Tiburón

Playas sin conquistar

Tiburón y El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971) siguen siendo, a más de 30 años de estrenadas, las mejores películas de Spielberg. Pero a partir de allí, el resto de sus films, con altibajos, no se sostiene por sus propios méritos.  Entre las muchas razones, se encuentran la insuficiente preparación del hecho fantástico, generalmente aparece mediante una inoculación efusiva donde lo fantástico recae sin más en lo estrambótico o en lo mágico, y es echado a rodar en la puesta en escena como un truco que peca de excesiva voluntad. En la mayoría de sus films el error se produce por tratar lo inverosímil como lo inesperado, cuando debería ser lo contrario, prepararse y preparar la organización del material para pasar de lo potencial a lo irrefrenable. También lo debilita la afinidad por el subrayado dramático más no trágico, que suele tornar en puerilidad un incipiente fervor trascendente o desmadrar un atolondrado fervor humanista. Su apetencia por el armado de la puesta mediante escenas cerradas en sí mismas, de más que suficiente énfasis, que no hacen avanzar la trama sino que promueven la formación de ideas antes que la información del argumento. Y cuando eso intenta superarse se reemplaza por el recurso del serial ad nauseam y una cinefilia estancada. Lo más grave parece ser el mal uso de lo sentimental, de su desplazamiento, como sustituto de lo épico. No sucede nada de esto en Tiburón, donde la necesidad de generar lo epopéyico se impone por sobre la exacerbación de lo mundano. Spielberg no ha podido volver a generar un estado épico semejante mediante el cine.

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En Tiburón se encuentra uno de los grandes temas del cine de los 70: la representación del héroe. Como el alcalde se encarga de afirmar, Amity, la ciudad donde se desarrolla el film, quiere decir amistad, y esa parece ser la razón de ser de la comunidad y su precario equilibrio pueblerino.  Razón de ser que focaliza toda su actividad en el turismo de verano, siendo las playas y la plataforma de servicios turísticos su principal ocupación.  Es un pueblo cuyos orígenes han quedado ocultos o se  tratan de mantener fuera de lo cotidiano.   Su condición de insustancial presente, dando la espalda a su historia, queda patente en la estupenda escena de la primera reunión de sus consejeros, en la que Quint (Robert Shaw) aparece en escena interrumpiendo desde atrás. Ese desde atrás, que obliga a todos a darse vuelta, molestos, es la gran metáfora del film. Una comunidad que ha hecho de la amistad su razón de ser, sin más sacrificios que los necesarios para las ocasionales ambiciones veraniegas, debe hacer frente a un invasor que niega aunque la destruya. Quizás porque lo monstruoso, esa otredad, viene de las profundidades y Amity sólo ve lo superficial. Ese no querer ver hacia atrás, hacia aquella anterioridad sin autoridad, que es lo que Quint representaba y ahora les repugna, les impide ver adelante. Al no haber herencia, al no haber habido conquista, no se pueden enarbolar ni la memoria, ni los valores, ni los héroes. Aquí es donde el jefe Brody (Roy Scheider) se hace cargo. Siendo un pez fuera del agua se pone la misión en sus espaldas, auto encomendándose la tarea del héroe para darle al pueblo la epopeya que le falta.  Así, la precariedad de la comunidad de Amity se emblematizará en la precariedad de la barca de Quint, representando aquello que se mantiene a flote, a duras penas, a través de la historia. Pero en los tiempos que corren el héroe debe formar una tríada para poder completarse. La división del héroe en tres tiempos o movimientos que Brody debe conciliar. Quint es lo tradicional, el héroe pescador, quizás fundador, que ya nadie quiere, héroe de guerra olvidado y actual vendedor de souvenirs — mandíbulas de tiburón— para turistas. El jefe Brody, un policía de Nueva York, desplazado de su ambiente, a cargo de una isla que le resulta extraña e indeseada, y por otro lado el nuevo profesional, el oceanógrafo Matt Hooper (Richard Dreyfuss): el universitario de familia liberal que viene de afuera. Todos ellos se unen para enfrentar lo que está desplazado del contexto habitual, sin siquiera saberlo: lo misterioso. Ni el saber tradicional que ha devenido en chapucería y sordidez, ni el saber moderno con  su parafernalia y compendio lexicográfico, pueden trabajar separadamente, debe haber un nexo que los organice activamente. Cuando eso sucede, se da lo épico. Las escenas de la persecución del tiburón son la mejor demostración, con los primeros planos de los rostros de cada uno embebidos de aventura, sin temores, con las miradas en el objetivo y el barco a toda máquina. En los grandes films se aspira a una suerte de totalidad, pero sólo si se accede analógicamente, mediante la metáfora, de manera que se quiebre con un instante de fragmentación esa totalidad, se la podrá acceder. Por lo menos en una intencionalidad e intensidad que cristalice la obra para su aprehensión y fruición. Ello pasa en Tiburón, en varios momentos: En la escena en que el barco de Quint se hace a la mar, enmarcado por la mandíbula del tiburón colgada en la ventana. La mandíbula muerta se traga al barco como la del tiburón vivo lo hará literalmente en su cierre simétrico. Perfecta metáfora del desplazamiento de lo mítico, de su inversión en la modernidad. O en la escena en la que el hijo menor de Brody imita a su padre en la mesa, mimando sus gestos. Al darse cuenta Brody, también entiende su deber moral y su lugar en la familia y en la comunidad, que sus actos serán ejemplo para los que lo sigan.  Quizás el gran mérito de Spielberg haya sido la valentía por el intento de un absurdo: un Hawks progresista.

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A Tiburón, le siguió Tiburón 2 (Jaws 2, Jeannot Swarc, 1978), una segunda parte notable, aún mejor que la de Spielberg, donde las concesiones armonizan con las vocaciones. Swarc tomó la posta y profundizó sobre el tema del héroe, pero con profundidad teológica. Esta vez Amity ha tenido su epopeya, su aventura épica que podría haber refundado los valores de la comunidad. Pero curiosamente, vuelve a negarse el pasado, aún el más trágico y reciente, y aún más violentamente. La excelente escena que abre el film es una secuencia submarina que muestra el barco de Quint destruido, yaciendo en el fondo del mar, una vez más emblematizando la heroicidad expulsada. Justamente ese lugar es el elegido para la vuelta del tiburón asesino. Ya no se representó la desidia por lo mítico fundacional o epopéyico, sino la lisa y llana negación de lo heroico. En una magnífica escena, Brody que ha sido echado de su trabajo por paranoico, a oscuras en su despacho toma en sus manos un trofeo de hombre del año, que le fue otorgado por haber salvado a Amity del tiburón, y eso es, una vez más, suficiente  para volver a auto encomendarse la misión, pero esta vez en solitario.  A la excelente película de Swarc siguió la mediocre El gran tiburón (Jaws 3-d, Joe Alves, 1983). Alves que había participado como asistente de director en los dos films anteriores, dirige esta tercera parte, que, en los papeles, tenía buenas perspectivas: los hijos del jefe Brody se hacían cargo de la acción, inclusive el menor se había convertido en universitario, como para volver sobre el personaje anterior de Dreyfuss y rememorarlo como un padre simbólico. Además la comunidad se había convertido en una mega corporación que concentraba todo el circuito comercial y turístico de Amity. La playa se había trocado por un parque subacuático de última tecnología desde el cual se podía descender por grandes túneles de vidrio para observar la fauna marina. Todo estaba dado para mostrar el enfrentamiento con el gigantesco tiburón en un espacio cerrado, donde necesariamente podría haberse sintetizado la representación del héroe y la comunidad en la misma acción defensiva, lo que hubiese sido el punto de vista faltante en las entregas anteriores. Quizás el mejor argumento de las tres películas, el más fantástico y con mayores posibilidades cinematográficas.  Pero no alcanzó.  Más tarde, en 1987, se hizo una cuarta parte, pero siguiendo las enseñanzas de los habitantes de Amity, mejor olvidémosla.