblada: Dominic tiene su doble desde el momento que le alcanza un rayo; la mujer de su vida también se desdobla en dos —Laura y Verónica (y ésta a su vez, como Dominic alcanzada por un rayo, se desdobla en Rupini, una mujer que vivió hace catorce siglos, descendiente de una de las primeras familias en convertirse al budismo)—. La más explícita referencia en el film a este continuo juego de espejos, de reflejos invertidos, es la del dios Shiva —que se le aparece a Verónica en un sueño—, simultáneamente creador y destructor. Y en esto también la película es enormemente fiel al imaginario del autor de un díptico —Rebeldes (The Outsiders. 1983) y La ley de la calle— realizado casi simultáneamente como el reflejo uno de otro, y que en El Padrino II (The Godfather, part II. 1974) multiplica estos mecanismos reflexivos, en el interior de la propia película y con respecto a la primera parte de la saga. Baste aquí recordar, asimismo, la dualidad de Willard y Kurtz en Apocalypse Now (1979), pero también el  proceso esquizofrénico —tal como lo describió el propio Coppola— de la Natalie de Llueve en mi corazón, o aún más evidentemente, el de Harry Caul de La conversación (The Conversation. 1974), en el que el perfeccionamiento obsesivo en el registro y análisis de una misteriosa grabación [5] le llevaba a la autodestrucción, al exacerbamiento de sus rasgos esquizoides.

Pero la dualidad básica de la película, la que determina sus rasgos distintivos, es la que se vertebra en torno a los términos de realidad y sueño, consciente e inconsciente. Todo el filme está traspasado por un palpable acento onírico y como consecuencia en ella es casi imposible discernir, en la tradición de la famosa flor de Coleridge, invocada en la película implícitamente —o más explícitamente la fábula de Chuang—tzu y la mariposa—, lo que es sueño y lo que es realidad, o más precisamente, la inutilidad de ambos términos contrapuestos. Onirismo vehiculado formalmente a partir de modos discretamente expresionistas que ya conocen el antecedente en su carrera de Rebeldes y, sobre todo, La ley de la calle. El caso es que el frecuente carácter visionario de los personajes del director aquí se hace casi literal: Dominic, tras ser alcanzado por el rayo, vive una enorme expansión de sus capacidades intelectuales —todo lo contrario, pues, de lo que le pasaba al ex niño prodigio, también alcanzado por un rayo, de Magnolia (Paul Thomas Anderson. 1999)—, de modo que es capaz, por ejemplo, de conocer el contenido de un libro apenas echándole un vistazo. Youth Without Youth se sitúa en realidad en un punto indeterminado entre estos pares de términos, dibujando personajes que ejercen de intermediarios «entre la conciencia y la inconsciencia, entre la naturaleza y el hombre, el hombre y lo divino, la razón y Eros, lo femenino y lo masculino, la oscuridad y la luz, la materia y el espíritu», como se dice en la propia película.

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Desde las primeras imágenes de la película, las de los mecanismos de un reloj, acompañadas por un obsesivo tic-tac, el Tiempo se configura en el concepto vertebrador de todo el film —siendo seguramente ésta una de las obsesiones más recurrentes de la filmografía de Coppola—. Y aunque las pretensiones metafísicas del filme lo convierten a veces en una obra demasiado teórica, sin la fisicidad en que Coppola ha envuelto sus reflexiones más abstractas en sus mejores películas, lo cierto es que el tratamiento del tiempo en esta película deviene una de las herramientas privilegiadas para otorgarle la irrealidad que define a una película que parece considerar al tiempo como una noción más perteneciente al mundo de los sueños que al de la realidad. En 1991 Coppola escribía en su diario personal: «Probablemente no me queden más de veinte años (…). Son los veinte años destinados a vivir plenamente en presente. Vivir plenamente en presente y dejar que el futuro se ocupe de sí mismo»  [6]. En 1997, cuando han pasado casi veinte años de esas palabras, cuando el futuro es ya manifiestamente apremiante, Youth Without Youth asume la forma de una fantasía, la de detener el imparable curso del tiempo, por parte de un hombre que siente cómo se agota el tiempo para hacer esa gran obra que aún sigue afirmando que está por llegar; un sueño que acaba convirtiéndose en pesadilla, hecho congruente con la obra de un cineasta que ha abundado, como ya se ha señalado, en todo tipo de dualidades, propensa a mostrar la confusión, y su final identificación, del anverso y el reverso; y creo que no es necesario recordar que en su carrera encontramos tanto filmes narrados al modo de los cuentos de hadas —El valle del arco iris (Finians Rainbow. 1968), Rip Van Winkle (1985), Peggy Sue se casó, Vida sin Zoe (Life Without Zoe. 1989)—, como los relatos que adoptan el tono de una pesadilla —el ejemplo más preclaro es Apocalypse Now, pero también La conversación o Drácula, de Bram Stoker—, cuentos infantiles y horribles pesadillas que acaban descubriéndose, en el fondo, idénticas, el reflejo especular unos de otras.

La paradoja básica de Youth Without Youth es que es, como creo que hemos ido viendo, simultáneamente el filme más personal de Coppola desde Tucker, un hombre y su sueño y un filme mucho menos logrado —a lo que contribuye no poco sus irregularidades narrativas— de lo que estas connotaciones autobiográficas podrían hacer sospechar.

Tetro (2009)

Con el inmediato antecedente de Youth Without Youth, síntesis y revisión de toda su obra, proponiendo a su vez nuevos caminos, y que, tras diez años inactivo como director, suponía una vuelta a su deseo de hacer un cine más personal, después del patente concepto artesanal que estaba detrás de sus tres anteriores películas —Drácula de Bram Stoker, Jack y Legítima defensa—, al margen de sus dispares logros, la realización de su siguiente película adquiría el suplementario interés de suponer una primera aportación para responder a los interrogantes que Youth Without Youth abría.

Y la desilusión no puede ser mayor. Si Youth Without Youth era un film interesante, aunque finalmente fallido, Tetro es simplemente una película decepcionante. Y su carácter fallido es más patente por la loable ambición que hay tras ella: la de recurrir a sus experiencias autobiográficas para volver a los que eran sus propósitos prioritarios en los inicios de su carrera, el hacer un cine pequeño y personal nutrido de sus vivencias, en este caso centradas, además, en su propia familia, propósitos que Coppola se vio obligado a posponer indefinidamente tras el descalabro de Zoetrope y que le llevaron a alternar películas en que Coppola pudo imprimir su huella personal con otras más rutinarias. Las resonancias autobiográficas de su última película, en efecto, son obvias: Tetro es el retrato de una familia de artistas de origen italiano marcada por las rivalidades entre sus miembros, siendo el padre del protagonista —como el del director— un afamado director de orquesta, y el protagonista de la película un novelista —siendo ésta, como ha manifestado en numerosas ocasiones, la verdadera vocación de Coppola, sólo que él iba a escribir sus novelas con la cámara—.

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Parece que Coppola no está dispuesto a seguir esperando más, a malgastar el tiempo que le quede para seguir realizando películas, y con Tetro emprende el que ha sido siempre su gran objetivo, la realización de un cine personal tal como lo entiende Coppola: escrito por él mismo a partir de una historia original y que básicamente sea el vehículo de una serie de preocupaciones personales. Rodada en Argentina, la película constituye, después del rodaje en Rumanía de Youth Without Youth, la segunda etapa del autoexilio creativo que Coppola ha emprendido en esta última etapa de su carrera —motivado también por razones puramente económicas pero que no deja de tener reveladoras significaciones: el cineasta que ambicionó modificar radicalmente, y desde dentro, el Sistema de Estudios americano y que ahora no encuentra su lugar en la industria cinematográfica de su país—. Desgraciadamente, Tetro corrobora que no siempre los términos personal y calidad van necesariamente unidos, que son los factores de una ecuación infalible. O en realidad, que no necesariamente es más personal una película escrita por el propio director, a partir de un argumento original, que una adaptación de una obra ajena escrita por un guionista: Apocalypse Now, por ejemplo, coescrita con John Milius a partir de El corazón de las tinieblas (1899), de Joseph Conrad, además de ser mucho mejor película, dice mucho más sobre Coppola, sobre sus inquietudes como creador, que esta mediocre Tetro.

En efecto, el argumento de Tetro se integra perfectamente en el mundo creativo de Coppola tal como lo ha retratado en muchas de sus películas: el protagonista de Tetro, un escritor traumatizado por su pasado y que estuvo un tiempo ingresado en un manicomio, es, como la Natalie de Llueve sobre mi corazón, alguien que pretende huir de su familia, pero que acaba reencontrándola, se diría que inevitablemente, pues en realidad siempre la ha llevado consigo —como siempre lleva consigo, incluso en su estancia en el manicomio, el manuscrito de la novela que ha escrito sobre su familia, al que se aferra con la desesperación propia del que ve próximo su definitivo naufragio mental—. La llegada de Bennie, su hermano pequeño, al barrio bonaerense de Boca en que vive aquél, provocará el reencuentro con su pasado familiar y, al cabo, la superación de unos hechos conectados básicamente con la relación que mantuvo con su padre. La familia, pues, se sitúa de nuevo en el centro de la propuesta dramática de Tetro en esta ocasión, además, acusando la influencia de los dramas familiares escritos por dramaturgos americanos como Eugene O´Neill o Tennessee Williams, lo que asimismo remitiría a los inicios de Coppola como director teatral. Además, no es casualidad que Llueve sobre mi corazón y La conversación sean las únicas películas, junto con esta Tetro —y si no contamos la primeriza Dementia 13 (1963)—, escritas en solitario por Coppola a partir de argumentos propios. Las tres retratan tres personajes al borde de la locura que pretenden aislarse, de un modo u otro, de su mundo, para descubrir la imposibilidad final de esa huida —como anticipa, con menor sutileza de la que se podría esperar de Coppola, la pintada en un muro que podemos leer al principio de la cinta: «No sueltes la soga que me ata a tu alma»—.

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En este sentido, uno de los aspectos más interesantes de la película —y de lo poco salvable de la misma— es aquél que relaciona la trama de la propia película, la superación por parte de Tetro —como se hace llamar el protagonista del filme— de sus fantasmas familiares, con la terminación de la novela inacabada que, sobre esa historia familiar, aquél ha escrito. La vinculación entre familia y creatividad que materializa Tetro no puede ser más coppoliana. Tetro es, así, una obra que parece hacerse a sí misma durante su desarrollo, que crece devorándose a sí misma: el final de la película habla, a su vez, de cómo escribir el final de la novela inacabada de Tetro y de cómo ponerle el punto final a la película. Prosiguiendo, pues, este nuevo juego de espejos presente con frecuencia en la filmografía de Coppola, Tetro trata de la necesidad de matar al padre para seguir adelante, para liberarse del pasado y posibilitar un proceso creativo. ¿Pero matar a qué padre? En la trama de la película está claro: la muerte del mefistofélico padre de Tetro coincide con su nacimiento como creador y, asimismo, con la revelación que le hace a Bennie de que él no es su hermano sino su hijo; pero para Coppola ese matar al padre es matarse a sí mismo —y el Carlo Tetrocini interpretado por Klaus Maria Brandauer es un nuevo demiurgo en la sombra, que ha vampirizado y controlado las vidas de los que le rodean, presente en la obra de Coppola y que no es sino una figura del propio director—, al Coppola que ha afianzado su nombre como uno de los directores claves del panorama cinematográfico desde principios de los setenta, para así empezar casi desde cero, en lo que pretende ser un proceso de rejuvenecimiento creativo.

La conexión más evidente de Tetro con la carrera de Coppola, sin embargo, se produce con La ley de la calle, tanto por sendas tramas centradas en la relación de dos hermanos, el menor de los cuales pretende imitar al mayor, a pesar de los deseos de éste de que su hermano busque su propio camino, como, estéticamente, en su alternancia de blanco y negro y el color —mucho más justificada en La ley de la calle— en el interior de una película modesta en términos económicos. Ambas concluyen, además, con una muerte en cierta medida liberadora —la del hermano mayor en el filme protagonizado por Matt Dillon y Mickey Rourke, la del padre de Tetro en el film homónimo—. Pero lo que separa a ambas películas es la distancia que media entre un proyecto ajeno, basado en una novela de S. E. Hinton, y que Coppola transforma en uno de los filmes más estimulantes y experimentales de su carrera, de un filme con pretensiones de obra personal y con resultados absolutamente frustrantes.

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Cuesta creer que el autor de los tres Padrinos, La conversación o Apocalypse Now, por decir algunas, sea el hombre que ha filmado en Tetro la escena del Festival de la Patagonia —o todo lo relativo al personaje, llamémoslo así, interpretado por Carmen Maura—, una escena que casi obliga a mirar hacia otro lado. Tetro es un melodrama situado entre lo folletinesco y lo operístico, dos presencias habituales en su cine, pero que aquí, lejos de realzar las sugerencias implícitas en el relato, lo hacen naufragar en el puro estereotipo. Lo cierto es que Tetro es un filme que parece responder a un deseo manifestado, seguramente no sin una saludable ironía, hace años por Coppola: «a veces creo que me gustaría dirigir un folletón para la televisión, sólo para comprobar si soy capaz de superar lo mejor que se ha hecho en el género» [7], y que aquí tiene un triste corolario: Tetro no es sólo un filme que no trabaja a fondo, y de forma enriquecedora, sus elementos folletinesco sino que es probablemente una de las peores películas de su autor. El cine de Coppola ha recurrido con frecuencia al cliché —por ejemplo, en Corazonada y La ley de la calle, dos obras vanguardistas y muy valientes, sin embargo— para, asumido conscientemente y sin intención de ser disfrazado, centrarse en lo esencial, en la puesta en escena, que acaba siendo lo verdaderamente significativo. Y algo de ello hay en Tetro, pero la diferencia estriba en que si en las dos películas señaladas los clichés eran sometidos a una adecuada desdramatización que llevaba a un inteligente efecto de distanciamiento, a resaltar su carácter artificial y a centrarse en lo esencial, en Tetro se tiene la sensación de que el recurso a los tópicos más hollados es plenamente involuntario, es más, que se recurre a ellos sin conciencia de su carácter convencional, sino al contrario, como si se nos estuviera hablando de una forma plenamente personal. De esta manera, Tetro resulta casi una caricatura de la carrera de su autor, excesiva e irregular, a medio camino de lo personal y lo convencional, entre su admirado cine de autor europeo y el tratamiento genérico característico del cine americano clásico.


[1] Si bien la relación que cada uno de estos realizadores entabla con ese cine americano de su pasado reciente, el llamado cine clásico, es uno de los elementos que mejor define la aportación de cada uno de ellos: en este sentido, no tienen nada que ver el cine de Georges Lucas o Steven Spielberg, que proceden principalmente estimulando los procesos de reconocimiento nostálgico y un tanto irónico en el espectador —reconocimiento falsario, meramente epidérmico— a los de Scorsese o Coppola, que integran en sus filmes estas referencias con otras procedentes del cine europeo y que, en cualquier caso, se incorporan a las entrañas de sus obras para dar lugar a una escritura alejada —hasta cierto punto— de la de sus mayores.

[2] Aunque no tanto en otros como Martin Scorsese, o como Woody Allen, que es un caso aparte, que ha seguido desde siempre un camino al margen de movimientos generacionales. Por otro lado, en el cine de Altman, por ejemplo, sólo cambian —durante la década de los ochenta, la de su destierro de la industria— los modos de producción, pero su cine sigue siendo básicamente el mismo que el que realiza en la década anterior.

[3] La película está basada en una novela corta del filósofo Mircea Eliade («Tiempo de un centenario»; traducida al castellano por Ed. Kairós), adaptada por el propio Coppola, y es indudable que, como revela transparentemente este objetivo al que Dominic dedica la vida, la vinculación biográfica de la trama está, en primera instancia, relacionada con el propio Eliade, aunque también parece verosímil que Coppola se sintiera identificado con ella.

[4] Los paralelismos de Youth Without Youth con El curioso caso de Benjamin Button, realizada un año después, son evidentes, desde la narración de los efectos, que discurren paralelos a acontecimientos de la Historia reciente, de diversas alteraciones en la edad cronológica —invertida en el film de Fincher, estancada (en el caso de Dominic), o acelerada (en el de Verónica), en el filme de Coppola— y la narración, por esos motivos, de una historia de amor imposible, condenada al desencuentro. Habría que recordar, además, que Jack se constituye en un claro antecedente de Youth Without Youth, con la clara diferencia de tono de ambos filmes, más infantil en Jack, más trascendente en aquél: como a la Verónica de Youth Without Youth, el tiempo de Jack se agota mucho más rápido de lo normal debido a una extraña enfermedad por la que envejece cuatro veces más rápido de lo normal.

[5] También en Youth Without Youth una grabadora tiene una importancia trascendental. Y no es preciso recordar la importancia que los perfeccionamientos tecnológicos han tenido en la trayectoria creativa del autor de Corazonada. No es la única autocita de un filme en que, tal vez como en ningún otro, Coppola recapitula y reflexiona sobre su obra.

[6] John Boorman y Walter Donohue (Eds), Projections 3. Filmmakers on filmmakingJournals 1989-1993″), Ed. Faber & Faber, Londres, 1994, págs. 22-23; citado en Esteve Riambau, Francis Ford Coppola,  Ed. Cátedra, Madrid, 1997, pág. 328.

[7] Citado en Bertrand Tavernier y Jean Pierre Coursodon, 50 años de cine americano, Ed. Akal, Madrid, 1997, pág. 425.